«Matate, amor» (fragmento)

Así, sin acento. Les compartimos un fragmento de la primera novela de la escritora argentina Ariana Harwicz, publicada originalmente en 2012 e integrada al catálogo de Dharma Books en 2019

Ciudad de México (N22/Redacción).- Un relato bucólico que se atreve a hablar sobre la crudeza de la maternidad. Sin tapujos, Harwicz (Argentina, 1977), hace uso de un lenguaje que muerde, que cala y que se inserta en la mente del lector que va construyendo imágenes de este libro que bien podría ser una película.

MATATE, AMOR

La noche estaba alta, negra, suave, sobre nosotros. Una oscuridad hosca y pretenciosa. El ventilador giraba. Mi niña maravilla soñaba dentro de las redes blancas, blandita como un pez sin escamas. Estaba obsesionado con dormir, hacía horas que mi mujer volaba a mi lado y que los espirales antimosquitos se habían desintegrado dejando ese olor a viaje adolescente. Me levanté y fui en puntas de pie hasta la puerta llevándome la ropa colgada del respaldo de la silla de hierro. Me vestí a oscuras en el pasillo. Me llevé los zapatos en la mano y me até los cordones con moño bajo el cielo abierto. Empujé la moto hasta la calle y encendí el motor una cuadra más lejos. Vi los árboles talados de un hachazo hueco. Vi los cráneos agujereados de los conejos esparcidos como florecitas en la entrada del bosque. Vi un grupo de mariposas nocturnas que revoloteó sobre mi cabeza y entraron en mis oídos y el cuello de mi camisa. De a poco lograron embrollarse en mi pelo y se metieron en mi nariz. El aire fresco, de cerro, de ruta, no me dejó menos sofocado. Avanzaba por la carretera cruzando hombres pacíficos con carabinas y machetes. Me acercaba a ella dando grandes saltos. Pasé las casas previas. La de ventanas tapeadas, la de las rosas artificiales, la de los perros gemelos siberianos. Apagué el motor, dejé la moto inclinada sobre la hierba y avancé hasta su portal. Caminé ida y vuelta viendo y no viendo el interior del jardín y la casa. El follaje me dejaba distinguir solo cascajos. De la oscuridad plena salió una luz. Alguien acababa de despertar. O sería el bebé sacudido por imágenes del sueño. Puse la mano en el picaporte y entré por primera vez en su territorio. Su casa frente a mí me pareció un paisaje. Mis zapatos se aplastaron en la tierra. Di varios pasos cuidando de no ser visto desde ninguna de las dos pequeñas ventanas del frente. Toqué la pared como partida por un rayo y llegué a la parte trasera de la casa. La luz seguía encendida pero no se oía más que el shhh agresivo de la lechuza. Esperaba verla bajar por el aire poseída por espíritus en camisón blanco. Esperaba verla surgir desde la ventana con ojos rojos. O flotando sobre el tejado vestida de negro. Estando ahí, en su zona, pude sentir el odio que le escarba el vientre y rogué porque no me contagiara la depresión de tener que vivir. Es infecta la muy puta. Y tan linda. Otra ventana se abrió dando un tajo brusco a la pared. Estaba demasiado asustado para huir y me quedé esperando que algo pasara. Que saliera el marido o que un perro me mordiera. O que fuera ella y entonces el miedo era mayor. Oí golpes crujientes en una escalera de madera. Sus pies eran garras de metal. Su pelo largo hasta el piso hecho de partículas. Seguí parado como un poste con los pies mojados. Ella salió. Avanzó hasta mí montada en el aire, pero retrocedió en medio de una corriente y al detenerse abrió la boca magna como para gritar pero no salió ningún sonido. Era difícil contenerse. Así como estaba era irresistible a pesar de estar a pasos de la fosa séptica. Incluso con toda la violencia sexual y mis ganas de atracarla, de aspirarla, no me moví. Ella tampoco. Yo diría que nos conocimos en ese momento entre sombras. Eso fue contarnos la tragedia de nuestras vidas. Eso fue hablar del pasado, de por qué estábamos en este pozo, en este bicherío, de qué es lo que nos lleva a escapar en medio de la noche. Agarrá un cuchillo y cortate la boca, me dijo y obedecí mientras ella entraba en la casa galopando y aun de espaldas me miraba sangrar. Yo escapé sobre la moto despertando a todos.

