«La penúltima vez que fui hombre bala» (fragmento)

Etgar Keret regresa a México para promocionar su más reciente libro de cuentos. Aquí puedes leer un adelanto de éste que pronto estará en librerías

Ciudad de México (N22/Redacción).- Galardonado con el 69th Annual Jewish Book Award en Israel, La penúltima vez que fui hombre bala, de Etgar Keret (Israel, 1967), se publica en español por editorial Sexto Piso.

Sobre éste, Salman Rushdie escribe: «Me hace muy feliz que la literatura de Etgar Keret exista. Es un escritor brillante. La voz de la nueva generación.»

En esta nueva entrega, «Etgar Keret sigue deslumbrando por su capacidad para crear vínculos de empatía ante las situaciones más disparatadas. En el relato que le da título al volumen, un hombre al que ha dejado su mujer, cuyo hijo le ha dicho que es un cero a la izquierda y a quien incluso su obeso gato ha abandonado, es conminado por el dueño del circo en el que trabaja a sustituir al hombre bala. Ignorando las advertencias de los payasos que ante el delirio del público lo invitan a reflexionar sobre los peligros que aquejan semejante profesión, el hombre se mete a trompicones en el cañón y sale disparado muy fuera del blanco hasta hacer un boquete en la carpa de circo. Vuela y mira su ciudad, su mundo y a todos aquellos que lo han abandonado desde las alturas y encuentra ahí su nueva vocación».

En unos días, el autor visitará nuestro país para promocionarlo. Mientras tanto, te compartimos un fragmento de éste, cortesía de la editorial Sexto Piso y que corre bajo la traducción de Ana María Bejarano.

Etgar Keret inaugura su llegada a la CDMX con una charla en Librerías Gandhi «Mauricio Achar»: «La escritura como plan b», el próximo 11 de febrero a las 19 horas, previo registro.

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LA PENÚLTIMA VEZ QUE FUI HOMBRE BALA

La penúltima vez que salí disparado de un cañón fue cuando Odelia se marchó con el niño. Trabajaba yo entonces limpiando las jaulas del circo rumano que acababa de llegar a la ciudad. Las jaulas de los leones las hacía en media hora, lo mismo que las de los osos, mientras que las jaulas de los elefantes eran una verdadera pesadilla. Me dolía la espalda y el mundo entero olía a mierda. Mi vida estaba destrozada, y la mierda era lo que más le pegaba. Un buen día sentí que necesitaba hacer una pausa. Busqué fuera de la jaula un rincón donde armarme un cigarro. Ni siquiera me lavé antes las manos.

Después de unas cuantas caladas oí a mis espaldas una tosecilla fingida. Era el director del circo. Se llamaba Ijo y había ganado el circo en una partida de cartas. El dueño original del circo, un viejo rumano, tenía tres reinas, pero Ijo sacó póquer. Me había contado la historia el día que me contrató.

—¿Quién necesita suerte cuando sabe hacer trampas? —me dijo, guiñándome un ojo.

Estaba convencido de que Ijo me iba a echar bronca por haberme tomado un descanso mientras trabajaba, pero ni siquiera parecía enfadado.

—Dime —me propuso—: ¿quieres ganarte mil séqueles sin mucho esfuerzo?

Asentí con la cabeza y él continuó:

—Acabo de estar en la caravana de Istvan, nuestro hombre bala. Está completamente borracho. No logré despertarlo y la función empieza dentro de un cuarto de hora… La mano abierta de Ijo dibujó en el aire la estela de un cohete que terminó cuando sus rechonchos dedos me golpearon la frente.

—Te doy mil al contado si lo sustituyes.

—Nunca me han lanzado desde un cañón —le dije, dándole otra calada al cigarro.

—Sí que lo han hecho —replicó Ijo—, cuando tu ex te dejó, cuando tu hijo te soltó que no quería volver a verte más porque eres un cero a la izquierda, y cuando se escapó el gordinflón de tu gato. Y además comprenderás que para ser hombre bala no tienes que ser ni ágil, ni rápido, ni fuerte, sino ser lo suficientemente desgraciado y estar solo.

—Yo no estoy solo —protesté.

—¿No me digas? —exclamó Ijo en tono burlón—. Sin contar las relaciones sexuales, ¿cuánto hace que una chica ni siquiera te sonríe?

