La primera novela de la escritora argentina, publicada en 2012, es integrada al catálogo de la editorial independiente Dharma Books; un relato bucólico que se atreve a hablar sobre la crudeza de la maternidad
Guadalajara (N22/Ana León).- Su cabello es noche profunda y su piel, muy blanca. Su figura delicada contrasta con lo áspero de su voz que responde con certeza pero, al mismo tiempo, como si en el fondo el misterio habitara cada respuesta; el gesto sigue atisbando por las palabras para cerrar la frase y el cuerpo, su movimiento, también las busca. Ariana Harwicz gesticula, manotea y entrecierra los ojos antes de responder, para agudizar la mirada.
Cada palabra que se lee en Matate, amor, es una dentellada. Así escribe Harwicz, sin tregua. Su narrativa es un viento que arrasa todo a su paso. No hay descanso para el lector que se ve engullido por ese relato siniestro, bucólico, oscuro, que tensa. ¿Qué es real dentro de esta historia de ficción? ¿Qué está dentro de la mente de la protagonista y qué fuera de ella? Como pocas veces, Harwicz se atreve a desmitificar la maternidad. Ya lo había hecho Charlotte Perkins antes en El tapiz amarillo, el revelar ese sentimiento “antinatura”, ese vínculo que se cree instantáneo entre madre e hijo que no siempre existe y que tiene que construirse, esa sensación de extrañeza del cuerpo que una vez vaciado tiene que rehacerse, reconocerse.
«La escribí en el siglo XXI, pero podría ser una novela del siglo XIX o XX, sólo siento que en la forma es más moderna, pero renueva lo mismo, la misma angustia que no termina porque es estructural», me dice la escritora sentadas ambas en la orilla de una sala vacía con un espejo al fondo en el que ella al final de la charla se mira.
Esta novela se publicó originalmente en 2012 y se publica ahora por Dharma Books, ¿cómo ha cambiado tu mirada a través de los años, siete, sobre este trabajo?
No sólo son siete años en una vida, sino que son los siete años más importantes de mi vida, porque lo único que me interesaba de la vida era ser escritora, por dos motivos: uno, tener una vida de escritora, lo que eso signifique, vivir para escribir. La vida se te altera cuando escribes porque todo lo que vives va a la escritura, quieras o no, sea biográfico o no, finalmente vives para escribir y hay toda una transfusión; y después, escribir me cambió todo, me cambió la relación con el tiempo, con la experiencia, con la maternidad, con el amor, con el deseo.
Para mí fue como haber nacido a los 35, a tu edad, y siento que a veces tengo que pensar cuándo nací, y fue hace siete años, de verdad. Antes había vivido muchas cosas, estudiado, viajado, pero lo trascendente, lo realmente interesante que me pasó fue hace siete años.
Y la novela, no la veía igual cuando la escribí que ahora. Fue cambiando mi visión, sí y no, sigo pensando que es una novela sobre la angustia de una mujer que vive en el extranjero, de un ser humano, pero bueno, mujer; de la desesperación y de la belleza de la maternidad; y de la angustia y lo terrible; de los claroscuros del matrimonio; de lo tormentoso y la felicidad; y también de un amante. Los temas siguen siendo lo mismo, lo que va cambiando es la crítica, como la sociedad ahora que está con la revolución feminista, estos cambios ven distinto la novela.
Hoy se ve quizá como una novela de liberación, de emancipación femenina, pero cuando la escribí no la escribí así, la escribí para adentrarme en los demonios de una mujer, pero no por feminismo. Era otro contexto, fue antes del #MeToo, antes de #NiUnaMenos, antes de muchas explosiones sociales. En 2012 no había todo eso.
Y suena raro, porque es tan cercano el 2012…
La novela es la misma, pero lo que va cambiando es la mirada, el entorno, la mirada política. Para mí no es una novela sobre la mujer, sino también sobre qué rol tienen los hombres hoy. Cómo se encuentra un hombre de 30, 40 años, en esta sociedad, ¿quién es?, ¿es un violador?, ¿es un frustrado?, ¿es un perdedor?, ¿está feminizado?, ¿está perdido?
Si bien nosotras nos enfrentamos a los que “debemos ser” y nos negamos a ser eso, ¿cómo se definen ellos mismos? ¿Desde dónde?
Están perdidos. Las denuncias por violaciones, acosos, manoseos explotan en las redes todo esto en Occidente, sociedades “democráticas”. Y el hombre a partir de los 30 o 40, y más grandes, están perdidos, yo diría eso. Algunos abrazan la causa feminista, igual les cuesta; otros se resisten en secreto porque si lo hacen público los linchan. Claro, todas las prácticas se ponen en duda, es como un gran juicio público. Sí, está tambaleando la identidad masculina y también sobre eso son las novelas.
