Lorenzo Hagerman habla sobre La Montaña, cinta de Rick Alverson en donde realiza la cinematografía y que constituye una crítica a lo que la sociedad valida como verdad
Ciudad de México (N22/Ana León).- Entre 1940 y 1960 el neurólogo estadounidense Walter Freeman cobró fama entre la sociedad de ese país por la práctica de la lobotomía. Un proceso quirúrgico al cual eran sometidas personas que buscaban (o no) “curarse” de la homosexualidad, la ansiedad y la depresión y trastornos psiquiátricos de diferente índole.
El proceso consistía en insertar un estilete en el lóbulo ocular y golpear con un pequeño mazo de goma para cortar conexiones nerviosas en el lóbulo frontal. En muchas de sus operaciones, Freeman utilizó un picahielo en lugar del estilete. Sus operaciones, todas, se sabe que fueron fallidas, pero la gente callaba por prejuicios morales. Era peor ventilar la homosexualidad o la demencia, que el fracaso del proceso, que en muchas ocasiones imposibilitaba física y mentalmente al paciente.
La anécdota es recuperada por el cineasta Rick Alverson que es también guionista y músico, en La montaña. Una cinta que aborda desde una estética muy particular el actuar de Freeman y que, como señala Lorenzo Hagerman que estuvo a cargo de la fotografía -una vez más trabaja con Alverson- construye una metáfora de la sociedad, una sociedad lobotomizada y alienada.
«La historia o la anécdota, es nada más una excusa para hablar de otras cosas, me parecía muy interesante. Este momento en la historia, antes de la comercialización de los medicamentos para controlar problemas como la depresión, donde el mundo médico se volcó a hacer esta cirugía, principalmente este doctor, el doctor Freeman, que si no mataba a la gente, la dejaba totalmente pasiva. Atacando justamente la zona del cerebro del deseo, de la voluntad, como una solución a un problema social que era que los hospitales psiquiátricos en EEUU estaban totalmente sobrepoblados porque metían a gente que no tenía por qué estar ahí. No es un biopic del doctor Freeman, es la excusa para hablar de un conflicto de una naturaleza humana más que del momento médico, es una excusa, un trampolín.»
Charlamos con Hagerman vía telefónica a propósito de este trabajo cuyo cuidado de la imagen es impecable.
¿Cómo hacer empatar la narración que ya tiene el director con la narración que tú tienes a través de la imagen?
Todo se aterriza los dos encerrados en el mismo cuarto lidiando con los mismos problemas. Es un proceso que se va dando naturalmente y lidiando con las circunstancias de cada momento. Hay un trabajo previo en la preproducción, que son semanas, cuando visitamos juntos las locaciones y vamos haciendo juntos las listas de las tomas en donde se va dando una definición más particular de cómo se va a dar el lenguaje. Pero, evidentemente, la química que se de entre el director de fotografía y el director de la película es fundamental. En el proceso de rodaje el director de fotografía es un poco el segundo a bordo, mueve la dinámica del set. Sí es fundamental esta relación director-fotógrafo.
Las imágenes son muy estéticas y con un uso de color muy cuidado. ¿Cuáles fueron tus referencias pictóricas? Hay un cierto guiño a una especie de tableau vivant en muchas escenas.
En mi caso en particular, cuando empiezo los diálogos con los directores en cada proyecto y usamos referencias, no son determinantes. Cada referencia habla por un carácter particular de la imagen y se utiliza más bien para facilitar el lenguaje sobre todo cuando director y director de fotografía están en países distintos. En ese sentido, son muy diversas y muy contrastantes las referencias que se utilizaron. En particular, Rick me había hablado de este fotógrafo estadounidense de los años sesentas, William Eggleston, que es muy distinto porque hace una explosión de color, pero en su encuadre, el mundo que retrata, creo que hay similitudes. Rick y yo hicimos un pequeño retrato de William Eggleston juntos, porque Rick es músico y William, este fotógrafo de los años sesenta, también es músico.
