Una postal de una de las mujeres más excitantes de la historia del arte en el México de principios de siglo XX
Ciudad de México (N22/Ana León).- Nahui Olin. Na-ui-O-lin. Nombre musical que suena a canción de cuna o a rumor de brisa de mar. Pero de la tranquilidad que la canción de cuna o la brisa de mar evocan, no tuvo nada. Más bien fue una turbonada. El 23 de enero murió a los 84 años de edad. Cuarenta y dos años han pasado de su partida, pero su historia, en los más recientes, vuelve con fuerza. Su vida ha sido novelada, estudiada y elogiada pero, también, objeto de crítica. ¿Fue artista? ¿Fue musa? ¿Fue caos?
De la memoria de aquellos que la miraron, persiste el poder de sus ojos de mar, del turquesa, de la desfachatez de mirar directo, de hablar directo, del lenguaje de su cuerpo, del torbellino de sus pataletas. Nahui Olin no sentía, se quemaba y el ardor le pasó factura en numerosas ocasiones.
Decir que “rompió los moldes de su época”, “que se quitó el corsé de la moral de principios del siglo XX” o “que se atrevió a vivir bajo sus propios términos”, sería caer en tres lugares comunes y demasiado obvios, y la congruencia es todo menos obvia. En palabras de Elena Poniatowska, que prologó el libro de investigación de Ariana Malvido (Nahui Olin, 2017) y que hizo un acercamiento propio en Las siete cabritas, Carmen Mondragón «se atrevió a vivir así, a sentir así, a enamorarse así, a pintar así, a identificarse así».
Corté
mis cabellos largos
y rubios.
Los corté
para amar
para dar un poco
del oro de mi cuerpo.
Los corté por amor.
Corté la mitad de los cabellos
para dar un poco
de mi cuerpo.
Corté mi largo abrigo de oro…
para el SOL
que viene de lejos
hasta mí
para amarme.
Dio demasiado de sí y esperó demasiado de los otros –a los que amó. La vida así resulta difícil y a ella se lo cobró. La intensidad de sus emociones la consumieron, pero fue la única forma de vida que habitó por decisión propia. No podía sentir menos. Dar menos. Esperar menos. Genio y locura, fue en esa grieta mínima, línea casi inexistente, tierra de nadie, que habitó y poco a poco su mundo se fue haciendo inaccesible y críptico.
«Nudista desde los siete años», criada como niña “de buena cuna”, se mostró precoz desde la infancia. Su cuerpo fue parte fundamental del lenguaje por medio del cual se comunicó, siempre más allá de las palabras. De sus amores se sabe el que profesó al Dr. Atl; de su atracción por quien fuera su marido, Manuel Rodríguez Lozano; de su pasión desbordada por Eugenio Agacino. Pero más importante aún, sus poemas, su particular estilo en la pintura, un poco naif y llena de color.
«Vivir con dos olas de mar dentro de la cabeza no ha de ser fácil.» EP.
Para acercarse a su vida puedes leer alguno de estos tres libros:
Nahui Olin, de Adriana Malvido, publicado por Circe.
Las siete cabritas, de Elena Poniatowska, publicado por Era.
La mujer que nació tres veces, de Sandra Frid, publicada por Planeta