Poesía masculina y Caliente, el primero poemario y el segundo ensayo, son las más recientes obras publicadas de la escritora y editora española. En esta entrevista habla del amor, las rupturas, el deseo, el placer y los vínculos, temas que atraviesan a ambos trabajos
Ana León/Oaxaca de Juárez
He leído Caliente (Lumen, 2021), he leído (ayer) Poesía masculina (La Bella Varsovia, 2021) y he leído El coloquio de las perras (Capitan Swing, 2019), que está en mi biblioteca desde hace ya un tiempo. He ido a la presentación de su libro de poemas, a una presentación de otro libro donde ella participaba, a una conversación en un bar sobre el amor donde ella leyó “Me he enamorado de un muchachillo”. He temido que creyera que la estaba siguiendo como una verdadera groupie. Pero es que en realidad la estaba siguiendo como una groupie. La peor de todas: una groupie silenciosa. Lo siento, Luna. También la he entrevistado.
Luna Miguel (Alcalá de Henares, 1990) es periodista, editora y escritora de novela, ensayo, también es poeta y en su paso por la ciudad de Oaxaca, a la que llegó para participar en la 41 FILO, ha hablado sobre el amor, sobre los vínculos, sobre la poesía, sobre la empatía, sobre el valor de la escritura y los temas sobre los que escriben las mujeres de su generación y de otras generaciones, que son temas que a ella también le obsesionan: la experiencia personal, emocional y sexual; las relaciones de pareja(s) monógamas, abiertas, heteros, diversas; la maternidad y el matrimonio; los encuentros y las rupturas; el deseo y el placer.
«Yo soy la que tiene que ponerse a escribir puñetera poesía masculina para poder hablar de las nuevas masculinidades, de las violencias en el matrimonio, de las malas paternidades», decía entre risas en la presentación de Poesía masculina, en la que la acompañó la también poeta, Yolanda Segura. Allí, Luna Miguel ocupa una voz poética masculina que tiene como referente a su expareja, Antonio J. Rodríguez, para acabar diciendo algo de ella de misma, para mirar la propia intimidad con los ojos del otro; para entender la separación, pero para entender también la manera en la que amamos en esa separación.
En estos poemas hay una narración, hay una historia. Dice ella que es casi como una novelita que se ha escrito en verso. Y es en esta voz, increíblemente, en la que se ha sentido más libre. «Escribiendo como supuestamente escribía un hombre me sentí lo más libre que me había sentido escribiendo jamás. Y eso fue brutal».
Pero con su escritura Luna Miguel no busca “dinamitar” o “cancelar” el canon, ese canon occidental y heteropatriarcal, sino entender. Alimentar esa erudición que le ha dado conocerse al dedillo a todos esos autores hombres, los de la gran poesía, los de las grandes obras, y conocer también ese otro canon que ha sido relegado, el de las grandes escritoras. No quiere usar esas palabras porque no quiere ejercer esas mismas violencias.
«¿Por qué no podemos hablar de la cultura y de la literatura desde otros lugares más de sugerencia que de imposición? Pensemos otras cosas. Sugiramos otras cosas. ¿Por qué usar palabras asociadas a la violencia?».
En Caliente, su ensayo más reciente, que ya puede conseguirse en nuestro país, Luna teje una historia personal sobre el placer, el autoplacer («el sexo en silitario»), el amor, el amor plural y la exploración de todo esto, junto a las voces de mucha otras autoras que han abordado el tema. El libro es rico en experiencias y en el mapeo que hace de esa estirpe de escritoras que se han vaciado en su literatura, que han dejado todo en ella como Annie Ernaux, Cristina Morales, Chris Kraus, Marina Tsvietáieva, entre otras.
Una investigación profunda hilada a una experiencia personal profunda que como lectoras nos cuestiona sobre nuestro propios vínculos, la forma en la que los construimos, la desconstrucción amorosa, pero más aún, el cómo dialogamos con nuestro deseo.
En el ensayo los temas son es el deseo, la experimentación sexual, el autodescubrimiento, pero antes de todo eso, y precisamente por todo eso, me gustaría iniciar preguntando ¿qué está pasando con la idea de amor, lo que nos enseñaron que es el amor? ¿Amamos mal? ¿Existe una manera de amar bien? Porque lo que detona el libro —que no es lo más importante del mismo—, es una ruptura.
Estoy convencida de que no hay manera de hacerlo bien, de hacerlo mal hay muchas maneras, pero de hacerlo bien conocemos menos maneras. Además, ¿qué es hacerlo bien?, ¿qué es amar bien? Yo creo que más que amar bien, es respetar a la otra persona, ser empático con la otra persona e incluso saber separarse de la otra persona.
