Un perfil del pianista, bailarín y coreógrafo que celebra tres décadas de vida de Aksenti, compañía de danza que fundó en 1991
Ana León / Ciudad de México
Era el año de 1963 en la ciudad de Detroit, Michigan, en EEUU, cuando Duane Cochran tomó su primera lección de piano. Su abuela había conseguido que un maestro, que vivía en el mismo edificio que ella, enseñara al pequeño curioso, que cuando su madre tocaba, en puntas de pie, se acercaba al piano y trataba de imitarla, de tocar a cuatro manos. Ese pequeño gesto cambió todo. A partir de ese día se mudó a la casa de su abuela para tomar las lecciones de piano cada día por diez años, hasta que entró a la universidad de la ciudad que lo vio nacer y de la que se graduó con honores como pianista de concierto.
No sería la primera vez que se mudaría de casa, ese gesto casi nómada, que marcó su niñez y los primeros años de su vida adulta le viene de familia. Provenientes de la isla de Guadeloupe —en el Caribe, parte de las Antillas, una isla de habla francesa—, sus padres llegaron a EEUU como refugiados. Empezaron de cero y tuvieron hijos a muy temprana edad. Así que la economía trazaría el mapa de los varios hogares que habitaron siempre en la misma ciudad.
Duane nació en un sótano la madrugada de un 15 de febrero. Eran las cinco de la mañana y no había médicos cerca; sin embargo, su llegada al mundo fue relativamente fácil.
–Supe hasta hace poco, hace unos años, justo antes de que falleciera mi mamá, yo le pregunté, –oye, mamá, ¿a qué horas nací y cómo fue? Entonces me empezó a contar, como soy el mayor, que nací como a las cinco de la mañana. Mi papá y mi mamá eran muy pobres y eran muy chavos, ¡mi mamá tenía 17 años cuando yo nací! Y mi papá creo que 24 o una cosa así, estaban comenzando y además refugiados, negros… te puedes imaginar.
No hubo mucho drama. Ella sintió “un malestar” y de pronto el bebé salió. Luego llegaría un médico para cortar el cordón umbilical y listo. Duane recuerda que su madre le contó que aquella mañana veía a la gente pasar, sólo piernas y zapatos, pues la ventana estaba a la altura de la calle, caminaban haciendo su vida como cualquier día, mientras ella se encontraba con un ser totalmente nuevo.
Fue el mayor de seis hermanos, cuatro varones y dos mujeres. Todos crecieron en una casa de mucho amor, pero también de mucha motivación. Su madre era una lectora voraz, con una educación «como de princesa», cuenta Duane, porque aunque su abuela se dedicara a limpiar casas de judíos ricos…
–Todo era para que mi mamá creciera con una educación culta. Era una lectora tremenda y tocaba el piano, por eso yo aprendí a tocar el piano. No de ella, pero la escuché toda mi infancia.
Lectora voraz, se preocupó por la forma en la que hablaban sus hijos, que lo hicieran bien.
–No del gueto
Y de su padre siempre estuvo el gusto por el deporte, pues dice que ambos eran muy atléticos. Él lo cuenta así, que sus padres les decían a él y a sus hermanos y hermanas, que tenían que trabajar mucho. Que tenían que trabajar el doble que la persona normal, porque había mucha desigualdad, mucha injusticia. Hoy, a pesar de la distancia —él acá y ellos allá, en diferentes ciudades— y que su madre murió hace un par de años, el vínculo familiar es tremendamente fuerte.
–Claro que yo fui el único en las artes y obviamente mis hermanos y todos tenían que ir a mis conciertos. Se aguantaron mis berrinches cuando no ganaba un concurso o quedaba en segundo lugar. Yo era medio berrinchudo y muy… ¿cómo se dice?, exigente. Y un poco competitivo… un poquito.
Ese ser competitivo lo vuelve también curioso e inquieto. Es así como de pronto, mientras toca el piano imágenes de bailarines venían a su mente, movimientos, y mientras más tocaba las imágenes seguían llegando. Hasta que decidió que parte de su tiempo lo dedicaría a tomar clases de danza. Estaba en sus años de preparatoria, una preparatoria enfocada en las artes, y aunque el piano era el camino que había decidido seguir, viró un poco.
–Antes mis papás no me dejaban. Mi mamá simplemente porque pensaba que yo lo necesitaba, y mi maestro le dijo también que yo tenía que dedicar cien por ciento mi tiempo al piano, porque la idea era que yo fuera de los primeros negritos con renombre a nivel internacional. Siempre fui muy inquieto y muy curioso. Pero ya en la preparatoria no me pudieron controlar, entonces tomaba mis clases sin que ellos supieran.
