- Conti fue más una conciencia narrativa y filosófica que un activista presto a tomar las armas.
Narrador, navegante, nadador, piloto y vagabundo, Haroldo Conti (Buenos Aires, Argentina, 25 de mayo de 1925) escribió tres libros de cuentos y cuatro novelas hasta la noche del 4 de mayo de 1976, cuando fue secuestrado por un comando militar y pasó a engrosar la lista de desaparecidos bajo el régimen de la dictadura argentina.
Hombre de mirada melancólica, Conti, nacido en Chacabuco, un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, amaba los ríos, los árboles, los barcos abandonados en las riberas del Paraná y los destinos errantes. Había probado ser seminarista, había estudiado filosofía, luego ejerció como profesor de latín para secundaria y finalmente vivió el reconocimiento de algunos de los más famosos escritores latinoamericanos de su tiempo, entre ellos Gabriel García Márquez o Eduardo Galeano, que exigieron en su momento que se aclarara el paradero y la suerte final del escritor, devenido en símbolo irremediable de la lucha por esclarecer las desapariciones de tantos de sus compatriotas.
Mientras la política y las asociaciones civiles acogieron a Conti como un símbolo del escritor que abrazó con entusiasmo las ideas revolucionarias que se gestaron en Latinoamérica, la crítica ha vinculado a Conti con una estirpe de autores como Hemingway, Pavese, London o Steinbeck; fundamentalmente por la abundancia de sus personajes solitarios, que salen a buscar sus destinos y se forman a sí mismos “en el camino”, viviendo con gran intensidad su contacto con la naturaleza, que los hace conscientes de los tiempos y ciclos vitales y dan a sus obras un aura de melancólico existencialismo que se contagia desde su prosa.
Pero ahí donde otros escritores firmaron un compromiso más evidente y sacrificado a los ideales revolucionarios, que los llevaron incluso a las entrañas de la lucha armada (recordemos a Roque Dalton o a Rodolfo Walsh), Conti fue más una conciencia narrativa y filosófica que un activista presto a tomar las armas. El espíritu revolucionario se filtró en sus ficciones, pero estuvo siempre matizado por una melancolía irremediable, por el amor a su terruño natal y una nostalgia del paso del tiempo que deshacía a los seres vivientes que Conti amaba o pretendía preservar.
Su prosa cuidada, pulida, corregida hasta el vaciamiento de lo accesorio, una prosa “con la riqueza de lo pobre”, como la caracterizó el escritor Mario Goloboff, era esquelética o muscular acaso, reducida a su esencialidad, pero no pierde por ello una profunda música en su fraseo. Conti tiene una dicción intimista, un tono casi en voz baja, como si nos revelara un secreto o una de esas verdades minúsculas, atrapadas en los cuerpos de los hombres, historias que sólo salen al calor de un trago en un bar, a media noche, cansinamente. “No sé si tiene sentido pero me digo cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino, despojate de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón: que nadie recuerde tu nombre sino esa vieja y sencilla historia”, decía el narrador argentino.
Un sentimiento de confidencia e intimidad se experimenta leyendo a Haroldo. La suya es una narrativa de hombres comunes, mínimos, jodidos por la circunstancias o por la vida, a veces sin posibilidad de elección. Seres que no son héroes ni superdotados pero que al emprender el camino, se transforman y se convierten en personajes que nos sumergen en sus pequeños retos o miserias personales y así nos conmueven. He aquí la exploración del homo viator desde la pampa y los ríos hasta las ciudades. He aquí la visión literaria y filosófica del vagabundeo, del que vive para ser un devoto del camino y está siempre pendiente del arte de la fuga, como puede notarse desde su primer volumen de cuentos, el imprescindible Todos los veranos. Porque emprender la ruta atrae la soledad y el silencio, pero permite a los solitarios de Conti la libertad individual, la realización de una vida que es nueva e indefinida a cada instante y la eliminación de la tristeza que provoca cualquier despedida.
Así nace el linaje de sus protagonistas: hombres que quieren hacerse trajes para volar y salir de su pequeño pueblo; adolescentes que anhelan convertirse en vagabundos; viejos que añoran a la única novia, muerta en su juventud; cofradías de trabajadores en circos itinerantes; navegantes, contrabandistas y pescadores que sueñan con construirse un barco y hacerse un hogar navegante en el río. “He dicho muchas veces que yo no escribo la Historia sino las historias de las gentes, de los hombres concretos. Escribo para rescatar hechos, para rescatarme a mí mismo. Podría decirles más: creo que toda mi obra es una obsesiva lucha contra el tiempo, contra el olvido de los seres y las cosas. Uno siente que envejece, que se va y quiere que algunas cosas, de alguna manera, permanezcan. Es una cuestión, diríamos, metafísica, y determina todo lo que escribo”, dijo en una entrevista en 1975.