Antes de la función me pusieron un traje plateado. Le pregunté a un payaso viejo con una nariz roja enorme si no debería pasar por un mínimo entrenamiento antes de que me lanzaran.

—Lo más importante —masculló él— es que relajes el cuerpo por completo. O que lo tenses. Una de las dos cosas. No lo recuerdo bien. Y hay que poner mucho cuidado, también, en que el cañón esté orientado muy recto hacia delante, para no fallar el blanco.

—¿Y ya está?

Hasta con el traje plateado puesto notaba que apestaba a caca de elefante. Llegó el director del circo y me dio una palmada en el hombro.

—Recuerda —me dijo— que después de que te hayan lanzado hacia el blanco, vuelves enseguida al escenario y saludas muy sonriente. Y si, por lo que sea, esperemos que no, sientes algún dolor o te has roto algo, tienes que mantener la forma y disimular, para que el público no se dé cuenta de nada.

El público parecía realmente feliz. Animaba a los payasos mientras éstos me metían a empujones dentro de las fauces del cañón, y el payaso alto, el de la flor que salpica agua, me preguntó, un segundo antes de prender la mecha:

—¿Estás seguro de que lo quieres hacer? Todavía estás a tiempo de echarte para atrás.

Como asentí, él insistió:

—Supongo que sabes que Istvan, nuestro último hombre bala, está internado en el hospital en estos momentos con doce costillas rotas.

—Nada de eso —le dije—; sólo está un poco borracho y lo han dejado dormido en su caravana.

—Lo que tú digas —replicó el payaso de la flor que salpica agua, y, suspirando, encendió el cerillo.

A toro pasado tengo que reconocer que el ángulo del cañón era demasiado abierto. En lugar de dar en el blanco, volé hacia arriba, abrí un boquete en la tensada lona de la carpa y seguí volando hacia el cielo, alto, bien alto, sólo por debajo de la cortina de nubarrones negros que lo ocultaban. Volé por encima del autocinema, que ahora está abandonado y en el que Odelia y yo tantas películas habíamos visto; por encima del parque infantil por el que unos pocos dueños de perros daban vueltas estrujando las bolsas de plástico, y entre ellos vi al pequeño Max, que casualmente estaba allí jugando a la pelota y que al pasar yo por encima de él alzó la mirada y me dijo adiós con la mano; y sobre la calle Hayarkon, donde, en el espacio que queda detrás de los cubos de basura de la Embajada de los Estados Unidos, vi a Tiger, mi rechoncho gato, intentando cazar una paloma. Unos segundos después, cuando aterricé en el mar, el puñado de personas que había en la playa se quedaron allí aplaudiéndome, y al salir del agua, una chica con un piercing en la nariz me ofreció su toalla con una sonrisa.

Cuando regresé al circo, todavía tenía la ropa mojada y todo estaba ya a oscuras. La carpa se encontraba vacía y en el centro, junto al cañón desde el que me habían lanzado, estaba sentado Ijo, contando el dinero de la caja.

—Fallaste el blanco —me espetó furioso— y no volviste para saludar al público, como habíamos quedado. Así que te descuento cuatrocientos séqueles. Me tendió unos cuantos billetes arrugados, pero, al darse cuenta de que yo no los tomaba, me dirigió su torva mirada típica de los de Europa y me dijo:

—¿Qué prefieres, hombre, tomar el dinero o arreglártelas conmigo? —

Déjate de dineros, Ijo —le dije, guiñándole un ojo mientras me dirigía hacia la boca del cañón—, anda, haz el favor de volverme a lanzar.

¡NO LO HAGA!

