Todo origen es una ficción, «Residuos»

«Lo más difícil de escribir es sentarse a escribir», dice David Miklos, y aún más, supongo, sentarse a reescribir.  Esta es una entrevista con el autor de Residuos, libro que de alguna manera culmina la búsqueda de su propio origen iniciada, editorialmente, quince años atrás 

Ana León / Ciudad de México 

En el fondo de esta suerte de trilogía del origen, como la llama su autor, que ahora lleva por nombre Residuos y que cierra un ciclo para el escritor nacido en Texas, David Miklos, no hay nada más que la memoria de su madre biológica, de su padre biológico, de su abuela materna y de su madre; la memoria de una larga búsqueda del inicio de su historia personal y de las ficciones que alrededor de ésta ha construido. 

Residuos (Dharma Books, 2020) es “Detritus”, es “Cenizas” y es “Cáscara”, las tres partes que integran esta “nueva” entrega parte de la colección Combate a 10 de la editorial independiente Dharma Books, pero es también La piel muerta (2005), La gente extraña (2006) y La hermana Falsa (2008), respectivamente, que ahora se transforman en una unidad. 

«El primero es sobre la maternidad (La piel muerta), el segundo sobre la paternidad (La gente extraña) y el tercero sobre la fraternidad y cómo se hace un árbol genealógico más allá de la consanguinidad (La hermana falsa).Terminó siendo una suerte de trilogía del origen y me di cuenta que lo que yo quería era que esos tres libros aparecieran juntos. En ese entonces no sabía bien cómo.»

Entonces aparecen Combate a 10 y Nicolás Cuellar y David piensa en publicar estos tres libros como un solo libro, no como obras reunidas, sino como «un libro unitario con una real vinculación entre sus partes. Me senté, retomé los libros y los trabajé de cero. La primera parte que se acabó llamando “Detritus”, ya la tenía más trabajada, ya sabía cómo hacer esta reescritura y luego enfrenté la segunda parte que se llamó “Cenizas”. Ahí sí me di cuenta que tenía un texto que ya no me funcionaba. Si de por sí tenía dudas porque lo había escrito muy rápidamente y se publicó de inmediato, siempre me había quedado con la idea de que el libro no estaba acabado, y tampoco me gustaba la portada. Fue muy apresurado. Le hice una cirugía mayor. Y cuando llegué a la última parte (“Cáscara”), la que corresponde con La hermana falsa, me di cuenta que enfrentaba una reescritura compleja porque yo quería y quiero mucho a ese libro. Ese libro sí me acabó de convencer de pies a cabeza, salvo por una errata, una pifia, en algún lado se dice “madre” cuando se debería de decir “abuela” y se rompe el árbol genealógico y yo sabía que estaba ahí. Y en esa búsqueda de ese pequeño error o pequeño gran error, me di cuenta que tenía que volver trabajar la manera en la que se dicen las voces. Son cinco voces, hay una voz rectora y cuatro que la acompañan, que se corresponden cada una a una cuerda de un violín. Y ahí es donde hice la reescritura. La voz grave es una voz que espera, una voz morosa, que no va a regresar su historia; y la última voz es una voz aguda que se va ir hasta desaparecer. La voz de la resistencia, la voz que permanece y la voz que es dejada.

»Al final, Residuos, es un trabajo de depuración muy grande, un libro nuevo completamente, que sí funciona unitariamente. Está pensado para leerse de principio a fin y de manera independiente a los tres libros de donde viene.»

El título es Residuos y en estos tres libros, y en otros tuyos, siempre están presentes las palabras “detritus”, “guijarro”; y como idea general la ruina, también se hace siempre referencia al mar, a los puertos, ¿Por qué vuelves siempre tan obsesivamente a ellos y qué significan? 

Creo que los seres humanos estamos siempre muy obsesionados con la permanencia. Creemos que somos algo más grande que la vida y que somos muy importantes en el reino animal. Y a mí me encanta esta idea de la impermanencia. El mar que ha existido desde el origen del planeta, en sus diferentes fases, ha ido erosionando muy lentamente la tierra, lo sólido. La Tierra es algo inacabado y al mismo tiempo es impermanente. Pero me gusta esto, me gusta lo que queda, lo que el mar deja ahí y no sólo eso, lo que va llevando de un lugar a otro. Me gusta esta idea de rebaba. Me gusta pensar que lo que yo escribo es la rebaba de algo mucho más grande, masivo, que no tengo interés de escribir. A mí me gusta ir recortando, ir depurando. Me gusta, pensando en una suerte de metáfora, hacer un bonsái, pero no narrar el árbol que quedó, sino lo que quedó alrededor del árbol y ver cómo lo voy vinculando entre sí. Me gusta pensar lo orgánico a partir de lo inorgánico. 