Sin intención de profesionalizarse, cuando Duane terminó la carrera de pianista de concierto —que cursó con una beca completa en la Universidad de Michigan—, sus padres le dieron como regalo un viaje y él, a diferencia de muchos de sus compañeros que querían ir a Europa, decidió venir a México, en específico a Jalapa (Veracruz), donde se encontraría con unos amigos que ya vivían allá y trabajaban en la Sinfónica de la ciudad. El viaje que duraría sólo dos semanas, no fue lo que esperaba.
–Fui a Jalapa con una maleta de vacaciones para dos semanas y que me van dando trabajo ahí. Y dije, ay pues me quedo dos meses y ya me regreso a Julliard en septiembre. Pues me quedé y llegó septiembre y yo estaba muy a gusto, porque México me puso un mejunje o algo [ríe], no sé. Entonces en septiembre, pues ya no regresé.
Duane tenía media beca en Julliard, una de las escuelas de arte más prestigiosas en todo EEUU.
–¿Ya no regresaste por tu beca?
–No.
–¿Y no te arrepentiste nunca?
-Nunca. No me he arrepentido ni un poquito. Para nada, nunca. Viví estos años aquí en México al máximo. Aventuras, amores… bueno.
Y se quedó.
Los primeros tres años en México, los pasó en Jalapa, luego se mudó al puerto y ahí pasó dos años más. Su siguiente parada sería Toluca, ocho o nueve meses con la Sinfónica del Estado de México, con Enrique Batis. Luego a Batis le dieron la Filarmónica de la Ciudad de México y él llevó a ciertos músicos, entre ellos a Duane. Eran principios de los años ochenta.
Aunque no dejó de tomar clases, su atención estaba más en el piano —pues tiempo después también formaría parte de la OFUNAM—, pero un punto de quiebre personal lo hizo retomar con más disciplina su entrenamiento. En aquellos años Duane vivía en la colonia Nápoles y en el trayecto que hacía de su casa a la parada del transporte público, cruzaba por un estudio de danza: Ballet Danza Estudio, la compañía de Bernardo Benítez.
Los años ochenta fueron una buena época para la danza contemporánea en México. Florecieron compañías como Ballet Nacional, Ballet Teatro del Espacio y Ballet Independiente.
–Fueron las tres mega, mega compañías. Y había compañías independientes: Danza Estudio, de Bernardo; Cuerpo mutable, de Lidia Romero y etcétera.
Así que entró, preguntó y se quedó.
–No decía escuela de danza ni nada, pero tú luego, luego notas cuando ves a bailarines que entran y salen, porque todos están, así, hermosos y esbeltos, como felinos.
Y comenzó a tomar clases mientras ya era miembro de las filarmónicas. Hasta ese entonces la danza seguía siendo una actividad secundaria que hacia con mucho rigor, pero sin intención de ir más allá, de ser un profesional. Es hasta que Bernardo Benítez lo invita a unirse a su compañía que el camino se bifurca.
–El maestro llega y me pregunta, después de un año de tomar clases con él: Duane, no sé qué tan importante es la música para ti, pero yo quisiera que bailaras en mi compañía. Dije, ¡¿qué?! Me fui así, de pecho arriba… A partir de ahí me cambió todo. Yo no tenía ni por acá, en la mente, bailar. Entonces dije, si él dice que lo puedo hacer, ¡lo voy a hacer!
–Me maté tomando dos clases diarias, los ensayos… Aparte la filarmónica, los conciertos, no tuve, y de hecho no tengo, tiempo para nada. Por eso se me olvidan las entrevistas [ríe].
Y es que para lograr esta conversación, un par de meses atrás, hubo dos intentos fallidos.
No bailó muchos años como profesional y su transición a la coreografía fue también algo más o menos azaroso como su llegada a la danza profesional. Una situación personal de Bernardo hizo que no estuviera durante un tiempo tan atento a la compañía. Fue en aquellos días que decidió entrar al Premio INBA-UAM. Era el año 1991. Cuenta Duane que fue Leticia Pliego quien, sin querer, lo animaba a que creara una coreografía.
–¡Estás loca!, le dijo. Si apenas puedo hacer un tendu, mucho menos una coreografía.
Pero lo hizo.