Estoy en la sobremesa. No queda más que mi vaso, ya se levantó todo. Los platos están lavados en el escurridor, la sal en su lugar, mi esposo se fue a acostar. El perro nuevo se mea. Sé que tengo que levantarme, pero no lo hago. Estiro las piernas sobre la otra silla. Me adormezco chupando un escarbadientes. Va a mear debajo de la mesa pero no me levanto. Mi pantalón está desabrochado. Desde acá disfruto del horizonte que se abre al final del campo con sus fardos redondos de heno, o será que tengo vista de lince. Puedo ver no solo la sombra de los árboles, su retrato, también los parásitos que se pegan a los troncos. Puedo ver bajo tierra eso que vive cuando nosotros dormimos. A esta hora en el río pasan vacas flotando con las patas duras hacia arriba, sorprendidas por la corriente en el momento de beber. Esos cadáveres vacunos que vistos desde el puente colgante son piedras u hombres. El perro todavía sin nombre tironea del mantel y rompe mi vaso de vidrio. Ahora se mea y tiene rojo el hocico. Habrá que bautizarlo, para mí con decirle perro alcanza pero mi marido insiste en llamarlo de otra manera, en integrarlo a la familia. Yo también me hago pis, pero sigo sin moverme y tengo calambres. Algo que detesté siempre de la vida campestre y que hoy saboreo es que uno se pasa el día asesinando. Con el café matutino aparecen las arañas en la pileta, ahogadas ni bien abro la canilla. Algunas más vivarachas se repliegan un buen rato, resisten cerraditas en flor, son las que me animan a abrir la caliente y terminar de reventarlas. En el momento de untar el membrillo llega el turno de las moscas que nos vienen siguiendo desde la prehistoria y ya es momento de que se extingan. Las encierro en el frasco con un movimiento ágil sobre la tapa a rosca. Después me siento con el bebé en las rodillas a verlas patinarse en el dulce. Tirada en la hamaca electrocuto abejas y alecciono a la avispa que intenta probarme. Con mi hijo agolpamos grupos enteros de hormigas dentro de cajas de fósforos que después prendemos. Al parecer largan rico olor porque el bebé aspira. Yo no siento nada. Después salgo a pisar lombrices y saltamontes. Pero el mejor momento es el de las tacitas con cerveza que pongo en la terraza, no muy llenas, para que tengan que agacharse a beber las babosas marrones. Cuando paseo por las noches encuentro toda una reunión de babosas borrachinas dentro del líquido, en los alrededores e incluso debajo del recipiente. En el baño, sentada en el inodoro, me gusta tomar el escobillón y barrer de un saque las telas de araña del techo. Se meó. No pienso pasar un trapo, yo nunca quise adoptarlo, es mi marido al que le dio lástima cuando volviendo del supermercado lo vimos acostado en medio del camino. El charquito se extiende hasta la puerta y pasa por debajo. El perro va lamiendo hasta que se topa con las pantuflas de su jefe, recién despierto. Perro obsecuente lamedor. Perro adoctrinado. ¿Qué hay?, pregunta azorado el dorima al ver pis y vidrios. No es para menos, yo si fuera él también me azoraría, pero soy yo y sigo sin levantarme. Él da una vueltita a la mesa, echa un vistazo y me interroga. Ya sé, digo. ¿Qué sabés? No me hagas decirlo, si digo que ya sé, es suficiente. Y, la verdad que no. Qué hacés ahí sentada, no ves que el perrito se está meando, pobre criatura. ¿No ves que estás pisando vidrios? ¿Por qué tenés el pantalón desabrochado? Sentí lástima por él, casado con alguien con el pantalón desabrochado. ¿No puedo?, pregunto. ¡Sabés bien que no se trata del pantalón! ¡Quiero poder estar con el pantalón desabrochado si quiero! Vení, dice abriendo