Torgny Lindgren, “Aguardiente” (fragmento)

La última novela del narrador sueco es publicada en español por la editorial Sexto Piso, con la traducción de Juan Capel

 

Ciudad de México (N22/Redacción).- Nacido en el norte de Suecia en 1938, en Norsjö, Torgny Lindgren es considerado como uno de los mejores narradores contemporáneos- Desde su debut literario, en 1965, con el libro de poemas Tijeras de hojalata, el instrumento del corazón, ha publicado varias novelas, la primera de ellas en 1973, Otras preguntas. Lindgren que murió en 2017 en Estocolmo, fue miembro de la Academia Sueca desde 1991. De su trabajo y su potencia narrativa se ha dicho que es “original, inteligente y cínico, de una eficacísima sencillez formal y al mismo tiempo con las suficientes dosis de ambigüedad para resaltar el hálito perverso del relato”.

A continuación compartimos un fragmento de su última novela, Aguardiente, que narra la vuelta de un pastor octogenario al pueblo en el que vivió tiempo atrás, Avabäck, para “deshacer” su misión cristiana y convertirse en un misionero ateo.

 

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Bien eleva, a menudo con pesar, el alma sus alas, desde el éter reconfortada de puro pan angelical. Un sueño son la vida, la dicha y la muerte; vano nuestro esfuerzo, nuestro saber ninguno.

Erik Johan Stagnelius

Una vez al año, Ivar compraba una botella de aguardiente en Skellefteå.

Cuando fue su turno, se dirigió al mostrador y dijo que esta vez no quería ni Renat ni Kronvodka ni Absolut, que lo prefería de color o cuando menos especiado.

Observó a la dependienta con mucho miramiento; había algo en ella, al parecer inopinado, que atraía su atención; parecía tener unos sesenta años y llevaba el pelo recogido en un apretado moño sobre la coronilla.

Entonces le propondría un akvavit, dijo ella. No saben a eneldo ni a comino. ¿Le parece bien un Skåne? ¿Un OP? ¿Un Herrgårds? ¿O un Ödåkra?

La mirada de Ivar parecía detenida en el moño. Fue obvio que la dependienta lo notó porque se llevó la mano derecha al moño para cerciorarse de que estuviese en su sitio.

Es que no soy ningún experto, dijo Ivar. Todos me parecen buenos.

Si me permite una sugerencia, dijo la dependienta, le recomiendo Norrlands Akvavit. Norrlands Akvavit Añejo va bien con todo, en todo momento y circunstancia. Yo misma tomo un dedo todos los días. Es el número 262 del catálogo. Lleva bastante hinojo.

Ivar no pudo aguantarse más. Ese moño me recuerda algo de mi primera infancia, dijo. Pero no recuerdo lo que pueda ser.

Es fácil entenderlo, dijo la dependienta. De joven pertenecí a una parroquia en la que todas llevábamos estos moños, todas las feligresas. De la parroquia me deshice pronto, pero me quedé con el moño.

Ah, dijo Ivar. Pues que sea Norrlands Akvavit. Así está bien.

Es verdaderamente muy apreciado, dijo la dependienta. Comino y anís. E hinojo, como he dicho. De aperitivo. O con arenque. Por no hablar de un traguito, como quien dice, en el armario.

Yo soy de Nedre Avabäck, dijo Ivar. Nosotros no somos así.

Dicho sencillamente, dijo la dependienta con solemne timbre de voz recién adquirido, tres plantas de la familia Umbelliferae, las fanerógamas, tres hierbas salutíferas ensambladas felizmente en el agua de la vida. Y finalmente macerado con unas gotas de jerez. ¿Quiere una bolsa?

 

Dejemos que Torvald lo pruebe primero, si es que viene alguna vez, dijo Ivar a Asta al llegar a casa.

Y Asta leyó la etiqueta. ¿Añejo?, se preguntó. ¿Qué quiere decir añejo?

O Eskil de Svanliden, dijo Asta. Mientras tanto, lo dejo en el aparador de Eberhard.

