«Blanco nocturno» (fragmento)

Como parte de su colección Compactos50, Anagrama reedita esta novela de Ricardo Piglia que es habitada por su heterónimo Emilio Renzi y otros personajes que pueblan sus novelas, como el comisario Croce

Ciudad de México (N22/Redacción).- Editorial Anagrama nos comparte un fragmento de esta novela del escritor e imprescindible Ricardo Piglia (Adrogué, 1940-Buenos Aires, 2017), que hoy en su portada lleva una ilustración de Jorge Alderete y sobre la que Marta Sanz escribe lo siguiente:

«Todo es según lo que sabemos antes de ver.» Esa es la clave. Se lo dice el comisario Croce a Emilio Renzi, periodista, escritor y habitante de novelas, el heterónimo de Piglia, mientras le muestra el dibujo de un pato que, según se mire, puede ser conejo. «Les enseñaré a distinguir», añade. De sus palabras deducimos que conocer es reconocer. No importan las primeras veces, sino las segundas. Estamos en los años setenta. Piglia/Renzi/Croce asisten a la penetración de Estados Unidos en la Argentina, y al protagonismo de ese dinero que tantas desgracias ocasiona. Por acá pulula Perón. Aún no ha llegado el exterminio en masa: desaparecidos, niños robados, torturas. O sí. Miro a Piglia como si fuese un Borges ético que no ha caído en las hilarantes garras del escepticismo.

En Blanco nocturno hay un disparo. También un oxímoron. Piglia enciende la bombilla cuando estamos dormiditos. Nos despierta. Muestra las maquinaciones del cuarto de atrás de la realidad y de la literatura, mientras atrapa un destello que, en su exaltación retórica y su verdad desasosegante, hace daño y luego, como las luces quirúrgicas, cauteriza y repara el mal.»      

La experiencia es una lámpara tenue que sólo ilumina a quien la sostiene.

Louis-Ferdinand CéLine

1

Tony Durán era un aventurero y un jugador profesional y vio la oportunidad de ganar la apuesta máxima cuando tropezó con las hermanas Belladona. Fue un ménage à trois que escandalizó al pueblo y ocupó la atención general durante meses. Siempre aparecía con una de ellas en el restaurante del Hotel Plaza pero nadie podía saber cuál era la que estaba con él porque las gemelas eran tan iguales que tenían idéntica hasta la letra. Tony casi nunca se hacía ver con las dos al mismo tiempo, eso lo reservaba para la intimidad, y lo que más impresionaba a todo el mundo era pensar que las mellizas dormían juntas. No tanto que compartieran al hombre sino que se compartieran a sí mismas.

Pronto las murmuraciones se transformaron en versiones y en conjeturas y ya nadie habló de otra cosa; en las casas o en el Club Social o en el almacén de los hermanos Madariaga se hacía circular la información a toda hora como si fueran los datos del tiempo.

En ese pueblo, como en todos los pueblos de la provincia de Buenos Aires, había más novedades en un día que en cualquier gran ciudad en una semana y la diferencia entre las noticias de la región y las informaciones nacionales era tan abismal que los habitantes podían tener la ilusión de vivir una vida interesante. Durán había venido a enriquecer esa mitología y su figura alcanzó una altura legendaria mucho antes del momento de su muerte.

Se podría hacer un diagrama con las idas y venidas de Tony por el pueblo, su deambular somnoliento por las veredas altas, sus caminatas hasta las cercanías de la fábrica abandonada y los campos desiertos. Pronto tuvo una percepción del orden y las jerarquías del lugar. Las viviendas y las casas se alzan claramente divididas en capas sociales, el territorio parece ordenado por un cartógrafo esnob. Los pobladores principales viven en lo alto de las lomas; después, en una franja de unas ocho cuadras está el llamado centro histórico(1) con la plaza, la municipalidad, la iglesia, y también la calle principal con los negocios y las casas de dos pisos; por fin, al otro lado de las vías del ferrocarril, están los barrios bajos donde muere y vive la mitad más oscura de la población.