Pit-Pit lo ve primero. Estamos yendo al parque para jugar a la pelota, cuando de repente dice:

—¡Mira, papá! Tiene la cabeza echada hacia atrás, y los ojos, que entrecierra hasta convertirlos en un par de rendijas, miran algo por encima de mí, y, antes de que me dé tiempo a empezar a imaginarme una nave espacial extraterrestre o un piano que esté a punto de caernos en la cabeza, tengo la firme corazonada de que aquí está pasando algo muy grave. Pero, cuando me vuelvo hacia donde mira Pit-Pit, sólo veo un edificio feo de cuatro plantas que, recubierto de un grueso estucado y de aparatos de aire acondicionado, dirías que padece una enfermedad en la piel. El sol, posado justo en lo alto del edificio, me deslumbra un poco, y, antes de que haya conseguido mejorar el ángulo de visión, le oigo decir a Pit-Pit:

—Quiere volar. Es entonces cuando distingo la silueta de un hombre con una camisa blanca, de pie, subido al muro que rodea la azotea y mirando hacia abajo, directamente hacia mí, y oigo a Pit-Pit susurrar a mi espalda:

—¿Es un superhéroe? Pero, en vez de responderle, le grito al hombre:

—¡No lo haga!

El hombre se limita a mirarme fijamente. Así que le vuelvo a gritar:

—¡No lo haga, por favor! Sea lo que sea lo que le haya hecho subir ahí, seguro que le parece que no tiene solución, pero sí la tiene. Si ahora salta, se irá con la sensación de que no había otra salida, y ése será el último recuerdo que le quede de esta vida. Ni la familia, ni el amor. Sólo recordará la derrota. Mientras que, si se queda, le juro, por lo que más quiera, que todo el dolor y la desesperación que ahora siente empezarán a desaparecer y de aquí a unos años todo lo que le quedará de eso será una divertida anécdota que le contará a la gente tomándose unas cervezas, la historia de cómo un día usted quiso saltar de la azotea de un edificio y un hombre que había abajo le gritó que…

—¿Qué? —me grita de vuelta el hombre señalándose la oreja.

No me oye, según parece, por el ruido de la calle. O puede que no sea por el ruido, porque yo he oído perfectamente su «¿Qué?». A lo mejor es que no oye bien, que tiene problemas de oído. Pit-Pit, que ahora me abraza la cintura sin conseguir rodeármela al completo, como si yo fuera un gigantesco baobab, le grita al hombre:

—¿Tiene usted poderes sobrenaturales?

Y el hombre vuelve a señalarse el oído, como si no consiguiera oírnos, y grita:

—¡Estoy harto! ¡Basta! ¡No aguanto más!

Pit-Pit entonces le vuelve a gritar, como si estuvieran manteniendo la conversación más natural del mundo:

—¡Vuele ya de una vez! ¡Venga! ¡Vuele!

Y a mí me entra una angustia espantosa, esa que te asalta cuando sabes que ahora ya todo depende sólo de ti. Me pasa mucho en el trabajo. Y con la familia también, aunque menos. Como entonces, cuando estábamos yendo a Sahne y se me bloquearon las ruedas al ir a frenar. El coche empezó a patinar por la carretera mientras me decía a mí mismo: «O solucionas esto o se acabó». Aquella vez, en Sahne, no conseguí solucionarlo y tuvimos un accidente bien grave. Liat, la única que no llevaba el cinturón abrochado, murió, y yo me quedé solo con los niños. Pit-Pit tenía entonces dos años y apenas sabía decir nada, pero Noam no dejaba de preguntarme: «¿Y mamá cuándo vuelve? ¿Cuándo vuelve mamá?». Y estoy hablando de mucho después del entierro. Entonces tenía ocho años, que es una edad a la que se supone que ya entiendes que alguien se ha muerto, pero no dejaba de preguntar. Y yo, que —sin que me hicieran falta todas aquellas preguntas— sabía que había sido por mi culpa, quise acabar con todo. Igual que el hombre de la azotea. Pero salí adelante. Tanto que hoy hasta ando sin muletas, vivo con Simona y soy un buen padre. Todo eso se lo quiero contar al hombre de la azotea; quiero decirle que sé perfectamente cómo se siente ahora, que, si no se estampa contra la acera como un trozo de pizza, todo pasará. Se lo garantizo. No hay un solo ser humano en este planeta azul que haya caído tan bajo como caí yo. Lo único que tiene que hacer es quitarse de ahí y darse tiempo (una semana. Un mes. Incluso un año, si fuera necesario).

Pero ¿cómo se le hace entender todo eso a alguien que es medio sordo? Y entretanto Pit-Pit me tira del brazo y dice:

—Hoy no va a volar. Venga, papá, ven. Vámonos al parque, antes de que se haga de noche.

