Mujeres que hicieron de la opinión un arte

Agudas, libro publicado por Turner y escrito por Michelle Dean, analiza el siglo XX a través de escritoras, periodistas, filósofas y demás mujeres que desafiaron las expectativas de su entorno

Ciudad de México (N22/Redacción).- Editorial Turner nos comparte un fragmento de este libro de reciente manufactura que analiza todo un siglo a través de la afilada pluma y la mente incisiva de mujeres como Hannah Arendt, Joan Didion, Nora Ephron, Mary McCarthy, Dorothy Parker, Susan Sontag, Rebecca West, Janet Malcolm, entre otras.

Una biografía coral de la mano de la periodista y crítica canadiense Michelle Dean.

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PREFACIO

He reunido a las mujeres de este libro bajo el signo de un cumplido que todas recibieron en algún momento de sus vidas: les dijeron que eran agudas.

La naturaleza concreta de su talento variaba, pero tenían en común la capacidad de escribir de forma inolvidable. El mundo no sería el mismo sin las ácidas reflexiones de Dorothy Parker sobre la presencia de lo absurdo en su vida. O sin el don de Rebecca West para resumir la mitad de la historia mundial en el relato en primera persona de un único viaje. O sin las ideas sobre totalitarismo de Hannah Arendt, o sin las novelas de McCarthy sobre cómo es sentirse una princesa entre monstruos. Tampoco sin las ideas de Susan Sontag sobre la interpretación o las enérgicas arremetidas de Pauline Kael contra los cineastas. O sin el escepticismo de Ephron sobre el movimiento feminista o el catálogo de defectos de los poderosos de Renata Adler. O las reflexiones de Janet Malcolm sobre los peligros y satisfacciones del psicoanálisis y el periodismo.

Que estas mujeres lograran lo que lograron en el siglo XX solo las hace más admirables. Crecieron en un mundo poco dispuesto a escuchar las opiniones de las mujeres acerca de nada. Se olvida con facilidad que Dorothy Parker empezó a publicar su cáustica poesía antes de que las mujeres pudieran votar. Pocas veces pensamos en el hecho de que la segunda ola del feminismo llegó después de que Susan Sontag se hubiera convertido en un icono con su ensayo “Notas sobre lo ‘camp”. Estas mujeres desafiaron abiertamente las expectativas de género antes de que ningún movimiento feminista organizador lograra avanzar en el reconocimiento de las mujeres en su conjunto.

Gracias a su agudeza excepcional, alcanzaron una suerte de equidad intelectual con los hombres a la que otras mujeres no podían aspirar.

Este grado de éxito personal a menudo les supuso fricciones con la política “feminista” colectiva. Algunas de las mujeres de este libro se llamaban a sí mismas “feministas”, otras no. Casi ninguna encontró satisfactorio el activismo. Rebecca West, que fue la que más cerca estuvo, terminó pensando de las sufragistas que eran, al mismo tiempo, admirablemente feroces e imperdonablemente mojigatas. Sontag escribió una defensa del feminismo, luego cambió de opinión y le echó en cara a Adrienne Rich la “simpleza” del movimiento cuando esta la desafió. Incluso Nora Ephron confesó, en la convención demócrata de 1972, que la incomodaban los esfuerzos de las mujeres por organizarse.

La ambivalencia aquí se consideraba rechazo de la política feminista y, en ocasiones, lo era explícitamente. Todas estas mujeres eran espíritus rebeldes y no solía gustarles que las metieran en un mismo saco. En primer lugar, algunas se tenían antipatía: McCarthy encontraba a Parker sin interés, Sontag dijo lo mismo de McCarthy, son famosas las diatribas de Adler contra Kael. En segundo, tenían poco tiempo para nociones como “sororidad”. Me imagino la filípica que me soltaría Hannah Arendt por situar su obra en el contexto de su condición de mujer.

Y sin embargo se las vio como la demostración de que las mujeres estaban tan cualificadas para opinar de arte, ideas o política como los hombres. Los progresos que hemos hecho en ese frente los debemos al lado femenino de la ecuación, es decir, a Arendt, Didion y Malcolm, entre otras. Lo supieran o no, estas mujeres despejaron el camino que luego siguieron las demás.

Escribí este libro porque esta historia no se conoce tan bien como debería, al menos fuera de círculos aislados de Nueva York. Se han escrito biografías de todas ellas, y yo las he devorado. Pero como suele ocurrir en las biografías, cada libro considera a estas mujeres aisladamente, como un fenómeno en sí mismas, sin tener en cuenta las conexiones que sin duda existían. Las crónicas siempre atribuyen el éxito de la literatura estadounidense a los novelistas varones: Hemingway y Fitzgerald, Roth, Bellow y Salinger… Esa versión de la historia apenas contempla el hecho de que las escritoras de esos años estaban haciendo cosas que merece la pena recordar. Incluso en relatos más académicos, en “historias intelectuales”, se suele dar por hecho que los hombres dominaban el panorama literario. Cuando se habla de los intelectuales neoyorquinos de mediados del siglo XX, se piensa por lo común en un grupo masculino. Pero mis investigaciones revelan algo distinto. Es posible que los hombres superaran a las mujeres en número desde un punto de vista demográfico. Pero si atendemos al criterio, probablemente más importante, del valor de las obras, o a las obras definitorias de la escena literaria, las mujeres estaban a la par, y en ocasiones por encima.