Referencias como Depardon que fotografía los hospitales psiquiátricos más adelante, en los sesentas y setentas, eran referencias de las situaciones de iluminación que a lo mejor podríamos encontrar. Es una canasta llena de referencias, pero no lo determina.
Ya había trabajado con Rick, sé que la limpieza en el cuadro, el “menos es más”, hacer una destilación, digamos, de utilizar sólo lo preciso y necesario es parte del proceso. Y luego, la corrección de color fue un proceso de pulido de la imagen de horas y horas para llegar al balance de negros, blancos y saturación que queríamos.
Hay también un contraste con esa higienización de la imagen para abordar el proceso clínico en sí, la lobotomía. Como responsable de la fotografía, ¿qué narración estás proponiendo?
No es que uno proponga para un lado y otro para el otro, sino que vas buscando los lugares de encuentro. No sólo director, director de fotografía, sino con la historia y el guion. También todo se va entrelazando entre los intereses mutuos y la empatía entre uno y otro.
Hay una cosa en la fotografía que yo llamo ruido visual, cuando hay elementos en el cuadro que no son importantes y que están interrumpiendo la composición, y eso lo entiende muy bien Rick. Él ha fotografiado sus cosas, él sabe de fotografía. Es otro nivel de lenguaje porque estamos hablando en el mismo idioma y esos elementos que de repente están causando ruido, trabajamos en el mismo sentido para limpiarlos.
Otros directores no ven o no tiene esa sensibilidad para encontrar el balance justo o el espacio al personaje para que pueda vivir y sobresalir en el cuadro. Este entendimiento de la fragilidad del cuadro con Rick ha sido una delicia.
Hay muchos silencios dentro de la película que son parte importante del ritmo, ¿para ti qué significa fotografiar el silencio?
El silencio se determina ya en la edición, mientras estás en el rodaje no sabes qué pedazo es el que va a quedar en la edición y en qué momento va a venir un momento con música, con atmósfera. Yo fotografío en silencio todo, de alguna forma metafórica te lo digo. Obviamente, como también he sido director, sé las posibilidades que el sonido puede ayudar a la imagen, pero en la medida que la imagen se defienda por sí sola, el sonido no la va a componer sino a enriquecer. Sé que hay momentos del día de una fragilidad de la luz que es un reto. Si puedes echar a andar a toda una producción de cincuenta personas para que estén listas en ese momento para que tú puedas obtener ese guiño o esa combinación de atmósferas, pues bien. No siempre se puede. No siempre se logra.
Hay una perspectiva de fotografía dentro de la película porque el personaje principal hace fotografía también. Para ti ¿cómo juega esta otra narración fotográfica dentro de tu propia narración a través de la imagen en la historia?
No había un reto técnico o particular debido a que no es un lenguaje en que el personaje es fotógrafo y las fotos luego tú las ves. El público tiene muy pocos momentos de acceso al resultado de estas fotografías. Si estuviéramos haciendo una película donde el proceso fotográfico es parte de la narrativa, entonces sí podría entender que fuera un reto. Aquí el elemento de la fotografía es esa frase que dice en la película Jeff Goldblum [que hace el papel de Freeman]: «a mí me gustan las fotografías», porque resulta que Freeman entre otras cosas apareció en las portadas de las principales revistas de EEUU, en Live Magazine, en Time, porque en un espacio de tiempo de algunos años, llamó la atención y la sociedad lo consideró una salvación. Aunque luego se retractó y le quitaron la licencia de doctor.
Creo que en La Montaña este elemento de fotografía tiene más bien un carácter de contenido y de crítica a lo que de repente los medios o los momentos pueden considerar como verdad y luego, al pasar de unos meses, convertirlo en un personaje peligroso para la sociedad. Hay algo de ese discurso explícito en la película, la lobotomía no como la cirugía médica en particular sino cómo la sociedad también se lobotomiza metafóricamente con la enajenación, con los medios, con el consumismo.