Cuando hablamos de amor, a mí también me gusta pensar en el desamor y en que a veces una manera muy fuerte de amar a alguien es saber dejarle ir o saber marcharse sin hacer daño. Creo que más que nada lo que nos han enseñado a hacer y lo que hacemos mal es esa idea de poseer y esa idea de no saber estar solos y esa idea de que para poder tener una “buena vida” en general, tenemos que estar siempre a lado de alguien. Creo que son muchos factores, pero es interesante la pregunta porque —y se está viendo aquí en la FILO— buena parte de las autoras de mi generación estamos trabajando sobre estos temas: cómo amar más allá de la pareja, cómo vincularnos, cómo ser amigas, cómo relacionarnos con nuestra familia de sangre y la que no es de sangre (que son nuestras amigas).
Hay que aprender y desaprender muchísimas cosas para poder definir qué sería amar bien.
Entonces más bien en lugar de hablar de amor, es necesario empezar a hablar de vínculos y la forma en la que construimos esos vínculos.
El concepto de la vinculación ahora mismo es fundamental para todas las teóricas y teóricos de todos estos asuntos que tienen que ver con las relaciones, es muy importante y también es algo político, de qué manera vinculamos. En nuestro día a día en la sociedad nos han enseñado que tenemos que desconfiar, que tenemos que ser mejores siempre que los demás, más fuertes siempre que los demás, que nos tiene que ir mejor en el trabajo, que tenemos que ganar más dinero que todas las personas que nos rodean; nos han enseñado que nuestro país es más poderoso que el de los demás; nos han enseñado que nuestra raza es más poderosa que la de los demás. Todos esto es un problema de no tener empatía hacia el resto de los seres y de no saber vincular.
Precisamente yo creo que todas estas reflexiones sobre vincular en pequeños grupos, empezando por las personas a las que amamos y las personas que son de nuestra familia o nuestros amigos, esas pequeñas redes que creamos entre todos pueden ayudarnos a pensar luego en algo mucho más amplio. Por eso esto que dicen que no es casualidad que el hombre que maltrata a su novia luego sea un capullo en el resto de lugares y de espacios; o el jefe que es un abusador y que trata mal a sus empleados, tampoco es casualidad que en casa sea un tirano.
Para mí la cuestión es qué podemos aprender de todas estas nuevas maneras de vincular o todas estas reflexiones sobre la vinculación en un plano mucho más grande. Qué podemos aprender de esa empatía, de ese cariño, de esa atención al otro y de ese saber estar solas.
Justo respecto a ese “saber estar solas”, en Caliente mencionas que no se habla mucho del sexo en solitario y en realidad de la soledad, de eso no se habla. Porque se habla mucho de la pareja, de las parejas o de ser en colectivo o en las colectivas, pero no se toca el tema de la soledad y del ser en solitario, además se le da una connotación negativa.
Es una sociedad super individualista en casi todos los aspectos, pero luego condenamos la soledad. Es decir, “se productivo”, “se mejor”, “cuida de ti mismo”, “házlo todo tú”, “dependes de ti mismo”, “sólo si eres feliz contigo mismo serás feliz con los demás”, pero tampoco sabemos cómo estar solos. De hecho, lo consideramos un fracaso.
Yo me fui a vivir sola hace justo un año [la ruptura que detona este ensayo es la de su matrimonio con el también ensayista Antonio J. Rodríguez] y me costó una barbaridad encontrar piso en Barcelona en 2020, con un sueldo más o menos estable, con unos ahorros y demás. Nadie se fiaba de mí porque no querían alquilarle un piso entero a una mujer sola. Generaba toda la desconfianza del mundo. Y cuando ya por fin lo conseguí, coincidió con que me propusieron un texto para una revista argentina en el que estuve investigando sobre las distintas soledades y la necesidad de esa soledad. Y sí que creo que cuando uno aprende a estar solo tiene espacio para pensar y tiene espacio para pensar en los demás, también.
Estar solo no es sinónimo de estoy solo conmigo mismo egomaniáticamente y no pienso en el resto de las personas del mundo. Sino que, muchas veces, es precisamente en el espacio de soledad donde uno puede reflexionar; es decir, estamos solos pero estamos siempre pensando en el resto.
Es un espacio también de privilegio que hay que ganarse a pulso la mayoría de las veces. Pero es interesante. Tampoco es necesario tener una casa para una misma para poder estar sola, basta a lo mejor con darse un paseo. Creo que la soledad, tampoco hay que enamorarse de ella del todo, porque te puede llevar a ser un un huraño, pero es necesaria.
¿Y qué pasa con el placer y la soledad?