Creo que, finalmente, el protagonista o la protagonista ulterior de lo que escribo es esa cosa enorme que es la naturaleza que nos rebasa y de la que formamos parte.

Hablemos de la construcción de este árbol genealógico, de la familia que está presente en estas novelas. Y aunado a ello el tema de la pertenencia, aunque tus personajes siempre se están yendo o están regresando de algún lugar. ¿Cómo se transforman estos dos, el origen y la pertenencia, de esas obras de hace quince años a esta unidad que ahora es Residuos? 

Creo que justamente cuando empecé a escribir en forma, que fue a finales de 2001, cuando entendí qué es lo que quería hacer, si bien encontré una voz, una forma de decir las cosas, yo estaba muy fragmentado. Había varios niveles de mi persona y había algo que no terminaba de resolver, y quizá por eso esos libros aparecieron como tres partes distintas de mí. Justo después de publicar La hermana falsa, un año después o menos, supe que iba a ser padre y entendí que tenia que reanudar una búsqueda, la de mi madre biológica —a quien le dedico La piel muerta, junto con mi madre— y que esa búsqueda me iba hacer descubrir otras cosas. Por ejemplo, La gente extraña está dedicada a mi padre, al que yo pensaba que era mi padre biológico. Y esta búsqueda me empezó a dar cierta unidad. Empecé a juntar esas partes. Fui papá y eso te termina de consolidar en cierto modo. Y cuando finalmente conocí a mi madre biológica —primero la conocí epistolarmente y nos mandábamos mensajes. Nunca nos hablamos por teléfono—, fui a verla a San Antonio y le pregunté por mi padre biológico, tenía un papel que decía que se llamaba Steve […] y me di cuenta que tenía un archivo equivocado, pero la revelación siguió. No se llamaba Steve, se llamaba, curiosamente, David. Asunto que es casualidad cósmica porque el nombre que yo tengo me lo pusieron mis papás, los que me adoptaron sin conocerla a ella, sin conocer esta historia. Esa fue toda la prenda que soltó, nunca supe más. Insistí alguna vez que me contara un poco. No quiso. Pero me dí cuenta que no necesitaba esa parte como para juntar todo lo demás. Al final, Residuos termina siendo el trabajo de esa búsqueda. Justamente ese encuentro del origen. Todo origen sigue siendo una ficción, yo nunca pensaré algo distinto, porque uno lo construye, uno lo dice. Pero esta identidad y esta pertenencia sí cobraron muchísima más forma. Y el libro termina siendo un homenaje a ella, Jean Elizabeth —quien murió tres años atrás— y, al mismo tiempo, a mi abuela materna, a la mamá de mi mamá. 

El libro es eso, la gran lápida, la gran urna que tiene que ver con ese tema. ¡Ciao! Aunque hay algo de trampa aquí, porque llevo más de diez años escribiendo un libro que es sobre ella [Jean Elizabeth], desde el punto de vista de ella. 

Hace tres años que te entrevisté por La pampa imposible, me hablabas de tus personajes femeninos y la importancia de éstos, y que los masculinos estaban en función de los femeninos. Quiero volver a preguntarte por ellos, porque siempre están en fuga, pero al mismo tiempo, en mi lectura, reclaman su propia geografía y la geografía que es su cuerpo.

Creo que todo esto tiene que ver con mi propio origen. Soy el fruto de tres mujeres muy fuertes. Mi abuela Anna, que resistió la guerra y se escondió y escondió a mi mamá. Luego mi mamá tuvo que resistir la posguerra y tuvo que vivir como apátrida un tiempo hasta que le dieron la nacionalidad francesa y perdió a su madre muy joven. Yo nunca conocí a Anna, yo conocí a mi abuela a través de ella [de su madre]. Y luego tenemos a esta mujer, Jean Elizabeth que decide darme en adopción y decide llevar a término un embarazo y decide desprenderse, desprenderme y dejarme en manos de una agencia de adopción en donde estuve dos meses y medio. Y teniendo este acto de amor total; dar en adopción es un acto enorme y altruista (puede haber lecturas opuestas). Cuando uno va atando los cabos, sí, el epicentro de la existencia es femenino. La vida será femenina o no será, pues. ¿Y qué hago yo como hombre hablando de ese tema? ¿Cómo lo verbalizo, cómo lo digo sin objetualizar…?, pero sin dejar de jugar con eso, porque ciertamente ahí está esa objetualización. Algunos de mis personajes masculinos son muy reprobables y así están pensados. Muchos de ellos son muy débiles, les pasa todo por encima. 

