En su novela, Alejandra Maldonado narra parte de la vida de una mujer de los catorce a los cuarenta años, y toda esa lista de “casillas” sociales que debe ir llenando. Obviamente su protagonista no lo hace y esa es la historia
Ana León / Ciudad de México
Alejandra Maldonado se resiste a dejar la publicidad o, al menos, eso dice la biografía que se integra en su más reciente novela Yoga y coca, publicada por Dharma Books este año. Es autora del libro de crónicas Mis noches salvajes y en 2003 obtuvo la beca FONCA en la categoría de cuento. Ella, escribe en el prólogo Guillermo Fadanelli, «es el centro sísmico de sus relatos», aunque estos que se supone son un tanto autobiográficos, son pura ficción, porque como ella misma nos dice en esta entrevista: «recordar es volver a mentir».
Charlamos con ella vía zoom teniendo como marco una frondosa planta en su pantalla y una pared blanca en la mía.
En Yoga y coca siento que desde el título haces referencia a esta narrativa que tenemos social y culturalmente de lo que es políticamente correcto, de la autocensura, de la cancelación, de la cultura del bienestar y lo satanizado que es el exceso y el caos.
Yoga y coca nace, no como novela, sino como título, precisamente yoga y coca son las tensiones que, para mí, desde mi punto de vista, atraviesan a la sociedad contemporánea. Vivimos en este capitalismo tardío donde las ideas del éxito, el triunfo, la autoexplotación, la sobreproducción, están en un extremo de esa gran tensión que vive el ser contemporáneo. Y, del otro lado, una pretensión de paliar esta misma esclavitud de la que somos víctimas en todas estas doctrinas e ideologías new age como son el yoga, la meditación, pero que la verdad corresponden a un coto de élite. ¿Quién de un nivel socioeconómico medio o medio-bajo, tendría la oportunidad de sentarse a reflexionar y a tomar una terapia y a hacer muchas cosas que a mí me parecen como paliativos para señora de las Lomas? A veces, incluso, se califica de forma muy cruel a la gente que no las sigue. Entonces, aquí estaría esta tensión fundamental que es la que atraviesa también a la protagonista. Y, por el otro lado, la coca, el mundo de las fiestas.
Hablas de esta sociedad hiperproductiva y en la narración de esta novela, que a ratos se siente como la entrada de un diario, se enfatiza el papel en el que coloca a la mujer esta sociedad hiperproductiva, la cerca en una autovigilancia constante donde tiene que estar [re]narrándose a sí misma bajo esa lupa de la autovigilancia. Está, también, esta idea de la permanencia asociada al éxito.
Tratar de estar cumpliendo con ese mandato de ser mujer. Incluso los tiempos de los relatos, los tiempos diegéticos de la novela, van marcando esas edades, esos check points que a la mujer contemporánea se le ponen.
Comienza a los catorce años, termina a lo cuarenta. Los catorce cuando ya tienes permiso de tener novio y los cuarenta cuando ya si no te casaste y ya no tuviste hijos, ya estás caducando; porque una mujer sin marido y sin hijos es un poco una excrecencia de la sociedad, un bicho raro; o por ejemplo, a los treinta ya tuve que haber logrado una carrera y ser más o menos un hombre y ser “muy chingón” porque si no, no tengo valía.
El libro mismo, o la diegética del libro, podría funcionar como una camisa de fuerza en este retrato muy particular de esta mujer.
Hay algo que mencionas: la comparación con un hombre. Hay una parte que me parece muy interesante y que no está dicha en la novela, pero la narración misma permite hacer una asociación: toda la conducta de la protagonista es como la de un hombre para acceder a esas libertades que no están “dadas” a las mujeres, ese cinismo, esos excesos, adjetivos asociado a lo masculino en donde encuentra una especie de espacio de liberación.
El cinismo femenino me parece reivindicatorio, la mujer tiene prohibidas muchísimas cosas, pero lo que no se le perdona es el cinismo. Esta obligación de ser madre o este, falsamente llamado, instinto materno que como todos sabemos no es nada más que un vil constructo cultural, es justamente el mecanismo que ejerce el poder, y el poder patriarcal para ser más específica, para arrancarle a la mujer su derecho a la malicia y a la jactancia. Siempre voy a estar, en cada texto que escriba, reivindicando el cinismo femenino.
Parece que esa fuera la única puerta para acceder a esa libertad femenina que quién sabe realmente qué sea.
Incluso la mujer puede ser mala, pero lo que no puede hacer es presumir esa maldad y no tener arrepentimiento, eso es algo de la educación judeo-cristiana que, caray, cuánto nos ha dañado y nos sigue dañando.