La popularidad de Tony y la envidia que suscitó entre los hombres podría haberlo llevado a cualquier lado, pero lo perdió el azar, que fue lo que en verdad lo trajo aquí. Era extraordinario ver a un mulato tan elegante en ese pueblo de vascos y de gauchos piamonteses, un hombre que hablaba con acento del Caribe pero parecía correntino o paraguayo, un forastero misterioso perdido en un lugar perdido de la pampa.

–Siempre estaba contento –dijo Madariaga, y miró por el espejo a un hombre que se paseaba nervioso, con un rebenque en la mano, por el despacho de bebidas del almacén–. Y usted, comisario, ¿se toma una ginebrita?

–Una grapa, en todo caso, pero no tomo cuando estoy de servicio –contestó el comisario Croce.

Alto, de edad indefinida y cara colorada, de bigote gris y pelo gris, Croce masticaba pensativo un cigarro Avanti mientras caminaba de un lado al otro, pegando con el rebenque contra la patas de las sillas, como si estuviera espantando sus propios pensamientos, que gateaban por el piso.

–Cómo puede ser que nadie lo haya visto a Durán ese día –dijo, y los que estaban ahí lo miraron callados y culpables.

Después dijo que él sabía que todos sabían pero nadie hablaba y que andaban pensando macanas por el gusto de buscarle cinco patas al gato.

–De dónde habrá salido ese dicho –dijo, y se detuvo intrigado a pensar y se extravió en el zigzag de sus ideas, que se prendían y se apagaban como bichos de luz en la noche. Sonrió y empezó a pasearse de nuevo por el salón–. Igual que Tony –dijo, y recordó una vez más su historia–. Un yanqui que no parecía yanqui pero era un yanqui.

Tony Durán había nacido en San Juan de Puerto Rico y sus padres se fueron a vivir a Trenton cuando él tenía cinco años, de modo que se había criado como un norteamericano de Nueva Jersey. De la isla sólo recordaba que su abuelo era un gallero y que lo llevaba a las riñas los domingos y también se acordaba de los hombres que se cubrían los pantalones con hojas de periódico para evitar que la sangre que chorreaba de los gallos les manchara la ropa.

Cuando vino aquí y conoció un picadero clandestino en Pila y vio a los peones en alpargatas y a los gallitos pigmeos haciendo pinta en la arena, empezó a reírse y a decir que no era así como se hacía en su país. Pero al final se entusiasmó con la bravura suicida de un bataraz que usaba los espolones como un boxeador zurdo de peso liviano usa sus manos para salir pegando del cuerpo a cuerpo, veloz, mortífero, despiadado, buscando sólo la muerte del rival, su destrucción, su fin, y al verlo Durán empezó a apostar y a entusiasmarse con la riña, como si ya fuera uno de los nuestros (one of us, para decirlo como lo hubiera dicho el mismo Tony).

–Pero no era uno de los nuestros, era distinto, aunque no fue por eso que lo mataron, sino porque se parecía a lo que nosotros imaginábamos que tenía que ser –dijo, enigmático como siempre y como siempre un poco volado, el comisario–. Era simpático –agregó, y miró el campo–. Yo lo quería –dijo el comisario, y se quedó clavado en el suelo, cerca de la ventana, la espalda apoyada contra la reja, hundido en sus pensamientos.

A la tarde, en el bar del Hotel Plaza, Durán solía contar fragmentos de su infancia en Trenton, la gasolinera de su familia al costado de Route One, su padre que tenía que levantarse a la madrugada a despachar nafta porque un coche que se había desviado de la ruta tocaba la bocina y se oían risas y música de jazz en la radio y Tony se asomaba medio dormido a la ventana y veía los veloces autos carísimos, con las rubias alegres en el asiento de atrás, cubiertas con sus tapados de armiño, una aparición luminosa en medio de la noche que se confundía –en la memoria– con fragmentos de un film en blanco y negro. Las imágenes eran secretas y personales y no pertenecían a nadie. Ni siquiera recordaba si esos recuerdos eran suyos, y a Croce a veces le pasaba lo mismo con su vida.

–Soy de aquí –dijo de pronto el comisario como si hubiera despertado– y conozco bien el pelaje de los gatos y no he visto nunca uno que tuviera cinco patas, pero me puedo imaginar perfectamente la vida de este muchacho. Parecía venir de otro lado –dijo sosegado Croce–, pero no hay otro lado. –Miró a su ayudante, el joven inspector Saldías, que lo seguía a todos lados y aprobaba sus conclusiones–. No hay otro lado, todos estamos en la misma bolsa.