Pero yo me quedo allí clavado y grito con todas mis fuerzas:

—Las personas mueren todo el tiempo, como moscas, sin necesidad de que nos matemos. ¡No lo haga! ¡Por favor, no lo haga!

El hombre de la azotea asiente con la cabeza. Parece que esta vez sí ha oído algo de lo que le digo, porque me vuelve a gritar:

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe que ella ha muerto?

Siempre hay una mujer que muere, quiero gritarle. Siempre. Y, si no muere ella, muere otro. Pero eso no lo va a hacer bajar de ahí, así que, en vez de eso, digo a voz en grito:

—Aquí hay un niño —y señalo a Pit-Pit— que no tiene por qué ver estas cosas.

Pero Pit-Pit, a mi lado, exclama:

—¡Sí quiero verlo! ¡Sí quiero! Vamos, vuele ya de una vez antes de que se haga oscuro.

Estamos en diciembre y la verdad es que oscurece muy pronto. Si salta, también esta vez recaerá sobre mi conciencia. Irene, la psicóloga de Maccabi, volverá a mirarme con su cara de «cuando termine ahora contigo, por fin me voy a casa», y me repetirá: «no es culpa tuya; tienes que meterte eso en la cabeza». Y yo asentiré sabiendo que al cabo de un par de minutos se acabará la sesión porque ella se tiene que ir a buscar a su hija a la guardería, pero eso no cambiará nada, porque también cargaré sobre mi conciencia con este hombre duro de oído, junto con Liat y el ojo de cristal de Noam. Tengo que salvarlo.

—¡Espéreme ahí —le grito con todas mis fuerzas—, un minuto, subo y hablamos!

Y él me grita desde arriba: —¡No puedo vivir sin ella! ¡No puedo!

—¡Un momento! —le insisto yo, para luego dirigirme a Pit-Pit y decirle—: Ven, cariño, vamos a subir a la azotea.

Pero Pit-Pit me dice un dulce «no» con la cabeza, como siempre que quiere que yo claudique, y me advierte:

—Si vuela, lo vamos a ver mucho mejor desde aquí.

—No va a volar —le aseguro—, por lo menos no hoy. Ven, vamos a subir; será sólo un momento. Es que papá le tiene que decir una cosa a ese señor.

—Pues grítaselo desde aquí —se empecina Pit-Pit. Su brazo se me escurre de la mano y veo que se tumba en la acera, igual que cuando se nos tira al suelo a Simona y a mí en el centro comercial.

—Te reto a una carrera hasta la azotea —le digo—. Si conseguimos llegar de un tirón sin parar ni una sola vez, nos ganamos, de premio, un helado cada uno.

—Yo quiero el helado ahora —lloriquea Pit-Pit, revolcándose en la acera—, ¡ahora! Pero ya no tengo tiempo para tanta tontería, así que lo tomo de los brazos. Él se retuerce berreando, aunque no le hago caso y echo a correr hacia el edificio.

—¿Qué le pasa al niño? —oigo gritar al hombre desde arriba. No le contesto, sino que me meto a toda velocidad en el portal. Puede que la curiosidad lo frene, puede que sólo por eso no salte y me espere.

El niño pesa. Es dificilísimo subir todas esas escaleras con un niño de cinco años y medio en brazos, y en especial tratándose de un niño que no quiere subir. Al llegar al tercer piso me quedo sin resuello. Una vecina pelirroja y gorda abre la puerta sólo una rendija y me pregunta a quién busco, porque, según parece, ha oído los gritos de Pit-Pit, pero no le hago ni caso y sigo subiendo las escaleras; aun suponiendo que le hubiera querido decir algo, tampoco habría podido, porque me falta el aire.

—Arriba no vive nadie —me grita—; sólo está la azotea. Al decir «azotea» se le quiebra la voz chillona que tiene y entonces Pit-Pit grita, bañado en lágrimas:

—¡Ahora! ¡Quiero el helado ahora!

Al llegar arriba me encuentro sin ninguna mano libre para abrir la puerta acordeón que se supone que lleva a la azotea, porque tengo las manos llenas de Pit-Pit, que no deja de patalear, así que le doy una patada con todas mis fuerzas, y se abre. La azotea está vacía. El hombre, que hace un momento estaba subido al muro que hace de barandilla, ya no está. No nos ha esperado. No ha esperado para averiguar por qué gritaba el niño.

