En Los muertos y el periodista, Óscar Martínez entrega su libro más honesto. Una reflexión sobre la violencia y el ejercicio del periodismo
Guadalupe Alonso Coratella/Ciudad de México
En su más reciente libro, Los muertos y el periodista (Anagrama 2021), Óscar Martínez narra la violencia que se da en un territorio específico de Centroamérica, el triángulo del norte: El Salvador, Guatemala y Honduras. En él, relata lo que sabe del mundo que cubrió desde la Sala negra del diario El faro. ¿Qué impulsó la escritura de este libro?
–Pensé que después de 13 años de estar metido en la cobertura de violencia era posible estructurar algo, no solo acerca de las historias, sino del sentido mismo de hacerlo. No es un libro para periodistas o no lo escribí de esa forma, sin embargo es un libro escrito desde la perspectiva con la que me adentré en esa realidad. Es una forma de abordar y entender la violencia de una manera diferente. Es un libro personal que parte de algunas evidencias pero también de algunas reflexiones, algo que nunca había hecho y creo funciona como una especie de pared de rebote con esa realidad dura. Es una forma de abordar y entender la violencia de una manera diferente. Creí que la mejor forma de expresar lo que aprendí de esa esquina violenta que cubrí durante trece años era hacerlo con esta estructura, una especie de ensayo crónica o crónica ensayo. Me pareció que utilizando esa narrativa se le podía sacar más jugo a lo que había visto.
Lo que había visto el periodista fue anotado en una serie de libretas que años después desempolvó hasta quedarse con las veintiocho que le sirvieron para narrar lo que ha plasmado en este libro.
–Eran libretas que empezaban en 2007, durante la cobertura de Los migrantes que no importan. Esas libretas me fueron maravillando porque son una especie de cartas del pasado, era un yo irrepetible, el yo que estaba en el sitio mismo y las anotaciones que hice desde el lugar de los hechos, con muchas precisiones. No solo contienen datos fácticos, días, horas, fechas, declaraciones entrecomilladas, también contienen impresiones. Hay una que fue esencial para escribir este libro, donde encontré aquella sentencia terrible sobre Rudy, el personaje central del libro. Yo había escrito: «Hoy conocí a un muchacho que va a ser asesinado». Y efectivamente, fue asesinado tiempo después. Son notas del pasado, percepciones irrepetibles. La construcción concreta de ese escenario solo podía darse en el lugar mismo. Esas libretas fueron el sustento clave.
Se trata de una reflexión sobre la vida y el oficio de un periodista que cubrió violencia por más de diez años. ¿Cuáles son las lecciones aprendidas?
–No tengo ninguna duda de que la impunidad y la desigualdad son compañeras necesarias de la violencia. Es decir, la posibilidad de que un territorio sea controlado por un grupo criminal; la posibilidad de que a una muchacha la violen tumultuariamente y no pase nada; la posibilidad de que unos policías quieran asesinar a alguien como Rudy durante años y años, lo baleen siendo menor de edad y no pase absolutamente nada, que parezca que eso es lo habitual. Y luego, la desigualdad. Es un libro que está esencialmente hecho en ese mundo marginal, oscuro, en el que sometemos a las sociedades mexicanas, centroamericanas y estadounidenses, a decenas de miles de personas. Son mundos donde sobrevivir es el verbo y donde esas vidas transcurren en medio de una miseria terrible, con carestías no solo económicas y materiales, sino emocionales en muchos niveles. Son vidas que ocurren de una forma rápida, fugaz, violenta. Gran parte de la narración que hago en el libro son cosas que ocurren y han estado ocurriendo ahora mismo. Hay jóvenes siendo asesinados, migrantes secuestrados en casas de seguridad en México, mujeres víctimas de trata refundidas en burdeles con nombres anodinos. Todo eso se ha vuelto parte de la cotidianidad del mundo que habitamos.
Hay otras lecciones más íntimas, por ejemplo, tu relación con personas a las que has recurrido en tu oficio para revelar esta violencia.
