Por Jacaranda Correa
Es martes, 8 de la noche. El Foro Shakespeare está lleno ante la expectativa de decenas de personas que se van a conectar con una realidad singular a través del teatro. Un montaje cuyo punto de partida han sido las enseñanzas de Alejandro Jodorowsky para quien “el arte puede sanar”. Esta noche, la adaptación griega de Medea Material nos permitirá indagar uno de los temas sociales más complejos y más politizados: la violencia de género, particularmente la violencia contra las mujeres.
Un montaje que forma parte de una trilogía que se ha llamado a sí misma “Teatro para Sobrevivientes”. Primero fue Cabaret pánico en el 2010, luego Ricardo III en el 2012. La singularidad de estas tres puestas en escena ha sido trabajar con “No actores”, no se trata de habilidades escénicas, sino de emociones, de historias verdaderas contadas en primera persona más allá de la ficción. Estas dos obras se han montado en el Centro de Rehabilitación Social de Santa Martha Acatitla. Ricardo III para mí fue una revelación.
Llego a la taquilla. Tomo mi boleto. La primera invitación antes de entrar a la sala es escribir en un papel en blanco un rencor. Me sorprendo. De inmediato me explican que escriba el nombre de la persona o la circunstancia que me genere más rencor en ese momento, luego, me dice una mujer a la entrada del teatro, y señalando una vasija de cristal, “lo depositas aquí, al final de la obra entenderás el porqué”.
Pienso, dudo y finalmente acepto el juego. Con la información que tengo sobre la obra de teatro, construyo rápida e improvisadamente una explicación para comprender cuál es la conexión entre el rencor y la violencia de género. Seguramente lo descubriré a lo largo de la obra. Me dejo llevar, las respuestas, o mejor dicho, las preguntas, vendrán al final.
Tercera llamada…
Una a una, salen a escena. Norma, Bertha, Rosalinda, Lorena, Rita, Neré, Sabrina, Adriana, Lucero, Rita, Susana, Verónica y muchas más… Todas son mujeres singulares, mujeres de edades distintas y situaciones económicas sociales y culturales diversas. Una historia común las une: no son actrices, todas son sobrevivientes de la violencia. Se conocieron durante el montaje, no hubo casting, sólo una convocatoria masiva para encontrar a mujeres que quisieran asumir el reto de afrontar sus situaciones de violencia a través del trabajo escénico.
La mayoría son mujeres lastimadas y discriminadas por la propia familia, la pareja sentimental, la sociedad, el trabajo. Otras en cambio, se asumen como víctimas de su propia violencia. Todas tienen actividades distintas, me sorprende gratamente lo variopinto de este grupo: amas de casa, maestras universitarias, jubiladas, burócratas, sociólogas, trabajadoras sociales.
Mientras en el escenario vemos escenas que cuestionan la agresión a partir de la imagen de la mítica Medea, bruja, hechicera, asesina de los hijos ante la traición de su amado Jasón. El personaje va tomando una contemporaneidad impresionante.
Sin complacencias con el espectador, los diálogos generan tensión. Escenas llenas de poderosa denuncia cargada de ironía, los cuales incendian el escenario con una mirada distinta y provocadora sobre la violencia de género. A lo largo de poco más de una hora, se hilvana el discurso de la obra, cuyo punto de llegada es provocar preguntas incómodas y luego un shock en el espectador
-“Todos somos responsables de esta violencia”- irrumpe con voz provocadora una de las tantas Medeas.
Bajo esta premisa, la dicotomía víctima-victimario se diluye ante un sin fin de preguntas y temas que nos dejan ver que el problema de la agresión contra las mujeres es un tema de claro obscuros. Mientras se abordan los temas más complejos, la incomodidad de los espectadores se acompaña de risas, carcajadas nerviosas, quizá porque, como decía Beckett, “la risa es la cortesía de la desesperación”.
En el escenario vemos desfilar a las Medeas, convertidas en gran espejo para indagar sobre la sumisión de las mujeres frente al terror de ser abandonadas por sus parejas, aún cuando estos las maltratan. El papel del macho golpeador y abusador, cobijado por el miedo y el silencio de la familia, principalmente el de la madre.
El uso y abuso de los hijos ante situaciones extremas de enojo entre los padres, el miedo al desamor, al abandono. En el fondo, una violencia que no puede entenderse sin escudriñar el pasado de todas las partes involucradas.
Así llegamos, me parece, al punto climático de esta obra, quizá el más polémico, incluso por momentos confuso por su grado de complejidad, pero valioso porque abre la posibilidad de discutir el tema del maltrato y abuso sexual en la infancia, como uno de los motores más poderosos para dibujar una violencia futura al interior de las familias.
Todos los estados emocionales posibles rondan en esta escena, que por momentos, corta el aliento. Mientras Medea le dice a Jasón, esposo y padre de sus hij@s, “me debes la inocencia de una hija”, el tema del maltrato y el abuso sexual de los hijos amparados por el miedo y el silencio de la familia, se convierte en una fuete disertación en la que quizá podríamos encontrar una de las muchas razones sociales y culturales para comprender la violencia de género. Claro ¡ahí está el rencor!, un sentimiento de hostilidad que se desdobla distinto en hombres y mujeres. En ellas se dibuja una falta de autoestima incomprensible, en ellos el miedo a ser más vulnerables, disfrazando la fragilidad de poder y violencia.
La escena se vuelve catártica, Medea, decide encarar a Jasón, el hombre amado, el perdonado, el compañero odiado. Bajo el empoderamiento de Medea, Jasón, esposo-padre, el hombre que ha mantenido bajo estado de terror a toda una familia, empieza entonces a sentirse pequeño. Acusado de incesto y señalado por el daño que le ha infringido a toda su familia, se desnuda ante el público porque él, de cierta forma, también ha sido víctima de una violencia que viene de muy atrás. Quizá fue otro Jasón el que abusó de él.
Y así el final, inesperado, provocador. Silencio.
Una mujer de edad avanzada, vestida con pantalones cortos y playera a rayas, reta al público con la mirada. Ataviada con la imagen de la mujer infantilizada despide al público. ¿Creyeron que venían a ver una obra de mujeres golpeadas y maltratadas? Se equivocaron, porque aquí no encontraron victimas.
Pueden ir en paz, si pueden, la función ha terminado.