El arte en día de muertos. Una crónica desde la montaña
























Parte II
Por Pedro
Sánchez
Cuando visito mi
pueblito,
veo la calle encementada,
y con gran tristeza
añoro,
mi calle empedrada.
[…]
Cuando la lluvia lavaba
estas piedras tan
hermosas,
ricas gemas parecían
y lucían esplendorosas
Luis
Jiménez Osorio, “Mi callecita”.

La procesión de
las calaveras
A las 6 de la tarde los músicos de la Poderosa Banda Diamante,
de Pachuca Hidalgo, descendieron de una combi y tras afinar sus instrumentos se
pusieron al frente de los alumnos, profesores, habitantes y visitantes que
recorrerían algunas calles del pueblo en La Procesión de la Calaveras, evento
con el que iniciaba la onceava edición del Festival Sanctoarte en Real del Monte.   

La lluvia y la oscuridad se
integraron a la procesión en la calle Francisco I. Madero. Con estos elementos
el recorrido adquirió un aire de carnaval fantasmal que era apreciado –y
grabado– por los habitantes del pueblo desde la puerta, balcones y ventanas de
sus casas. Ocasionalmente la procesión se detenía para que los alumnos pudieran
lucir sus disfraces, bailar, gritar y arrojar pétalos de flores y granos de
arroz al aire. De igual forma éste era el momento indicado para que los
visitantes apreciaran la arquitectura de lugar, entre la que destacan: la iglesia
del Rosario, el Jardín principal, el mercado y el monumento al minero.     

Cuando faltaban 10 minutos para las
siete de la noche (y tras recorrer las subidas, las bajadas y los escalones de
las calles Héroes del 47, General Tapia, Jiménez de la Paz e Hidalgo) la
procesión llegó al Instituto de Artes de la UAEH, cuyas puertas se abrieron
tras la pronunciación de unas palabras de bienvenida al festival.

Una vez que se ingresaba al
instituto era posible apreciar en un primer plano diversos altares iluminados
con veladoras y luces de colores, y en un segundo a varios alumnos vestidos con
suéteres de color rojo que entregaban el programa de mano y explicaban de forma
amable cada una de las actividades. El programa de mano contenía un mapa que
ofrecía dos opciones para recorrer y observar las diversas actividades del
festival: a la izquierda y a la derecha.


Inicié el recorrido por el lado izquierdo en donde encontré
la instalación El descarnado, realizada
por los alumnos del primer semestre del taller de escultura y dibujo y
coordinada por los maestros Gabriel Téllez y Víctor Caballero, que presentaban
una ofrenda cuyas calaveras eran muy vistosas y muy fotografiadas.

Unos metros más adelante, en la planta alta de un edificio,
se encontraban tres propuestas artísticas de gran calidad. La primera era una
muestra de cerámica de baja temperatura que se encontraba en el descanso de las
escaleras y que se llamaba Tzompantli.
La segunda era una propuesta visual No sé
que tienen las flores
, integrada por los micrometrajes: 3/4 y los otros, de Shamir B. González; Resurrección, de Joel Olivares;  Altar,
de Daniel Corona; Dicotomía, de
Martha P. Ortiz; En octubre, de Jesús
Laguna y Karla Luna, y Ausentes calaveras,
de Julieta Sánchez Hidalgo. La última era la muestra de grabado en linóleo Un ritual para mi olvido, las piezas que
la integraban presentaban buenas hechuras y mostraban al espectador calaveras,
gatos, mujeres y motivos prehispánicos.

Conforme avanzaba la noche seguían llegando visitantes,
incluso algunos perritos, y la lluvia se hacia más intensa. Para resguardarme
un poco ingresé a la cafetería La Pecera Galería. En la parte exterior de la
cafetería se encontraba una ofrenda iluminada por varias luces de color naranja
que le daban un aspecto siniestro a los seis alumnos que se encontraban de pie
tras la ventana. A la izquierda había una pequeña barra en la que se podían
comprar café y a la derecha la exposición de fotoensayo Ni una más, compuesta por quince imágenes que mostraban mujeres en
diversos espacios y cuyo objetivo era reflexionar en torno a la violencia de
género.

Otras de las actividades que observé fueron la obra El viaje de los cantores (es importante
señalar que esta puesta en escena era el trabajo final de la XVII generación de
alumnos de la licenciatura en Arte Dramático), las instalaciones Un ritual cada comida y El camposanto, el proyecto fotográfico Cala-veras, y escuché algunos acordes
del concierto de piano Shumman’s Skull.





Con una aguacero a cuestas
recorrí el Barrio Muerte en el que una seductora mujer vestida de blanco y
una calavera invitaban a los transeúntes a permanecer a su lado, o a tomarse la
foto del recuerdo. Antes de dirigirme al escenario principal se acercaron
varias personas, con sus suéteres de color rojo, a invitarme tamales, atole,
café y pan de muerto. En el escenario sonaban los últimos acordes musicales de
la presentación de danza Tsïtsïki urápiti.

Antes de abordar la combi que me regresaría al Centro de
Pachuca conversé muy brevemente con David que me comentó, que cada una de las
propuestas artísticas del evento se planean a largo de un año con el objetivo
de que tengan una alta calidad que permita a los habitantes y visitantes tener
una experiencia lúdica que integre sus cinco sentidos. A lo anterior sólo me
resta agregar que en esta ocasión el objetivo del festival se logró con
creces. 

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