Mi interés ciertamente es lo femenino y es tratar de entenderlo y hacer este acto de empatía prácticamente imposible, es decir, ¿cómo me pongo yo en los zapatos o en la piel de una mujer? Ahí está ese intento. Es una escritura que parte de ahí. Y la escritura es femenina, la voz es femenina. Estamos haciendo algo que parte del género femenino. Sin embargo, creo que la búsqueda de la literatura actual es, justamente, ir perdiendo ese género. 

Me gustaría que me contaras un poco más de la historia de tu abuela. Que justo está en las dedicatorias  e incluso pones: «sin la que todo esto será nada». Y me llama la atención porque mencionas que no llegaste a conocerla y lo que sabes de ella es a través de tu madre. 

Anna se va junto con mi abuelo Israel, se van de Alemania, viven en Berlín. Aunque mi abuela es de un pueblo que ahora es parte de Polonia. En Berlín nace mi tío y luego van a Francia porque la guerra recrudece y ven que van a perseguir a los judíos y se van al sur, a Montauban. Mi abuela está embarazada, va en bicicleta a dar a luz porque vivían en un pueblo muy chiquito, va a dar a luz a Montauban y regresa con su bebé mientras que mi abuelo se va a Suiza, porque tenía una credencial de periodista, entonces podía acreditarse y buscar amnistía por ahí. Se lleva a mi tío, los separan, los ponen en pueblos distintos en Suiza, y tengo la impresión que él busca, de algún modo, traerlas o llevarlas de regreso y ver cómo pueden irse de ahí. Eso no ocurre. Se acaba la guerra. Mis abuelos se separan y mi abuela dice “yo no vuelvo a Alemania”. Mi mamá crece como apátrida. Mi abuela tiene que trabajar, la deja en un orfanato, la visita los fines de semana. Algo complicado. Ellas tienen un momento —el último tramo de la infancia y la primera juventud de mi madre— juntas en París, terminan viviendo ahí, pero a mi abuela le da cáncer y se muere cuando mi mamá tenía veinte años. Y su muerte termina siendo algo totalmente anónimo, porque se vence la renta del lote en donde estaba enterrada; mi mamá y mi tío no se dan cuenta y termina en una fosa común con miles de otros muertos. De alguna manera acaba como acaban muchos de los judíos europeos que murieron en el Holocausto, en ese anonimato. De ella sí hay rastros, hay actas, pero no quedó una lápida. 

Y eso es la última parte del libro. Yo lo radicalizo, porque Lena, finalmente, no comparte sangre con estas personas que le están diciendo. Yo tampoco comparto sangre con mi abuela Anna, pero ahí está el juego. 

Finalmente, lo que yo quiero mostrar es que, la consanguinidad es un invento enloquecido. Así como las razas y son esas cosas las que provocan estas desapariciones, estas guerras y estas disputas completamente imbéciles que se lidian en la humanidad. 

Pero bueno, esa es Anna y para mí es el símbolo de la resistencia, siempre. 

¿Hay algo de lyncheano en tus personajes? Sobre todo ahora que haces estos puentes para enlazar las tres novelas. 

Sí, hay algo de eso. Yo siempre decía, cuando hablaba de La piel muerta, que el gran personaje era una voz. Tenemos la naturaleza, los elementos, la erosión y hay una voz unitaria. Y esa voz es la que insufla de vida a los demás personajes. Entonces, la voz los va invadiendo. Y eso ocurre también en Lynch, sobre todo cuando vemos esa segunda entrega de Twin Peaks, esa segunda temporada tantos años después. Lo que le pasa a Dale Cooper es fenomenal. 

Lynch me pegó muy fuerte la primera vez. Lo primero que vi de Lynch fue Blue Velvet (1986). Y me gusta, me gusta escribir tras las cortinas rojas, ahí donde se subvierte y se pervierte la realidad y hay reglas propias. Es un poco lo que le pasa a este personaje sin aparente memoria en la segunda parte (“Cenizas”), tiene estas visitas de fantasmas o de mujeres que le van diciendo ciertas cosas. 

¿Qué es y qué no es real? Eso es lo que busco provocar en las lectoras y en los lectores. Los vacíos y los huecos que van quedando ahí, que yo dejo deliberadamente ahí, son para la lectura, para que cada quien la haga. 

La única forma que un libro tiene de permanecer, es si los lectores se adueñan del libro y lo van llevando a sus demás lecturas. Detesto los libros que lees y dejan de estar ahí de inmediato, apenas los terminas de leer. A mí me gustan los libros que te incomodan, que se quedan ahí y que tienes que darles salida de otra forma y es lo que busco.

Residuos fue presentado en el marco de la FIL Guadalajara 2020. La conversación que sostuvo su autor con la escritora Lilián López Camberos y con el escritor Antonio Ortuño, la puedes ver en las cuentas de la FIL.