–Las preguntas esenciales que me hago están plasmadas en el libro. Son las que dan inicio a los capítulos que se llaman “Recuerdos”: ¿Se vale amar a una fuente? ¿Se vale odiar a una fuente? ¿De qué sirvió eso que hice? ¿El periodismo cambia cosas? ¿Cambian las cosas como el periodismo las quiere cambiar? ¿Cuál es el objetivo del oficio? Hasta preguntas más concretas. En muchos de estos capítulos hay respuestas, en otros solo es una duda profundizada. Trato de contar con toda honestidad cómo odié a algunos personajes que entrevisté. Como a aquel senador mexicano, Andrés Bermúdez —si no me equivoco de nombre— o a aquel violador del sur de México. Recuerdo haber desarrollado cariño por muchas fuentes como los hermanos Alfaro con los que viajé por México hasta que nos despedimos en Oaxaca. Son las dudas esenciales, son el subrelato del libro, aquello que rodea la historia vertebral que es la historia del asesinato de los tres hermanos encontrados descuartizados en un cañaveral. Las dudas están ahí planteadas, ya dirán los lectores si las supe responder o simplemente le metí más duro a la cosa.
«No hay buenos y no hay malos
y no creo que en el periodismo
debería de haberlos.»
Dices en un momento del prólogo que en este libro no hay buenos ni malos, hay otro mundo. ¿De qué va ese mundo?
–Al periodismo le gusta simplificar algunas cosas y a estas alturas estoy harto de la simplificación habitual, de los malos perfectos que son malos todo el tiempo y de los buenos fenomenales que solo son buenos y son víctimas todo el tiempo. Las víctimas lacrimógenas que no tienen matices, que no tienen profundidad, no tienen dobles niveles, son víctimas sí y solo sí. Recuerdo una charla con una colega a quien respeto, ella dijo: «No le damos voz a victimarios, no hablamos con narcotraficantes y asesinos porque es amplificar su mensaje». Yo le decía que es inviable hacer periodismo de esa forma. Me parece una definición muy elemental porque alguien no solo es victimario. Si entrevistas a la víctima de un cartel en el norte de México y esa persona por las noches maltrata a su pareja, ¿qué es: víctima o victimario? Uno es víctima de circunstancias, no es una etiqueta de vida. Uno de los objetivos de este libro era complejizar a los personajes. ¿Rudy es bueno o es malo? Depende de en qué capítulo lo leas. Rudy es víctima de unos policías asesinos que lo siguen y lo intentan asesinar hasta que, al parecer, lo logran. Rudy es victimario de otras siete personas que sabe dónde están enterradas. Rudy es víctima de su infancia nefasta y, de alguna manera, es victimario de su hermano también. Es decir, trato de ejemplificar esos dobles fondos. No hay buenos y no hay malos y no creo que en el periodismo debería de haberlos.
Hablas de sociedades monstruosamente violentas y te preguntas cómo se crean. ¿La violencia está en el ADN de una sociedad?
–No tengo duda, al menos de las sociedades de las que habla el libro. En la mexicana, principalmente; en Guatemala, de Honduras, en el Salvador, sí es parte del ADN. En primer lugar, porque ya tenemos varias generaciones en estos países que no conocen la paz, no saben cómo se ejecuta eso. Las generaciones mexicanas que tengan ahora mismo veintitantos años nunca han vivido en un país pacífico, puede ser que sus privilegios les hagan vivir en una burbuja pacífica de un país violento, pero no conocen eso, pues. El narcotráfico y el crimen organizado han marcado a este país. En El Salvador, la generación que nacimos después de la guerra, o durante la represión brutal de las dictaduras militares de los setenta, al igual que Nicaragua con el sandinismo o Guatemala con su prolongada guerra que termina en el 96, somos generaciones que no conocemos la paz, no sabemos lo qué es eso, no sabemos ejecutarla ni ha habido procesos para enseñárnosla. Cuando la guerra termina en El Salvador, no hubo un proceso para generar un conocimiento de paz, simplemente se decretó el fin de una guerra. Uno puede decretar el fin de una guerra, lo que no puede es decretar es el inicio de la paz. Es un proceso que se construye. Somos generaciones que no conocemos eso. Somos países con tasas de impunidad brutales, con un montón de gente que debería de estar harta de la vida a la que se les ha confinado: salarios de hambre, entornos violentos terribles, autoridades criminales, paraestados que están bajo el control de del crimen organizado o bandas como las pandillas en El Salvador. Esa impunidad con la que nos parece normal que miles de personas vivan, es completamente anormal, no debería de ser tolerable y, sin embargo, es parte de nuestra vida cotidiana. Y esos dos rasgos: la falta del conocimiento de la paz y la profunda impunidad, generan eso, sociedades violentas. Por qué, porque se puede. Hay mucha gente que mata porque se puede, porque no va a ocurrir nada.
Citas a Nietzche cuando dice: «Cuando miras largo tiempo el abismo, el abismo mira dentro de ti». Aquél que lucha con monstruos debe cuidarse de no convertirse en un monstruo. ¿A qué se expone el periodista que está en el campo?
