«Matagatos» (capítulo uno)

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Compartimos el primer capítulo de esta novela del escritor mexicano Raúl Aníbal Sánchez, una de las cuatro obras con las que el sello español Caballo de Troya inicia su vida editorial en México 

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Ciudad de México (N22/Redacción).- El pasado 15 de agosto se llevó a cabo la presentación en México de la editorial Caballo de Troya, que lleva publicando a jóvenes autores, en España, desde 2004 y que busca extender ese mismo objetivo de este lado del Atlántico. Caballo de Troya trabaja de la mano con Penguin Random House pero con la vocación de una editorial independiente. Su lanzamiento se hizo acompañado de la publicación de las novelas El emisario o La lección de los animales, de Alejandro Vázquez; Matagatos, de Raúl Aníbal Sánchez; Mi abuelo y el dictador, de César Tejeda; y Algunas margaritas y sus fantasmas, de Paulette Jonguitud.

A continuación compartimos el primer capítulo de Matagatos, de Raúl Aníbal Sánchez que ha publicado poesía, ensayo y cuento. La novela, situada en los años noventa, aborda la historia de tres amigos en Chihuahua capital,  pero también la de Ciudad Juárez y su situación como ciudad fronteriza; la violencia y los asesinatos; la amistad y la infancia; las ideas preconcebidas sobre lo que un hombre debe ser; los cuerpos torturados y desmembrados, los cuerpos como medio, los cuerpos como mensaje; y un sueño de bienestar fallido materializado en la reproducción en serie de casas de interés social.

… 

Y han edificado los lugares altos de Tofet, que está
en el valle del hijo de Hinom, para quemar al fue-
go a sus hijos y a sus hijas, cosa que yo no les man-
dé, ni subió en mi corazón.
Jeremías 7:31

 

Uno

Javier y Francisco estaban enamorados de Adán, por eso les dolió de manera especial cuando los equipos de búsqueda hallaron su cadáver, con dos tiros en la cabeza y dos en el cuerpo, apenas oculto bajo unas piedras en un terreno baldío. El predio se encontraba detrás del Hotel Soberano, el que por aquel entonces era el más lujoso de la ciudad. Fue un 4 de octubre cuando Adán desapareció, día de San Francisco de Asís, patrón de los animales y de los lobos en especial. Su cadáver, medio mordisqueado por perros salvajes, apareció el 12, Día de la Raza y de la fundación de la ciudad de Chihuahua: no había mucho que festejar.

Adán tenía doce años y sólo era unos cuantos meses mayor que sus amigos. Pero a esa edad cualquier diferencia se vuelve superlativa. Jugaba mejor al fútbol, era más alto, más atlético, parecía estar en control de su entorno y pocas cosas lo acobardaban. Estaban enamorados de él porque así se enamoran los niños; un amor platónico que pocas veces desemboca en algún tipo de atracción sexual, pero es un cariño que duele, es celoso y manipulador, como puede llegar a ser cualquier otra clase de amor. Ellos estaban dispuestos a pelear entre sí en cualquier momento para demostrar su fidelidad a Adán. Una sola palabra suya bastaba para que alguno se enzarzara en un huracán de golpes y patadas con alguien más, como si Adán fuera el líder de una secta y los demás, sus acólitos hipnotizados.

 

–Chinga tu madre, Javier –decía Francisco–, yo te conté primero que me gustaba Rocío.

–Pero ella me besó a mí –respondía el otro, ufano y sin- vergüenza. Un golpe en la nariz de uno, una patada en la rodilla del otro. Llanto, mocos, Adán separándolos con la mirada seria y conciliadora. El mundo de los hombres, de lo que se cree que debe ser un hombre, es un lugar absurdo desde que se tienen once o doce años.

Adán tenía la crueldad propia de la gente popular y gustaba sembrar discordia entre sus amigos. Con habilidad magistral introducía rumores entre ellos, y cuando se negaban a creerlos se alejaba ofendido, contrito en verdad, al grado de obligarlos a pedirle disculpas para restaurar el equilibrio de la amistad. Sus amigos le eran más útiles peleados entre sí que juntos. Es posible que Adán tuviera un miedo terrible a la soledad. Temía que lo abandonaran como lo había abandonado su madre, algunos años atrás. Por eso los mantuvo, hasta su desaparición, atados a él con un lazo poderoso a base de afecto y repulsión.