Hay una sociedad que niega el derecho de la mujer al deseo sexual y profesional, el tiempo libre y la soledad, un tiempo de ocio. Tu novela justo ahonda mucho en eso y confronta a la mujer con lo que se supone debe ser, de lo que reniega y odia, y esto le frustra y la enferma.
Ese malestar, ese estado de enfermedad que puede ser psiquiátrico. A ella la internan porque la quieren “curar”, es lo que propone el marido, «curar», como un gesto de amor que en realidad es un gesto de dominación, ¿curarte de qué? Que es un tema muy común, un tópico: la mujer “histérica”, la “loca”; pero también la estigmatización del deseo femenino a lo Freud. La depresión vista como enfermedad, la melancolía. Y sí, aunque parezca obsoleto, aunque parezca que atrasa, todo esto no se abolió. Siglo XXI y modernidad tecnológica, pero esta opresión de otros siglos sigue, incluso en clases medias, en las altas. Ni hablar en sociedad religiosas.
Esta lucha te convierte en “antinatura” porque no quieres tener hijos, porque no quieres una familia “normal”, porque no quieres conformarte y en tu historia, esta búsqueda se le vuelve pesadilla.
Bueno, es la historia de una crisis hacia adentro, de identidad, de todo tipo: espiritual, filosófica, sexual, de una mujer que no puede, que no da abasto con esa forma de vida, con ese destino que pareciera que debería cumplir y, sobre todo, con todo tipo de felicidad impuesta porque “hay que sonreír» en verano, producir infancia a los hijos, gozar en el sexo, ser fiel… y todas esas imposiciones sociales y culturales, pero que también son de uno mismo y lo único que generan son una profunda depresión. Cualquiera que tenga que negar su identidad ya sea porque es gay o porque no quiere tener hijos o porque quiere ser algo que no puede ser, lo primero en lo que piensa es en destruirse a sí mismo.
Está esta violencia interna de tu personaje, una violencia que se tiene que tragar, de alguna forma…
Lo que me interesa de la novela es que transita los claroscuros, de los que te hablaba antes, muy del cine, de la pintura. A mí siempre me interesaron las penumbras y sombras, una mujer que mata a sus hijos, el infanticidio, eso no tendría ningún matiz; a mí no me interesa eso, me interesa algo mucho más perturbador, más cercano a nosotras –o por lo menos a mí–, toda esa zona de cinco minutos donde lo ibas a matar y no lo harás, donde pensaste en matarlo y nunca lo vas a hacer; sin embargo, lo pensaste y ya pensar es un acto. Pero no se mata, pero no los mata, no ejerce violencia con el hijo, son quizás los fantasmas, las fantasías. También ama al hijo, ama al marido, eso me parece que es lo más interesante de los conflictos.
¿Hay una intención de desmitificar la maternidad?
Estamos en el siglo XXI, es increíble que recién ahora y de a poco, y no para todas las mujeres, se pueda decir sin pudor, sin miedo, sin asco: que la maternidad transita momentos insoportables, agónicos; que es dolorosa, que es angustiante. Y es increíble la autocensura, el no poder asumirlo pues es muy doloroso decirlo. Pero no hay nada que me importe más que la verdad para la literatura y para la vida.
En algunos momentos la historia me recuerda un poco a Anticristo de Lars von Trier, la lucha interna de la protagonista que la va tornando un ser violento y oscuro.
Si, tiene todo esto del niño, del bosque, de lo grotesco, de lo gótico, de la realidad, pero una realidad de ciencia ficción o una realidad que ya es muy perturbadora, casi de terror, pero dentro de lo ordinario, de lo cotidiano. Me gusta mucho trabajar con el terror cotidiano: el cumpleaños del nene, los suegros, la navidad, la vajilla, la casa, pero está el terror, lo siniestro.
Sí, es uno de mis referentes Lars von Trier. Siento que trabajo de cerca con los directores, con las películas, hay un diálogo permanente todo el tiempo por estos paisajes encerrados como en Dogville, estos pueblos donde no pasa nada y pasa todo, donde pareciera que la gente es muy buena y, sin embargo, tienen ganas de matarse entre sí; toda esta especie de tensión a lo Polanski, es la atmósfera y el tono con el que trabajo yo.
¿Sientes que varias escritoras, generacionalmente, están confluyendo en temas de horror, de lo extraño, del horror de lo cotidiano?
Claro. En lo que respecta al arte sabemos que siempre existieron mujeres que han trabajado temas del horror y lo siniestro, pero es cierto que el mercado catapultaba la novela rosa y la mujer asociada al amor. Hay una vuelta a reivindicar y visibilizar más que nada, que no hay una escritura femenina, para mí no existe una escritura femenina. Yo no me siento ni extranjera, ni judía, ni mujer, ni de cuarenta, ni madre, no escribo con una identidad determinada, así que nunca creí en la escritura mujer o no mujer, femenina o no, no pienso así la literatura ni los méritos de la literatura, pero creo que sí están más visibilizadas ahora las escrituras de las mujeres, la diversidad de las mujeres.