–Decidí entrar al premio INBA-UAM porque en esa época, hace treinta años, no se requería experiencia. Cualquiera podía meter sus papeles, solicitud y entrabas. Entré con la primera obra que había hecho en mi vida (Lazos) y dio la casualidad de que nos dieron el primer lugar. Cuando dijeron mi coreografía, abrí los ojos así, como ¡¿que, qué?! Y la gente riéndose porque me sorprendió totalmente. ¡¿Cómo se les ocurre! ¿A quién se le ocurre?… Pero bueno.
–Yo no tenía a Aksenti en mis planes para nada. Y hasta que ganamos el premio pensé “tengo que hacer algo con esta presea”. Y pues ya, así fue que empecé a trabajar con la compañía y pues ya vamos a cumplir treinta años.
Desde hace un año o más, Duane y Aksenti están de fiesta. No es pecata minuta que una compañía de danza contemporánea sobreviva tantos años. Si bien cuando el pianista fue bailarín se pasaba por una, podríamos decir, época de oro de la danza contemporánea en la Ciudad de México —porque no en todo el país, la cultura sigue siendo bastante centralizada—, eso no duró mucho. El gremio de la danza es de los más abandonados en este país, sin prestaciones de ley, dando clases aquí y allá para poder bailar, sin una certeza laboral. Y si a eso agregamos que la vida profesional de un bailarín es muy corta, no la tienen fácil.
Rodolfo Aguilera, es el bailarín que ha permanecido más años en Aksenti, casi veinte y es además, no solo colega y compañero de andanzas, también entrañable amigo para Duane.
—Él se sabe los papeles de todos. Yo monto y ya, me olvido de los pasos. No me acuerdo. Nada más lo veo y me gusta o no me gusta.
Estos días su memoria está más viva que nunca. Para celebrar las tres décadas de vida de Aksenti, a finales del año pasado lanzó una serie de siete episodios, Andanzas y Remembranzas. XXX Años de Aksenti Danza. En ella, junto a todos los miembros que han sido parte de esta historia recuerda anécdotas, procesos, coreografías, ensayos. Un verdadero archivo de la historia de la danza desde los ochenta a la actualidad hay allí.
Aunque este gigante —mide poco más de 1.80m— ha tenido muy buena estrella y más aún, ha trabajado bastante, no todo ha sido tan fácil. Durante treinta años se ha enfrentado a la burocracia cultural y sus cambios de humor sexenales.
–Ha sido muy difícil. De los treinta años que tengo con la compañía, hablando de los apoyos, he tenido que poner de mi dinero. No ha sido remunerable para mí. Siempre busco la manera de que mis bailarines y mi equipo estén bien, porque bien o mal, pues yo tengo la música, tengo mi sueldo en las orquestas. Pero sí llega a cansar. He estado a punto de desistir. Cada que llega a alguien nuevo tienes que ir con tus papelitos casi, casi que a mendigar, porque no te conocen, no conocen a la gente. […] Actualmente hay personas que tiene cargos altos ¡y no conocen a sus artistas! Y lo que no entienden los gobiernos —y no sólo aquí, por supuesto— es que el arte y la cultura son esenciales. […] Mis bailarines están matándose y dando mil clases de pilates, de yoga, para poder bailar y, aparte, la vida de un bailar es corta, buenos son quince años, ¡eso es nada! Veinte, si te cuidas bien y no te has lastimado horrible. Sí hago un llamado a las autoridades, ayúdenos, sobre todo a los bailarines. Los actores también están mal, pero no tan mal. Los músicos están mejor todavía, pero todos estamos en condiciones paupérrimas.
Duane sigue poniéndose nervioso antes de salir al escenario, ya sea para tocar el piano o bailar. Contiene la respiración un momento antes. Una punzada le cruza el estómago. Después sólo hay goce.
–No veo mi vida sin la danza o sin ninguna de las dos cosas. Y también me metí un poquito a la actuación. Y he tenido la suerte de poder trabajar con unos grandes actores y grandes directores de teatro. Y películas también. Siento que todo es parte de una sola expresión, si se puede decir. No veo mi vida obviamente sin la música, que para mí la música es la base de todo, a lo mejor es un poco egoísta de mi parte, pero así lo siento; y el movimiento corporal, la expresión corporal… un movimiento maravilloso; y la actuación, la dramaturgia, la palabra… todo, todo me es como uno. Se mezcla y es una entidad.
Imagen tomada de la cuenta de Facebook del artista / © Salatiel Figueroa