Hay una sexóloga que cito mucho, que murió el año pasado, que se llama Betty Dodson. Uno piensa cuándo empezaste a tener relaciones sexuales y siempre piensas en cosas coitocéntricas y en relaciones heterosexuales, pero ella reivindica que ella empezó a tener sexo desde niña que es cuando empezó a experimentar, a tocarse el cuerpo y demás. Hay tanto tabú alrededor de todo lo que sea la carne, el cuerpo propio y sobre todo el de la mujer —aunque también el del hombre, porque sobre la masturbación masculina no hay tanta literatura al respecto—. Mi idea durante la promoción del libro en España, cuando me preguntaban por estas cosas, era que al poder o a las empresas les da tanta rabia y tanto coraje no saber lo que hacemos en nuestra soledad, que por eso se condenan todas las cosas que podemos hacer nosotros en nuestra soledad.
Creo que el autoplacer es una de esas cosas que hemos vivido en ese absoluto secreto, como si nadie lo hiciera cuando casi todo el mundo lo hace. Hay gente que no le apasiona o que no le gusta el sexo, hay asexuales y demás, pero es algo que casi todas hacemos. Y, precisamente, ese carácter clandestino es lo que jode a los demás: “¿qué están haciendo esas chicas solas en sus habitaciones?”, “¿qué estarán haciendo esas personas solas en sus habitaciones?”; como no lo puedes controlar pues ya es malo de por sí lo que cada cual haga en su soledad.
Vivimos en esta sociedad de la satisfacción de los deseos casi de inmediato, pero en esa sociedad no hay espacio para la carne, para el deseo, para el cuerpo, para sus fluidos. Se censura el cuerpo, sobre todo de las mujeres, en las redes. Es paradójico, por un lado se habla de satisfacer los deseos, no quedarse con las ganas de nada, vivir el momento; y, por otro, hay un discurso de corrección política y de higienización del cuerpo, sobre todo el femenino.
Tú lo has dicho, la censura en redes. Sólo hay que ver la ausencia de pezones en Instagram e incluso no sólo de pezones, sino toda esa polémica que hubo con las fotografías de mujeres dando de mamar a sus hijos.
Uno piensa, si un adolescente que todavía está empezando a descubrir cosas, descubre que subir fotos de niños comiendo en el pecho de sus madres está prohibido en una red social, a lo mejor ya tiendes a pensar que esa prohibición es precisamente porque eso es malo. Y entonces quién te dice que no vas a ir por calle y vas a ver a alguien en una cafetería dando de mamar a su bebé y vas a pensar que esa persona es una cerda y una loca.
Libertad, pero para quién. Gritamos mucho libertad, pero quién tiene esa libertad. Y gritamos mucho placer, pero para quién también y bajo qué óptica, porque por muy modernos que seamos y por muchas páginas porno que tengamos en el mundo, es la óptica masculina la que predomina, y cómo se castiga cuando salen mujeres que intentan hacer lo que llaman el porno ético, “¿qué hacen éstas?”, “esto no excita a nadie”. Incluso las redes sociales para ligar —no sé cómo funcione aquí Tinder—, pero es una especie de mercado loquísimo en donde además predomina una imagen que es una imagen ya censurada. O lo que está pasando con Onlyfans, estamos empujando a que muchas jóvenes tengan que desnudarse para poder sobrevivir, pero al mismo tiempo ahora prohibimos eso porque es pronografía. Siempre es pensando en el usuario masculino, en ese te lo doy todo pero no te estoy dando nada. Al final somos nosotras las que tenemos que sentirnos constantemente censuradas, sentir que nuestro placer es malo, sentir incluso que nuestra voluntad para ligar o para conocer a gente es mala.
Hay una rapidez y hay una velocidad que al final acaba castigando a las mismas personas que son, o las que menos recursos tienen o las que precisamente son mujeres.
Haces también un mapeo de escritoras que han reivindicado y defendido el derecho al deseo, al placer y su autoexploración y explotación. Y en pleno siglo XXI seguimos necesitando eso, esa reivindicación. Tú misma escribes sobre eso.
Pienso que el deseo es muy amplio, que siempre ha estado maltratado o relegado a temas femeninos. Precisamente estoy muy feliz de estar aquí, porque creo que es un festival donde la mirada transversal y transgresora está presente en muchas de las mesas. Estuve en una de Gabriela Wiener, Clyo Mendoza y Yolanda Segura, a propósito del amor y del deseo, y esto no es tan común en un gran festival. Creo que la presión y la fuerza de tantas autoras escribiendo, reivindicando a esas autoras de antes y escribiendo sobre estos temas ahora, está haciendo que se consigan estos espacios. Y pensar no solo en esas autoras, también miraba al público, mucha mujer muy joven que a lo mejor está teniendo algo que yo por lo menos no tuve, que son esos referentes y que es poder ir a escuchar esos referentes.
Creo que están cambiando cosas, pero también esas cosas solo pueden cambiar si miramos a quienes estuvieron antes que nosotras.
Me gusta esa idea de escribir en el presente para la gente del futuro, pero también pensando en el pasado y que sea una especie de cadena de transmisión.
Imagen de portada: Luna Miguel / © Ana León