También está muy presente el tema de la culpa, la culpa de todo lo que hace; sentirse culpable por esta lupa hipervigilante social, por ese relato que nos dijeron que teníamos que llenar, esas casillas que mencionas.
Y desafortunadamente para la protagonista, porque no podía ser un libro feliz, a pesar de que ella se da cuenta por esa mirada cínica y desencantada que tiene por lo que le ha tocado vivir; a pesar de eso, ella no puede salir de este aparato perfecto —en el mal sentido de la palabra— que se llama amor romántico. Es terrible el chip y es muy difícil desestructurar esa terrible maquinaria.
Construyes tu narración de manera cinematográfica, estás hablando todo el tiempo de planos, contraplanos, planos secuencia ¿qué hay ahí?, ¿por qué hacerlo así?, ¿por qué hacerlo tan evidente?
Yoga y coca es una novela realista basada en las experiencias de la autora pero, de cualquier forma —porque me preguntan ¿biográfico, realista, nada más ficción?— yo realmente creo que todo texto es un texto de ficción. Mi tesis de licenciatura en Comunicación audiovisual —y, por supuesto de ahí viene ese vicio de verlo todo cinematográfico— se llamó “Efectos especiales de realidad”. Yo siempre he sido amante de los documentales y, sobre todo, de esta estética de ficción que te arroba, eso decía efectos especiales, pero de realidad, no es como que llegan grandes naves ni nada, es que esto parece que fue real; siempre he tenido esta hipótesis de que NO, la óptica de las cámaras que hoy conocemos que se creó en el Quattrocento, que es la óptica monocular, tiene ya tan acostumbrado al ojo a juzgar que eso que vemos en una fotografía es real, que no distinguimos que, en realidad, el registro objetivo de las cosas no existe y jamás va a existir. Desde ese punto de vista para mí todo texto es un texto de ficción.
En el caso del escritor, a partir del punto de vista ya se está subjetivando la realidad también o como nos lo dice el principio de Heisenberg: cualquier partícula al ser observada cambia su comportamiento. Nosotros mismos —y por ir un poco más allá— siempre estamos haciendo el montaje de nuestras propias memorias para contarnos nuestra propia historia. Uno, por supuesto, necesita terapearse a sí mismo y quedar bien parado consigo mismo para seguir transitando la realidad tan retadora que nos toca vivir.
Hace años yo tenía con unos amigos una frase que recuperamos de un eslogan de Kodak que decía algo así como “recordar es volver a vivir” y nosotros decíamos “recordar es volver a mentir”. Y yo en mi caso, en la literatura, diría que recodar es volver a mentirse a uno mismo.
Y usar el lenguaje cinematográfico es evidenciar esto. Un ser humano hoy pasa, al menos, y más allá del propio trabajo, ocho horas en una pantalla. Creo que incluso hoy ya nuestros recuerdos, ¡nuestros sueños!, están tan pervertidos por este lenguaje, ya ni le llamo cinematográfico, por este lenguaje pantallístico que lo quise hacer muy evidente.
En este proceso de escritura de autoficción, ¿cuánto debatiste con qué dejar y qué quitar?, ¿con el pudor?
Soy muy desparpajada y sí sufro de un complejo de exhibicionista muy cañón. Un amigo escritor, Wenceslao Bruciaga, me decía: ¿qué haces con esa honestidad brutal? Y yo le decía: no, no es honestidad brutal, yo le llamaría vedetismo irredento.
A mí me choca y la verdad hasta me molesta de repente —por ese chip católico y culpígeno— leer escenas sexuales, me incomoda, te lo voy a decir así tal cual. Pero, por supuesto, para algunas historias había que describirlas y meterse en eso. Y bueno, lo hacía, pero solamente lo necesario, con fines dramáticos.
Con la que más me debatí y a la que más le recorté, fue al penúltimo capítulo que se llama “Ego y dolor”, ahí sí le di una buena recortada y aún con la buena recortada salió bastante picante, la verdad. Pero tenía que hacerlo.
¿Qué tanto de tu experiencia de escritura en la publicidad se mezcla en esta novela?
Para mí escribir para publicidad es como escribir como un buen compositor de pop. Yo crecí con Juan Gabriel, los discos que le hizo a Rocío Durcal; con todos los cantantes pop de los años ochenta de Emmanuel, Daniela Romo, etc; y si yo algún día en mi vida podría lograr algo así, me encantaría. Porque mucho del pop y mucho de la escritura para publicidad es bastante morboso, te deja con ganas de más, como estar viendo el chisme detrás de una mirilla. Es bastante pornográfico en ese sentido. Y si en alguna medida lo logro, me voy a sentir muy contenta.
Todas las imágenes: Dharma Books