Como era elegante y ambicioso y bailaba muy bien la plena en los salones dominicanos del Harlem hispano de Manhattan, Durán entró de animador en el Pelusa Dancing, un café danzante de la calle 122 East a mediados de los años sesenta, cuando recién había cumplido los veinte años. Ascendió rápido porque era rápido, porque era divertido, porque estaba siempre dispuesto y era leal. Al poco tiempo empezó a trabajar en los casinos de Long Island y de Atlantic City.

Todos en el pueblo recordaban el asombro que les provocaban las historias que contaba de su vida en el bar del Hotel Plaza, tomando gin-tonic y comiendo maníes, en voz baja, como si fuera una confidencia privada. Nadie estaba seguro de que esas historias fueran verdaderas, pero a nadie le importaba ese detalle y lo escuchaban agradecidos de que se sincerara con los provincianos que vivían en el mismo lugar donde habían nacido y donde habían nacido sus padres y sus abuelos y sólo conocían el modo de vida de tipos como Durán por lo que veían en la serie policial de Telly Savalas que pasaban los sábados a la noche en la televisión. Él no entendía por qué querían escuchar la historia de su vida, que era igual a la historia de la vida de cualquiera, había dicho. «No son tantas las diferencias, hablando en plata –decía Durán–, lo único que cambia son los enemigos.»

Después de un tiempo en el casino, Durán amplió su horizonte conquistando mujeres. Había desarrollado un sexto sentido para adivinar la riqueza de las damas y diferenciarlas de las aventureras que estaban ahí para cazar algún pajarito con plata. Pequeños detalles atraían su atención, cierta cautela al apostar, la mirada deliberadamente distraída, cierto descuido en el modo de vestir y un uso del lenguaje que asociaba de inmediato con la abundancia. Cuanto más dinero, más lacónicas, era su conclusión. Tenía clase y habilidad para seducirlas. Siempre las contradecía y las toreaba, pero a la vez las trataba con una caballerosidad colonial que había aprendido de sus abuelos de España. Hasta que una noche de principios de diciembre de 1971 en Atlantic City conoció a las mellizas argentinas.

Las hermanas Belladona eran hijas y nietas de los fundadores del pueblo, inmigrantes que habían hecho su fortuna cuando terminó la guerra contra el indio y tenían campos por la zona de Carhué. Su abuelo, el coronel Bruno Belladona, había llegado con el ferrocarril y había comprado tierras que ahora administraba una firma norteamericana, y su padre, el ingeniero Cayetano Belladona, vivía retirado en la casona de la familia, aquejado de una extraña enfermedad que le impedía salir pero no controlar la política del pueblo y del partido. Era un hombre desdichado que sólo sentía devoción por sus dos hijas mujeres (Ada y Sofía) y que había tenido un conflicto grave con sus dos hijos varones (Lucio y Luca), a los que había borrado de su vida como si nunca hubieran existido. La diferencia de los sexos era la clave de todas las tragedias, pensaba el viejo Belladona cuando estaba borracho. Las mujeres y los hombres son especies distintas, como los gatos y los caranchos, ¿a quién se le ocurre hacerlos convivir? Los varones quieren matarte y matarse entre ellos y las mujeres quieren meterse en tu cama o, en su defecto, meterse juntas en cualquier catre a la hora de la siesta, deliraba un poco el viejo Belladona.

Se había casado dos veces y había tenido a las mellizas con su segunda mujer, Matilde Ibarguren, una pituca de Venado Tuerto más loca que una campana, y a los varones con una irlandesa de pelo colorado y ojos verdes que no soportó la vida en el campo y se escapó primero a Rosario y después a Dublín. Lo raro es que los varones habían heredado el carácter desquiciado de su madrastra mientras que las chicas eran iguales a la irlandesa, pelirrojas y alegres que iluminaban el aire en cuanto aparecían. Destinos cruzados, lo llamaba Croce, los hijos heredan las tragedias cruzadas de sus padres. Y el escribiente Saldías anotaba con cuidado las observaciones del comisario, tratando de aprender los usos y costumbres de su nuevo destino. Recién trasladado al pueblo por pedido de la fiscalía, que buscaba controlar al comisario demasiado rebelde, Saldías admiraba a Croce como si fuera el mayor pesquisa (2) de la historia argentina y recibía con seriedad todo lo que le decía el comisario, que a veces, en broma, lo llamaba directamente Watson.