 

La familia de Adán había huido de Ciudad Juárez a causa de la inseguridad y la violencia, asentándose en Chihuahua capital. En la ciudad fronteriza ya desde aquel entonces había asaltos, secuestros y asesinatos al por mayor. Cuatro años antes del asesinato de Adán comenzaron los feminicidios que después hicieron famosa a la ciudad fronteriza. La primera víctima fue una niña de trece años llamada Alma, violada y estrangulada. Nunca encontraron a su asesino. Después cada semana una mano o un pie desnudo delataban algún nuevo cadáver femenino, violado y estrangulado, escondido entre las dunas desérticas de Samalayuca. Como un macabro hallazgo arqueológico, las manos crispadas convivían con las conchas y los fósiles sedimentados, recuerdos de tiempos antiquísimos cuando el norte del país era un mar ciclópeo y primordial.

Las autoridades, en respuesta a la presión internacional, comenzaron lo que se volvería una costumbre esta- tal: encontrar chivos expiatorios. Un ciudadano árabe, un golpeador y violador de negra fama local, fue cargado con más de veinte asesinatos aunque sólo lo sentenciaron por uno, después de arrancarle una confesión a base de golpes con una guía telefónica. Sin embargo, los asesinatos y el modo de cometerlos no se detuvieron mientras estuvo encarcelado y la policía tuvo que inventar una serie de hipótesis, cada una más disparatada que la anterior, para no tener que desdecirse. Estas hipótesis llevaron al arresto de más personas, así como a nuevas torturas para conseguir confesiones, pero nada detuvo los asesinatos.

 

Una pequeña guerra entre narcotraficantes, la primera de muchas, explotó en las calles de Juárez y la vida se hizo insufrible. Mutilados, decapitados, coches bomba: mensajes macabros redactados con cuerpos humanos.

Fue así como Ciudad Juárez dejó de ser un buen lugar para criar a un niño, y la familia de Adán, los Payán Leos, tenían de hecho seis criaturas. Adán era el hermano de en medio, relegado a un papel secundario entre las responsables hermanas mayores y los consentidos e inoperantes hijos menores. Eso bastaba ya para justificar su notoria necesidad de atención. Con mucho esfuerzo el padre con- siguió trabajo y la manera de trasladarse a una casita de interés social en la colonia Infonavit, de la ciudad capital. Una colonia obrera, construida por el Estado a través de la institución del mismo nombre, financiada por un fondo federal concesionado a constructoras del sector privado y vendido a proletarios a través de bajísimos y estables intereses. Un sueño de bienestar imaginado en una época que ahora se antoja muy lejana.

 

Cientos de casas construidas en serie; idénticas, cuadra- das, la perfección como una tela de araña de ladrillo industrial. Calles pequeñas y angostas para que los automóviles no pudieran correr y los niños jugaran sin la angustia de los padres cargada en la espalda. Cuando las casas de estilo funcionalista fueron transformadas por sus habitantes mediante la adición de rejas, jardines, columnas y demás extravagancias, la colonia adquirió el aspecto de un laberinto sin sentido. Los nombres de las calles no ayudaban para que los ajenos se ubicaran; algún funcionario de planeación urbana, en un ataque de furor nacionalista, había decidido nombrar las calles como extintos pueblos indígenas y personajes de la época prehispánica; Teztcatlipoca, Xochitl, Chimalpopoca, Pimas, Conchos, Chichimecas, etcétera. Más de una vez se vio a un cobrador de abonos en desvencijada motocicleta detenerse en el cruce de Bonampak con Chichen Itzá, mirar hacia los cuatro puntos cardinales y mandar todo al carajo, arrancando su armatoste rumbo a la avenida más cercana.