–Si te pones a contar desde una perspectiva muy íntima sería deshonesto que no afloraran algunas cosas que te ocurrieron, que pensaste, que te jodieron. Creo que me he convertido en una persona más pesimista y de alguna manera he perdido la sensibilidad ante ciertas realidades. No es algo que me enorgullezca, pero la sinceridad si suena bonito, no es sinceridad del todo. Me reconocí como una persona que ya no podía interesarse más por casos de mujeres violadas en el sur de la ciudad de México. Después de años cubriendo migración, me descubrí escuchando la narración de la vigésima persona a la que habían violado y me encontré ya no interesado en la historia. Esta falta de empatía fue el inicio del fin del proyecto del camino. Decidí cortar, irme de México, cuando vi que más que no poder encontrar, ya no estaba buscando. Esto no debería ocurrir. La insensibilización o el desinterés por historias de ese tipo son lo opuesto al oficio periodístico.
«Nunca he creído en esa frase de García Márquez
de que éste es el mejor oficio del mundo»
Decía el norteamericano Alan Riding que no tiene sentido ser periodista si uno no quiere cambiar el mundo. En el libro te preguntas: ¿Un periodista cambia las cosas?
–Si yo creyera que el periodismo no cambia nada, no lo haría más. Nunca he creído en esa frase de García Márquez de que éste es el mejor oficio del mundo, no lo creo, se me ocurren unos veinte mejores oficios. Es un oficio que te ofrece privilegios, dice Alma Guillermoprieto, como ver el mundo en primera fila, sea el espectáculo que sea. Usualmente al que yo me he asomado es un espectáculo nefasto, aunque sigue siendo un privilegio ver el mundo en primera fila. Sí creo que el periodismo cambia cosas, lo que pasa es que las cambia a un ritmo indecente, inmoral, al ritmo de la naturaleza de las sociedades a las que pertenecemos, que son poco empáticas, desiguales, impunes, violentas, tolerantes a la violencia. Si como periodista sigues empecinado en querer cambiar las cosas, tienes que darte un baño de realidad o te vas a frustrar de una forma irreversible. Si tienes esperanza y criterios demasiado románticos, el periodismo te va a agarrar a bofetadas toda la puta vida. Entonces sí, querer cambiar el mundo, pero mesurar tu entusiasmo.
En las últimas páginas del libro te preguntas, ¿de qué sirvió?
–La fórmula para fallar es hacer periodismo mediocre lacrimógeno, corto. La gente va media hora a un sitio y cuenta lo que puede contar, es decir, la epidermis de las cosas. La única posibilidad de tener influencia es hacer buen periodismo. Sé que suena retórico, pero no lo es. Conocer el método, cumplirlo, permanecer, investigar, luego narrar bien. Hacer lo que decía Tomás Eloy Martínez, que lo importante sea interesante. Es la única posibilidad.
¿Se puede hacer buen periodismo con la nuevas tecnologías?
–Son un distractor enorme pero también una herramienta que te facilita mil cosas. Lo de las redes se presta a falsas confusiones o confusiones baratas. Si hay algo que nunca voy a hacer es escribir para imbéciles, nunca voy a escribir para alguno de estos gurús que dicen: “Tienes que escribir notas cortas porque la gente solo tiene atención dos minutos”. A mí el lector que solo tiene dos minutos no me interesa. Nunca me voy a conformar y nunca voy a adaptar de ninguna forma mi periodismo para idiotas y el día que ya nadie me lea, veré qué hago, me pongo a hacer Uber o lo que sea, pero no pienso escribir para imbéciles, esa renuncia no la voy a considerar.
Afirmas que este libro es lo más honesto que has escrito. Un libro lleno de preguntas, pero con una sola conclusión: Hay muertes. Punto.
–Es una conclusión terrible y dolorosa: el punto de llegada es el punto de partida. No pasó nada, no hubo un proceso, no hubo grandes periodicazos, no hubo marcha ni cacerolazos, ni gente indigna ni compungidos en el Senado. Nada. Muerte, punto. Es una sentencia real para un montón de gente, es lo que hay, conformarte, no hay más. La vida que está reservada para ti es este pedazo de vida miserable. La marginalidad no son los bordes de la sociedad, es la mayor parte de la gente. El sector informal de países como El Salvador, Honduras o Guatemala, ronda el 60% de la población, gente que vive en verdadera miseria, en zonas de pandilla. El margen somos nosotros, el borde de estas sociedades somos nosotros, la punta del iceberg somos nosotros, el resto son los que están siempre bajo el agua, los que apenas pueden respirar.