—Ha volado —solloza Pit-Pit entre mis brazos—. ¡Ha volado y nos lo perdimos! ¡Por tu culpa!

Me acerco a la barandilla. Puede que se haya arrepentido y haya vuelto a entrar en el edificio, intento convencerme a mí mismo. Aunque no lo creo. Sé que está ahí abajo, tendido en la acera en una postura extraña. Lo sé. Y llevo en brazos a un niño que no puede verlo. Simplemente, no debe, porque le supondría un trauma para toda la vida, y ya tiene uno, así que no necesita otro más, pero, a pesar de todo, los pies me llevan hasta el borde de la azotea. Es como rascarse una herida. Como cuando pides una copa más de Chivas aunque sabes que ya has bebido demasiado, como conducir cuando sabes que estás cansado, tan cansado. Cuando estamos ya muy cerca del borde, empieza a notarse la altura. Pit-Pit se calla y puedo oír la respiración acelerada de los dos y las sirenas de las ambulancias a lo lejos, como si me dijeran: «¿Qué sentido tiene? ¿Para qué verlo? ¿Crees que algo va a cambiar? ¿Va a servir de algo?». Y de repente oigo detrás de mí la potente voz de la vecina pelirroja gritando:

—¡Suéltelo!

Me vuelvo hacia ella sin entender del todo qué es lo que quiere.

—¡Suéltame! —grita también Pit-Pit.

Le encanta cuando un desconocido se entromete.

—No es más que un niño —sigue hablando la pelirroja, y al instante la voz se le quiebra y ablanda. Está al borde de las lágrimas. El ulular de las sirenas se acerca cada vez más y la pelirroja empieza a avanzar hacia mí.

—Sé que está usted sufriendo —me dice—. Sé que todo es muy difícil. Lo sé. Créame.

Su voz denota un dolor tan profundo que hasta Pit-Pit deja de retorcerse y la mira hipnotizado.

—Míreme a mí —susurra la pelirroja—. Estoy gorda y sola. Yo también tuve un hijo. ¿Tiene usted idea de lo que es que se le muera a uno un hijo? ¿Pero se da usted cuenta de lo que va a hacer?

Pit-Pit sigue en mis brazos y se abraza a mí con fuerza.

—Mire qué niño más dulce —continúa ella, tan cerca ya de nosotros que estirando su gordezuela mano le acaricia el pelo a Pit-Pit.

—Aquí había un señor —dice Pit-Pit, y le clava sus hermosos ojos castaños, los ojos de Liat—. Había aquí un señor, pero ha volado. Y por culpa de Papá no lo hemos visto.

Las sirenas se detienen justo bajo nosotros. Doy un paso más en dirección al muro de la barandilla y la sudorosa mano de la pelirroja agarra la mía.

—No lo haga, por favor —exclama—; por favor, no lo haga.

Le compro a Pit-Pit una bola de vainilla en vasito de plástico. Yo elijo pistache con chips de chocolate en barquillo. La pelirroja se pide una malteada de chocolate. Todas las mesas de la heladería están sucias, así que limpio una para nosotros con una servilleta. Pit-Pit se empeña en probar la malteada, y ella le da un poco. También se llama Liat. Es un nombre común. No sabe nada de Liat ni del accidente. No sabe nada. Ni yo de ella. Excepto que perdió un hijo. Cuando salíamos del edificio justo metían el cadáver del hombre en la ambulancia. Por suerte estaba ya cubierto por una sábana blanca. Una imagen menos de cadáver en la cabeza. El helado está demasiado dulce para mí, pero a Pit-Pit y a la vecina se les ve contentos. Pit-Pit sostiene el vasito de plástico con una mano, y tiene la otra extendida hacia la malteada de la pelirroja. Siempre hace eso. No sé por qué. ¿Si ya tiene un helado, para qué quiere más? Abro la boca para decírselo, pero la pelirroja me hace señas de que no pasa nada y le da el vaso casi vacío de su malteada. Su hijo está muerto, mi mujer está muerta, el hombre de la azotea está muerto.

—Mire qué ricura —susurra, cuando Pit-Pit se esfuerza por sorber por el popote la última gota de la malteada de ella. La verdad es que es una ricura de niño.