los brazos. No. Vení. No. ¿Por qué no? Porque sí, no. ¿Qué hago, barro? Hacé lo quieras. ¿Vos te quedás ahí? Sí. ¡Podrías empezar a cuidar mejor la casa! ¿Sabés lo que encontré en la cocina detrás de la garrafa? Una rata disecada y lombrices, ¿hace cuánto que nuestro bebé come de ahí? ¿Y vos?, retruco. Deja de tirar tu ceniza en las tazas, en los platitos, por ejemplo, hace cuánto que nuestro hijo come de ahí. ¡Comprá ceniceros entonces! Entonces se va afuera, el sumiso lo sigue y oigo que el rope descarga el resto del chorro que quedó atravesado en su vejiga. Él toma el escobillón vuelve y barre intentando no lastimarme, pegando patadas suaves para espantar al perro. Yo sigo mirando la mesa vacía. Ni rastros de la cena. Ese momento del día, en cualquier lugar, cuando la luz cambia, cuando hay una declinación, los objetos se rompen o se los llevan. ¿Vamos afuera, amor? ¿Para qué salir, amor? Está muy encerrado acá, amor. Afuera también está encerrado. Él me mira y sale. Sé que tengo que pararme, que esta vez no hay opción. Pero, como cuando me clavo la uña en la encía para que se hinche, me quedo acalambrada en la silla frente a algo que se desintegró. Esa cena, ese tiempo en que comimos hace menos de una hora, una foto de familia de varias generaciones, siete hermanos parados en una escalera sonrientes, ahora todos muertos. Me quedo atrancada ahí, me quedo como detrás de una puerta, esperando a que abran. Escuché que el motor dio un bufido y supe que era el ultimátum. Mis manos hicieron movimientos violentos como si fueran a despedazar y todavía seguí ahí el tiempo suficiente como para que se recalentara el motor y mi esposo dijera ¡…cha de tu madre! Me levanté rígida. El auto en marcha, con el perro en el asiento trasero, me hizo luces. Dejé la puerta abierta. Me asomé por la ventanilla. ¡Tiene las patas mugrosas sobre la sillita del bebé, decile algo! Bueno, ya las va a sacar, subite. No me hagas ir de paseo. ¡No estoy jodiendo ahora! Vamos a charlar, esto no puede seguir así, vos no te das cuenta de nada, creo que dijo o quiso decir. Yo tampoco tenía lucidez para discutir. Hacía el frío que hace cuando ya no son las dos/tres sino las cuatro/cinco. El bebé, dije. El bebé está perfecto, yo estoy mal. Cuando él decía eso era porque estaba furioso. Bajé el copete y entré. El perro manchaba la casita del bebé, su cucha dentro del auto. Y después, ya en otro pueblo, oímos el rock mal captado de la radio municipal. La bruma borrando los tejados, los establos, las vinerías. La bruma de madrugada como un velo turbio cubriendo animales dormidos, tambos, parroquias. Mi esposo se pone a tararear y silbar un tema en inglés. Temazo, dice y sube el volumen. The Smiths. Para él soy una extraterrestre porque no los conozco. Porque me parece de retrasado mental escuchar rock. Porque no me emociona la guitarra. El perro duerme con el hocico entre las patas. En el estribillo, And when a train goes by, it’s such a sad sound. No…, it’s such a sad thing, se le fueron las manos y apenas alcanzó a pisar el freno. Un ciervo adulto se vino contra el parabrisas. Cabeza primero y cuerpo después salieron como un bicho volador hacia la izquierda, la marca del golpe quedó sobre el capó. El perro gritó. Yo me doblé en dos, sin el cinturón porque siempre me olvido de ponerlo. A pesar de ir despacio me di la frente contra la guantera y quedé aturdida. ¡Podrías haberte descerebrado! ¡El cinturón te lo dije mil veces, el cinturón! ¿Todos están bien?, y giró para ver el perro que excitado y jadeante empañaba las ventanillas. Pero, luego, pudo ver que el rope tenía una pata