Ese mismo interés en los destinos de los hombres comunes motivó las simpatías de Conti por el socialismo y la revolución cubana. Y aunque no puede hablarse de una literatura política en sus escritos, el argentino sí se convirtió en un hombre politizado, con una posición ideológica clara y se volvió una referencia entre los intelectuales de su tiempo, algo que posiblemente determinó su fin trágico. Sus cuentos, aunque cada vez más imbuidos de ideas de izquierda, nunca se convirtieron en panfletos; en todo caso, se acercan más a pequeños sistemas narrativos donde la tensión es creada por la lucha de las intuiciones revolucionarias de sus personajes contra un establishment que ha vaciado al hombre de su ser fundamental. “Queda claro que Haroldo Conti, confirmando sin paradojas el adagio, algo había hecho. Por un lado, para hacerse lugar en la memoria amorosa y agradecida de los lectores de entonces y de hoy: ser uno de los mejores narradores de su generación; por otro, para que la dictadura lo considerara su enemigo: entregar su vida a la militancia revolucionaria”, reflexiona el escritor y periodista argentino Juan Sasturain.
Para Conti, el acto de escribir no era un acto placentero: “Es un gran dolor, un gran esfuerzo, inclusive físico. Me crea problemas personales, de relación; me vuelvo huraño, fastidioso. Escribo porque no tengo más remedio. Escribo o me muero”. Es un trabajo artesanal, lento, tallado a mano, como lo hacen tantos de sus protagonistas que trabajan arreglando motores, pintando tablas o reparando barcos. Y sin embargo, el sufrimiento en la experiencia de escritura (“Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo en la gente”, dijo Conti alguna vez) no merma su conexión con el lector.
El placer estético en sus novelas y cuentos es real. Aparece porque lo que cuenta Conti, aunque sólo sea “un montoncito de tristeza” existe. Es el placer de aquel que nos ha contado las vidas que ha podido vivir. Aquel que se ha encariñado con ríos majestuosos y vitales como el Paraná, y se ha perdido y vagabundeado en sus numerosos arroyos e islas. Aquel que ha escuchado hablar al árbol de su infancia y puede hablarnos desde la linfa y las ramas con una reposada voz vegetal en una pieza magnífica como “La balada del álamo carolina”. Es el placer del hombre que escuchó el llamado de libertad encarnado en una pequeña mangosta en un zoológico bonaerense (como en Alrededor de la jaula, que mereció en México el Premio de novela de la Universidad Veracruzana en 1966). Pero también el del individuo que ha notado el paso del tiempo, las estaciones, los días y los climas, y con una actitud nostálgica y casi desesperada ha luchado por detener o al menos dar cuenta de todas esas viejas cosas, personajes y lugares amados mediante la literatura.
A Conti no se le encuentra fácil en las librerías mexicanas, pero tampoco en esa zona mítica que son las librerías de la calle Corrientes en Buenos Aires. Tampoco abunda su conocimiento en los talleres o facultades de letras, con todo y que una cuidada edición de la que es quizá su novela más perfecta, Sudeste, un maravilloso texto que es tanto un arte del navegante filosófico como una evocación nostálgica del Delta del Paraná, circula en la colección internacional de Archivos del Fondo de Cultura Económica. Por eso es una suerte cuando uno se topa con sus libros profundos, musicales, melancólicos, lentos, como las corrientes de los ríos que Haroldo amó. Porque leer a Conti es sin duda un ejercicio contra el tiempo y contra el olvido de su figura como escritor, que a veces se oscurece detrás del mito terrible que causó su desaparición aquel 5 de mayo de 1976, cuando volvía de ver una película en el cine, a pesar de haber sido advertido tantas veces del peligro que corría quedándose en Buenos Aires. Porque la prosa de Conti está viva sin necesidad de gritarnos, contagia sin volverse demagógica, inspira porque ha nacido en una necesidad personal irremediable de contar eso que debe ser contado, y nos recuerda que el camino es una vía y una metáfora que puede llamarnos en cualquier momento de la vida.
Obras de Haroldo Conti
Sudeste (novela, 1962)
Todos los veranos (cuentos, 1964)
Alrededor de la jaula (novela, 1966)
Con otra gente (cuentos, 1967)
En vida (novela, 1971)
Mascaró, el cazador americano (novela, 1975)
La balada del álamo carolina (novela, 1975)
13AM / MAG