Una obra que marcó un antes y un después en la vida de su autora, destaca pianista; este título forma parte de la colección Vindictas, publicada por la UNAM
Ciudad de México (N22/Redacción).- Sobre este texto, su prologuista, la también escritora Claudina Domingo escribe: «Decía Kierkegard que “el amor es la expresión del que ama, no del amado”. Minotauromaquia es la expresión del amor tras la pérdida del ser amado, no evaporado en la decadencia de una relación, sino arrancado en el apogeo de la emoción amorosa: el hacha hincada en el árbol verde y floreciente. Minotauromaquia es una reflexión, a medio camino entre el ensayo, la prosa y la poesía, de ese amor raptado que puebla el pensamiento y la emoción de una yo lírica exaltada que, sin embargo, no deja de advertir la parodia del comportamiento de hombres y mujeres en el amor, con el amor.»
Aquí un fragmento de esta novela compartido por Publicaciones Fomento Editorial UNAM.
III. PEREGRINAJES I:
PARÍS DE LOS SUEÑOS
El proyecto metropolitano devino en
necropolitano.
GEORGES VERPRAET
Hay un octubre que no cicatriza.
Señor de fabulaciones y confabulaciones, recuerda que, mesa de ajedrez de
por medio, colérico, blandiendo el rey negro de una partida pospuesta, dijiste: “Te prohíbo terminantemente que seas débil y renuncies a ese viaje.”
Así pues…
***
Disolvencia a París.
Las iniciaciones ocurren invariablemente bajo tierra, siempre por debajo del nivel usual de la conciencia. El acceso a la ciudad-luz solo se gana mediante el descenso a la sórdida red de su sistema nervioso: el tren metropolitano. Neuronas receptoras, las estaciones acogen la incesante afluencia de ese estímulo externo que son los pasajeros; con esa peculiar eficacia química que conoce de la infinita gama de las claves moleculares, los clasifican, distribuyen y remiten hacia sus correspondientes circuitos de reacción, para liberarlos al fin –transformados unos, incólumes otros– en la meta adecuada.
En el metro, mi problema es la arritmia: soy un estorbo que se detiene, imantado, ante los planos del inframundo parisino. Repito, invoco para mis adentros los nombres cabalísticos: Porte d’Orléans, Alésia, Mouton-Duvernet, Denfert-Rochereau, Raspail, Montparnasse-Bienvenue, St. Placide, St. Sulpice, St. Germain-des-Prés, Odéon, St. Michel. Dichos sin mayores implicaciones resultan sedantes. Más que dar una orientación, más que otorgar una ubicación inequívoca, apaciguan la duda de ser con un “estoy en la Cité, luego existo”.
Pero a poco me asalta el terror ante aquellos nombres sobresalientes en que se anudan infinitas posibilidades de correspondencia. Y a mi pesar adquieren un relieve, un significado: el de la transpiración que rezuma un cadáver en la morgue. ¿Soy yo quien opera esos botones de luces azules, rojas, solferino, amarillo, que proponen a la exploración del bisturí itinerarios de la más descabellada autopsia histórica?
* * *
Más que los ramilletes de anémonas en los puestos de flores, amo los ramilletes de viejecitas que se sientan en las bancas del parque Montsouris bajo el arco voltaico de un sol helado, con un anuncio de primavera en sus sombreros de fieltro color cereza, color humo, color de lis…
* * *
Aprendo a formar parte del dócil ganado subterráneo; a compartir en trayectos bochornosos el sudor agrio de un invierno común; a tomar, como referencia del espacio recorrido, la disminución de la asfixia. A repetir sin omisiones el rosario: DUBO… DUBON… DUBONNET… pintado en las paredes de los túneles entre estación y estación con letras amarillas (lis de oro) sobre una franja cobalto (campo azur): leve modificación heráldica.
De pronto me fustiga un brutal latigazo eléctrico, la descarga de un recuerdo al que se suceden sin misericordia muchos otros: tu rostro iracundo, el bulto de tu ropa junto a la cama, el rey negro en el tablero de ajedrez, tu última carta. Una anciana me observa: sus inmutables ojos claros de campesina bretona reconocen la convulsión interna del árbol alcanzado por el rayo veraniego, que sin arder se carboniza emanando un olor a savia amarga, a quemazón de lágrimas. Piedad es saber aceptar la impotencia propia y ajena.
DUBO… DUBON… DUBONNET. Entre dos focos rojos, el cruce de caminos de la eternidad.
* * *
Dicen que aunque coja, la perra en brama bajó las escaleras como una flecha. Tras ella se precipitaron cuatro o cinco machos, clamando roncamente por la primacía de la cópula. De momento, lo insólito del caso nos impidió reaccionar, tanto a los que esperábamos el metro como a los jefes de estación. Y cuando por fin alguien comprendió, la perra ya había saltado al canal de los rieles seguida por los perros y, perdiendo todo instinto de conservación en el preclímax sexual, se había lanzado en frenética embestida contra la gruesa madeja de cables de alta tensión que se columpiaban entre dos grapas de hierro; al espasmo de la hembra electrocutada se sucedieron uno tras otro cinco espasmos, cuyo aullido breve fue ahogado por la llegada del tren, que arrolló los cadáveres…
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Cadáveres de las ejecuciones secretas de la época de los Luises que el verdugo arrojaba a la cisterna que comunica directamente con el fondo del Sena, allí mismo, amor, allí donde está la sofisticada cave “Paris des Rêves” en que te compro libros y curiosidades.
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Llueve. Sola, con la frente apoyada en la ventana del balcón de un séptimo piso, mirando más allá de la lluvia un cementerio que Mondrian no pudo pintar porque le faltó invierno a su paleta y sol muerto a su alma, una mujer te llama. ¿Dónde termina su piel y empieza la del vidrio? ¿Dónde termina la piel del vidrio y empieza la de la lluvia? ¿Hasta dónde se prolonga esa visión empañada por expectaciones sin respuesta? ¿Por qué, por qué el amor femenino ha de tener por todo sostén tan frías, tan húmedas y tan vastas transparencias?
* * *
¿Por qué no contestas mis cartas? ¿Por qué no me das ni el más leve indicio del terreno que pisa mi ternura?
Perdona esta indignación. Perdona que a veces te odie, amor, y me rebele.
Perdona que al filo de la madrugada, antes de que las palomas empiecen a descolgar bandadas de columpios invisibles de tejado a tejado, me pregunte qué hace tan desdeñable el dolor femenino y tan trascendente el masculino. Que en el hombre pase por historia lo que en la mujer pasa solo por histeria.