La colonia era buena, la casa era buena; los Payán Leos, apretados pero contentos, creían vivir mucho mejor que en Juárez. Pero hay algo en las fronteras que atrapa y hechiza a sus habitantes. El ciudadano que alguna vez ha vivido en una frontera entre dos países genera un gran apego por su condición de desarraigo cotidiano, personas que tienen un pie en dos dimensiones diferentes, perplejos suspendidos entre la sedentaridad y el movimiento, lejos de este tipo de ciudades se marchitan: la madre de Adán huyó con un camionero apenas cumplido el año de llegar a su nueva residencia, dejando un padre inútil para el hogar, devastado y humillado. Las hermanas mayores se encargarían entonces de las labores de la casa, sacrificando con amargura su juventud. La madre regresó a Ciudad Juárez del brazo del camionero, hechizada por esa magia de no pertenecer a ningún lado. Era la comidilla cotidiana entre las vecinas del barrio que había dejado. Podía verse de pronto a un par de señoronas cuchicheando en la fila de la tortillería:

 

–Doña Leonides es una pu… ay, mejor no digo esa palabra.

–Pero es verdad, mire que abandonar seis hijos. Yo no podría.

–No, yo tampoco podría. Ricardito será muy latoso y lo que quiera, pero una madre es una madre.

–Es que hay gente que no tiene instinto…

Pero ese «yo no podría» las delataba. Se ponían constan- te e inconscientemente en el lugar de la prófuga, como dicen, «en sus zapatos». Quién sabe, tal vez soñaban también con emanciparse. Tal vez a pesar de lo que decían intentaban comprender a la desertora. Seis hijos es demasiado para cualquier mujer con anhelos, problemas y faltas tan normales como cualquier otra persona.

 

Algunas de aquellas señoras no hacían mejor el supuesto trabajo materno, pero las atenazaba a la tierra su hogar, su casa conseguida a plazos. Clotilde, por ejemplo, madre soltera, mujer atildada y de mucho éxito entre los carniceros y tenderos de abarrotes, a quienes coqueteaba para sobrevivir y obtener algún descuento, decían que daba clonazepam a sus hijos, un par de mellizos de muy mal carácter a quienes los demás muchachos no aguantaban. Los drogaba para poder dormir, para poder salir de fiesta, para poder descansar de vez en cuando de la presión de ser madre.

–¿Pero en serio los droga?

–Sí, comadre. Clonazepam y a veces hasta Valium. A mí una vez me dio una pastillita porque le conté que el Toñito era muy latoso.

–Pero son unos niños. Yo no podría…

–No, yo tampoco podría…

No era de extrañar que aquellos muchachos del barrio crecieran semisalvajes. Francisco, Javier y Adán en particular se alejaban del conglomerado de casas hacia los terrenos inexplorados y fuera de sus límites. Por aquel entonces la colonia se consideraba como las afueras de la ciudad, y en un kilómetro de recorrido los muchachos se encontraban ya de pronto en la espesura amarillenta y desolada del llano. Bastaba caminar durante diez minutos para atravesar la colonia en dirección al norte, y después de cruzar una avenida que conectaba con la carretera a Ciudad Juárez se llegaba al pleno y salvaje descampado. Multitud de matorrales y hierbas brotaban por doquier, pero marchitas y aja- das, deshidratadas por los años de sequía que habían puesto la región en estado de emergencia. Huizaches, guayules, correosas, toritos, fundiéndose en su parca sequedad como si fueran una sola planta. La naturaleza las había dotado de molestas medidas defensivas: espinas de formas variadas, simples agujas puntiagudas o en forma de sofisticadas estrellas, cardos, pelusas finas e irritantes, ampones diminutos con crueles y pequeños ganchos en su extremo que se prendían a la piel, o escuetas púas durísimas que traspasaban incluso las gruesas suelas de los zapatos de trabajo que los muchachos usaban por económicos y duraderos.