Después de todo, ¿hay una voz que resista mejor el paso del tiempo que la de Parker? Casi se tiene la impresión de oír su timbre áspero en cada comentario. ¿O hay una voz moral y política cuyo alcance exceda al de Hannah Arendt? ¿Cómo sería nuestra visión de la cultura sin Susan Sontag? ¿Cómo reflexionaríamos sobre el cine si Pauline Kael no nos hubiera abierto la puerta a la celebración del arte popular? Cuanto más examinaba la obra de estas mujeres, más desconcertante me resultaba que alguien pudiera trazar la historia literaria intelectual del siglo XX pasando por alto su papel central.

No puedo evitar pensar que la explicación es que ser tan inteligentes, tan excepcionales, tan mordaces hizo que estas mujeres no siempre recibieran reconocimiento en vida. La mayoría de las personas reaccionaban mal a sus lenguas afiladas. Los productores de Broadway odiaban a Parker y le impidieron hacer crítica de teatro. Los amigos de Mary McCarthy en Partisan Review detestaban las sátiras que escribía sobre ellos (de hecho, se le sigue criticando por ello). A Pauline Kael los cineastas masculinos de su época la criticaron por no ser lo bastante seria (de hecho todavía se le critica por eso). Cuando Joan Didion publicó su famoso ensayo sobre California central, Los que sueñan el sueño dorado, las cartas al editor fueron feroces. Cuando Janet Malcolm comentó que los periodistas explotan la vanidad de sus entrevistados, los columnistas se rasgaron las vestiduras y le recriminaron que mancillara tan honorable profesión.

Parte de esas críticas se debían a simple machismo. Otras a estupidez pura y dura. Bastantes eran una mezcla de ambas cosas. Pero la clave del poder de estas mujeres estaba en cómo respondían a ellas, con una suerte de inteligente escepticismo que a menudo resultaba muy divertido. Incluso Hannah Arendt puso alguna vez los ojos en blanco ante el furor que despertó su Eichmann en Jerusalén. Por su parte, Didion respondió al autor de una carta furibunda con un sencillo: “Caramba”. Y Adler tenía la costumbre de enviar a escritores citas de sus propias obras señalando repeticiones y vacuidad conceptual.

Su estilo sardónico en ocasiones provocó que se pasara por alto a estas mujeres, que no se las considerara “serias”. La ironía, el sarcasmo, la sátira son a menudo las armas de quienes están en los márgenes, el subproducto de un escepticismo natural respecto a las opiniones ortodoxas que es consecuencia de no haber podido participar en su formulación. En mi opinión, deberíamos prestar más atención a cualquier intento de intervención cuando tiene ese matiz. Siempre hay valor intelectual en no ser como el resto de las personas sentadas a una mesa, en este caso en no ser un hombre, pero también en no ser blanco, de clase alta, y no haber estudiado en la universidad adecuada.

Lo más importante no es que estas mujeres tuvieran siempre razón. Ni que fueran una perfecta muestra demográfica. Estas mujeres procedían de entornos similares: blancas, a menudo judías, y de clase media. Como se verá en las páginas siguientes, estaban influidas por los hábitos, las preocupaciones y los prejuicios que eso conlleva. En un mundo más perfecto, por ejemplo, una escritora negra como Zora Neale Hurston habría recibido un reconocimiento más amplio como parte de este grupo, pero el racismo mantuvo sus escritos en los márgenes de este.

Pero incluso así, estas mujeres estuvieron en la brecha, participando en las grandes discusiones del siglo XX. Este es el argumento principal de este libro. Su trabajo por sí solo justifica que se reconozca su existencia. Y voy a echar mano de un motivo secundario, por el que me guié a la hora de documentarme sobre estas mujeres. Conocer su historia puede ser importante si eres una mujer joven con unas ambiciones determinadas. Es importante ser consciente de lo generalizado del sexismo, aunque existan maneras de abrirse paso en él. De modo que, cuando en las páginas siguientes pregunto qué hizo a estas mujeres lo que fueron, unas interlocutoras tan agudas, saboteadas y apoyadas al mismo tiempo por hombres, con tendencia a equivocarse pero sin dejarse definir por ello y, por encima de todo, absolutamente inolvidables, lo hago por una única razón: necesitamos a más como ellas.

Imagen Portada: Michelle Dean