De todos modos, las historias de Ada y Sofía por un lado y de Lucio y Luca por el otro se mantuvieron alejadas durante años, como si formaran parte de tribus distintas, y sólo se unieron cuando apareció muerto Tony Durán. Había habido una transa de dinero y parece que el viejo Belladona tuvo algo que ver con un traslado de fondos. El viejo iba una vez por mes a Quequén a vigilar los embarques de granos que exportaba y por los que recibía una compensación en dólares que el Estado le pagaba con el pretexto de mantener estables los precios internos. A sus hijas les enseñó su propio código moral y las dejó que hicieran lo que quisieran y las crió como si ellas fueran sus únicos hijos varones.

Desde chicas las hermanas Belladona fueron rebeldes, fueron audaces, competían todo el tiempo una contra la otra, con obstinación y alegría, no para diferenciarse, sino para agudizar la simetría y saber hasta dónde realmente eran iguales. Salían a caballo a vizcachear de noche, en invierno, en el campo escarchado; se metían en los cangrejales de la barranca; se bañaban desnudas en la laguna brava que le daba nombre al pueblo y cazaban patos con la escopeta de dos caños que su padre les había comprado cuando cumplieron trece años. Estaban, como se dice, muy desarrolladas para su edad, así que nadie se asombró cuando –casi de un día para el otro– dejaron de cazar y de andar a caballo y de jugar al fútbol con los peones y se volvieron dos señoritas de sociedad que se mandaban a hacer la ropa idéntica en una tienda inglesa de la Capital. Al tiempo se fueron a estudiar Agronomía a La Plata, por voluntad del padre, que quería verlas pronto a cargo de los campos. Se decía que estaban siempre juntas, que aprobaban con facilidad los exámenes porque conocían el campo mejor que sus maestros, que se intercambiaban los novios y que le escribían cartas a su madre para recomendarle libros y pedirle plata.

En ese entonces el padre sufrió el accidente que lo dejó medio paralítico y ellas abandonaron los estudios y volvieron a vivir al pueblo. Las versiones de lo que le había pasado al viejo eran variadas: que lo había volteado el caballo cuando lo sorprendió una manga de langostas que venía del norte y estuvo toda la noche tirado en medio del campo, con las patas tipo serrucho de los bichos en la cara y en las manos; que le había dado un ataque cuando estaba echándose un polvo con una paraguaya en el prostíbulo de la Bizca y que la chica le salvó la vida porque, casi sin darse cuenta, le siguió haciendo respiración boca a boca; o también –según decían– porque una tarde descubrió que alguien muy cercano –no quiso pensar que fuera uno de sus hijos varones– lo estaba envenenando con pequeñas dosis de un líquido para matar garrapatas mezclado en el whisky que tomaban al caer la tarde en la galería florecida de la casa. Parece que cuando se dieron cuenta el veneno ya había hecho parte del trabajo y al poco tiempo ya no pudo caminar. Lo cierto es que pronto se los dejó de ver por el pueblo (a las hermanas y al padre). A él porque se metió en la casa y casi no salía, y a ellas porque, luego de cuidarlo un par de meses, se aburrieron de estar encerradas y decidieron irse de viaje al extranjero.


(1) El pueblo está en el sur de la provincia de Buenos Aires, a 340 kilómetros de la Capital. Fortín militar y lugar de asentamiento de tropas en la época de la guerra contra el indio, el poblado se fundó realmente en 1905 cuando se construyó la estación de ferrocarril, se delimitaron las parcelas del centro urbano y se distribuyeron las tierras del municipio. En la década del cuarenta la erupción de un volcán cubrió con un manto de ceniza la llanura y las casas. Los hombres y las mujeres se defendían del polvo gris con la cara cubierta con escafandras de apicultores y máscaras para fumigar los campos.

(2) Pesquisa era el nombre que en esos años señalaba al policía que no usaba uniforme.