 

Cazaban lagartijas en sus expediciones, pero no tenían el valor para matarlas una vez en sus manos. Eran unos reptiles preciosos, grises como el cemento, de ojos rojos lustrosos y diminutas manchas negras repartidas por el cuerpo. Confiados y lentos, a diferencia de las lagartijas comunes, sus primos de la ciudad, estos especímenes del llano eran presa fácil para los tres muchachos. Era satisfacción suficiente para el trío de amigos aquel momento en que la lagartija dejaba la cola lejos de su cuerpo, como si fuera una simple prenda de vestir. La maravilla del apéndice moviéndose como si estuviera vivo y luego el ver a su antiguo dueño coger carrera y escapar entre las piedras.

 

–¿Y se mueren? –preguntó una vez Francisco, asustado.

Era un chico delgado, de cabello pajizo rubio, orejas grandes y dientes frontales de gran tamaño, suspendido en esa edad en que los muchachos no acaban de tener forma. Un muchacho compasivo, una buena persona, un poco bruto en general. Francisco, víctima como sus otros dos amigos de la educación pública federal, desconocía por completo las prevenciones no teleológicas de la selección natural. El misterio glorioso de la regeneración de los reptiles.

–Nah, estás loco. He visto muchas lagartijas sin cola rondar por ahí. Incluso he visto algunas trasparentes. Son animales indestructibles –dijo Adán alzando al aire su dedo admonitorio, que despejaba en ellos cualquier duda.

Cuando caía la noche regresaban al barrio para vagabundear entre sus calles. Horas y horas en las que la plática se extendía en todas direcciones y sin ningún sentido, tendidos panza arriba en alguna banqueta aún cálida por el sol del día que había pasado, mirando las estrellas. Hablaban de niñas de la escuela, de cuánto odiaban a sus profesores, de cómo temían a los muchachos del otro barrio. Adán, más fuerte que los otros dos, con la piel curtida y morena, la barbilla pronunciada y las venas muy marcadas en las manos, siempre estaba dispuesto a decir alguna fanfarronada para darse importancia, o tal vez para tranquilizar a sus amigos:

 

–Miriam me dijo que yo le gustaba, pero a mí no me gustan las morenas….

O algo como:

–El profesor Cosgaya es un pendejo, puro pendejo. Le voy a reventar las llantas del coche. No sabe nada de matemáticas y es un pervertido, sólo quiere estar con las niñas.

Después, cuando la noche se espesaba, se podían de pronto escuchar los gritos respectivos de las madres que llamaban a sus hijos, como el sonido distintivo de algún animal salvaje:

–¡Javieeer…!

Y allá iba el invocado, corriendo al lado de su madre. El bueno de Javier, un muchacho alto y fornido, más alto que Adán a pesar de ser de menor edad, pero bastante tímido y encogido en sus gestos, como si quisiera pasar desapercibido, posición que lo hacia parecer más débil que su amigo. Y para efectos prácticos era más débil. Caminaba con la espalda muy encorvada, la vista gacha y escurridiza, incapaz de mirar a los ojos a ninguna persona por más de un segundo.

 

–¡Franciscooo…!

Y allá iba el otro amigo.

Pero a Adán nadie lo llamaba, nadie gritaba su nombre en la noche. Se quedaba hasta el final, olvidado y renuente, y entonces se iba a su casa caminando muy despacio, pateando piedras y a oscuras, entretenido en silbar alguna canción solitaria. Ese par de cuadras en la noche que tantas veces cruzó a solas. El infinito aislamiento de su ser caminando sobre el negro pavimento. La felicidad de ese silbido como reafirmación de sí mismo, confirmación solitaria de su propia existencia.

Un día no llegó a su casa. No pudo, quién sabe cómo ni porqué, caminar esas dos simples cuadras de regreso. Y sus amigos, sus enamorados, nunca lo volvieron a ver. La caja de cedro que transportó su cuerpo rumbo al panteón municipal iba sellada para cubrir con pudor el rostro que sabían destrozado por las balas. Su padre callaba, sus hermanas callaban, el más pequeño de los hermanos ni siquiera en- tendía qué estaba sucediendo, llevado rastras al primero de los funerales que marcan, uno tras otro, las vidas de los seres humanos. El funeral de su hermano.

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