Esta serie surge a partir de la emergencia y de la necesidad de saber. Pedimos a algunas personas que nos compartieran sus experiencias de vida en estos días de crisis y algunas fotografías
París (N22/Redacción).- Melissa y Manuel viven en París desde hace casi dos años. Ambos estudian y trabajan. Ella estudia una maestría en Estudios Anglófonos y trabaja como recepcionista en un estudio de pilates. Él, estudia Letras y trabaja en una librería. La modalidad bajo la que trabaja Melissa se denomina auto-entrepreneur, es decir, una especie de freelance cuya paga está determinada por las horas que labora. Manuel gana en CDI, que es un contrato con salario, pero el sueldo que percibe es menor. Así que, durante la cuarentena, se verán un poco en aprietos si la situación del país no cambia pronto, según me cuenta Melissa.
A continuación compartimos su testimonio.
-Lo que más me perturba de la pandemia no es su extrañeza, sino lo que resulta familiar. El metro que huele mal, las filas lentas en el súper, las tiendas y sus vitrinas. La coexistencia de una realidad urbana banal con la amenaza inminente de un virus en plena expansión global parece ser tomada de tantas ficciones distópicas que hemos leído y visto en pantalla.
En el metro, un nuevo anuncio: una voz plácida automatizada daba a conocer la alerta sobre el coronavirus y las precauciones que debíamos tener en cuenta. La sensación de déjà vu me dejó intranquila, aunque por fuera intenté, como todos, hacer notar mi indiferencia imperturbable de citadina cosmopolita.
Quince días antes del discurso del presidente Emmanuel Macron del jueves pasado [12 de marzo], el coronavirus ya estaba en las redes. Era claro bueno, para algunos, que se trataba de una crisis. Sin embargo, no se va esa sensación de que ésta es una de las tantas crisis a las que nos estamos acostumbrando.
Mis familiares en Miami aprovechaban las imágenes de la cuarentena en China para denunciar al socialismo. Donald Trump aprovechó la oportunidad para acusar a los medios de un complot. Los mercados financieros daban saltos incomprensibles. Se hicieron memes, a veces nos reímos. Lo de siempre.
El miedo era para los neuróticos, o así se sentía en las calles de París. Pareciera que la única respuesta socialmente aceptable fuera el racismo. Los restaurantes asiáticos y el Barrio Chino de París se vaciaron mientras las terrazas de siempre iluminaban las noches con bullicio y cigarrillos.
La noche posterior a la que cerraran las escuelas en todo el país asistí a una pequeña fiesta con amigos del trabajo. Entre sonrisas y copas de vino, se ensayaba una normalidad tensa, enfática. Ya no nos saludamos con el doble beso francés y nos despedimos con un «hasta quién sabe cuando». De regreso me encontré reprimiendo una tos inocente en el metro y los que se dieron cuenta me miraron de reojo. Un día después se anunció que se cerraban todos los negocios salvo las farmacias y los supermercados.
Después de meses grises y lluviosos, hoy salió un sol brillante. Salí a correr al parque aprovechando que todavía se puede. Entre corredores nos intercambiamos miradas directas y francas desbordadas de asombro y ansiedad. Mantuvimos distancia. Entré al súper porque necesitaba una infusión para poder dormir. Mientras escribo esto no sabemos qué otras medidas tomará el gobierno. Hoy fueron las elecciones municipales y una vez cumplido el rito democrático en redes empiezan a circular rumores de que habrá toque de queda a partir del miércoles. Además de la ansiedad, los días pasan lento encerrados en un estudio de treinta metros cuadrados.