díscola que se movía al ritmo del limpiaparabrisas como si se rascara la cadera. Bajamos, mi marido con la bestia en brazos. La música seguía. El perro se lamió el cuerpo apaleado. El ciervo huyó como pudo, rengueando, como si no entendiera que había sobrevivido. Mi marido miró los destrozos del radiador; después, se acordó y me abrazó. El humo pesado que salía del auto nos dejó ciegos y por un segundo él besó al perro en la boca y yo al tronco de un árbol caído. Hay que empujar, dijo, pero antes se apartó unos metros y se bajó el jogging. Tengo un marido obsceno. ¿Cómo podés sacarla ahora? ¡Y ahora qué querés!, dijo como los que mascan chicle en un entierro. El animal hizo el trabajo sucio lamiendo los restos del capó. Después se puso a agitar la cabeza. Lo bautizamos Blood pero le dijimos, Bloodie. Lo envolvimos en lo que encontramos y lo atamos con el cinturón de seguridad en el asiento trasero. Empujé mientras él aceleraba y después corrí al auto en marcha. Tanto corrí que pensé que se fugaban. En casa lo encontré parado con las manos a través de los barrotes de la cuna gritándole al guardiacárcel. Mi esposo ya enjuagaba su auto a manguerazos. Bloodie lo seguía, pero con una cara de sufrimiento que no se aguantaba, lagrimeaba, arrastraba la pata, se retorcía en la tierra haciendo agujeros. Nos fuimos a dormir. El iiiiiiii iiiiiiii de Bloodie retumbaba en toda la casa. Me levanté desquiciada, cacé la linternita del cajón de herramientas y fui hasta el garaje. Revolví todo, había tanta mugre acumulada sobre las maderas, los muebles en desuso, las sillas con rueditas, solo brillaba el telescopio, enfundado en plástico transparente. No me iba a quedar con las ganas. Salí dejando la puerta entreabierta, el aire helado no tardaría en enfriar la casa. Fui en botas de goma y semidesnuda hasta lo de mi suegra. No estaba en el campo sino en un spaghetti western. Tomé la llavecita con llavero de pata de conejo, escondida en una maceta al lado de la puerta y abrí. Si mi suegro hubiese vivido, habría tirado, a cualquier parte, pero se habría dado el gusto. Las camisas planchadas apiladas, los libros en orden en la biblioteca, nada hacía pensar que alguien había muerto poco tiempo antes. Subí por la escalera colgante tomada de las sogas. Ella dormía con la lengua empastillada. Mi suegra era una tabla, los ojos cubiertos con un antifaz y dos algodones en los oídos, sin pechos, un cuerpo asexuado como una mesa envuelta entre sábanas. A su lado, un piano y un dibujo japonés de un islote. Su habitación era nieve. Hice ruido tropezando con sus zapatos de cordones largos, pero ni parpadeó. Encendí una vela. Volví a mirar el piano, quise tocar una tecla. Busqué. Hay gente que necesita ver el océano. Yo necesito ver un arma, aunque esté quieta, sucia, descargada. Cuando mi esposo abrió un ojo yo le estaba apuntando. Se asustó tanto que no pudo soltar palabra. Matalo, dije. ¿Qué, a quién?, iiiiiiii, iiiiiiii. Matá al perro. ¿Por qué lo voy a matar? Porque está sufriendo. ¿Y?, dejalo en paz. ¿Vos me hablás en serio? Iiii, iiii. Mañana llamamos al veterinario, dijo y se puso de costado dándome el culo. ¿Llamar a quién? Matalo ahora, dale, dije, sacada. Pero ni se movió y roncó casi tan fuerte como los quejidos de Bloodie. Me quedé mirándolo dormir maravillada ante su eterna cobardía. Escopeta en mano recorrí la casa hasta el rincón de la cocina donde torcido sobre un trapo roñoso sollozaba de dolor. Apunté y sin pensar en nada, pero con actitud de soldado israelí, escuché en mi cabeza que me daban la orden. ¡Fuego! ¡Fuego, carajo!, y disparé el primer tiro de mi vida.