Allí, en el fondo del aparador, encontró otra botella. Era idéntica a primera vista. La única diferencia radicaba en el paisaje de la etiqueta, el rápido en la botella de Ivar era más pronunciado, pero también más desleído.

Tiene que haber estado aquí muchos años sin nosotros saberlo, dijo Asta.

Eberhard guardaba sus secretos, dijo Ivar. Se conoce que no había perdón alguno para los que bebían aguardiente en su tiempo: se iban al infierno y al fuego eterno.

Ahora no importa, dijo Asta. Ahora que está muerto. Y dejó las dos botellas sobre el estante superior del aparador.

 

Por aquel entonces, a la edad de ochenta y tres años, retornó Olof Helmersson a la comarca. Nadie podría afirmar con seguridad cuánto tiempo había pasado fuera.

En Lycksele se enteró de que ya no eran valederos los billetes de vuelta, habían sido suprimidos. Además de billetes sencillos, había lógicamente bonos de transporte, tarjetas mensuales y tarjetas valederas por un año, pero lo más habitual, por así decirlo, era el billete sencillo.

Un billete sencillo a Avabäck, dijo. ¿Algún sobrecargo por la bicicleta?

No, esa bicicleta plegable cuenta como equipaje de mano y no otra cosa, dijo el conductor del autocar.

Era el único pasajero y se sentó detrás del conductor, en el asiento reservado para minusválidos. Debería reconocer el camino, se dijo. Pero no lo hago. En realidad debería sabérmelo de memoria, como me sé los diez mandamientos.

Esta carretera militar es siempre igual, dijo el conductor. Si se ha visto un kilómetro, se han visto setecientos.

Han pasado cuarenta años, dijo él. Cuarenta años enteros. O cincuenta. Muchas cosas han cambiado. Todo ha cambiado. Salvo los nombres de los pueblos: Annsia, Norräng, Lyckan, Karlsgård, Husbondliden.

Karlsgård es en honor de Karl XV, dijo el conductor. Casi todo permanece invariable y duradero, dijo él. Salvo los hombres.

Este camino es prácticamente el mismo que recorrieron los primeros colonos y Linneo y su discípulo Zetterstedt en su viaje a Laponia, dijo él, que retornaba a estos parajes después de muchos años. Y el rey Karl XV, cuando fue a inspeccionar las obras de drenaje de los cenagales de Västernorrland tierra adentro. Y el pintor Osslund.

Y yo también, añadió. Sí, son muchos los que lo han recorrido, dijo el conductor.

 

De vez en cuando se incorporaba y movía la cabeza para fijar la vista en algún punto del paisaje, quizá hallase alguna cosa reconocible. Eso fue precisamente lo que hizo cuando pasaron por uno de esos pueblos alargados y dispersos a orillas del río. Se incorporó y apoyó las palmas de las manos y la frente en el cristal de la ventanilla mientras examinaba un predio muy tupido entre dos granjas.

Qué raro, no pude ver la capilla, dijo después de haberse sentado.

Ardió, dijo el conductor. Y nadie se ha ocupado de reconstruirla.

Entonces, a primeros de junio, aún quedaba en las cunetas el agua derretida de la cima del monte Avaberg, y la enramada verde clara de los abedules parecía cristalina. Se apeó en el cruce por encima de Lillåberg.

¿Le recogeré de vuelta?, preguntó el conductor.

Ya veremos, dijo. Ya veremos. Luego fue en bicicleta hasta Nedre Avabäck, remontó a pie la última cuesta, llevando la bicicleta de la mano. En el portabultos llevaba una pequeña maleta de cuero con mudas, pijama y bolso de aseo. Se detuvo un rato bajo el serbal recién florecido delante del garaje de Eberhard Lundgren, su respiración lo requería. No en vano tenía ochenta y tres años. Después apoyó la bicicleta contra la pared de la casa.

Entró sin llamar a la puerta. Mientras tendía sus flacas y huesudas manos y saludaba a la gente de la casa, dijo:

Soy yo, Olof Helmersson. Y los de la casa farfullaron sus nombres: Ivar y Asta.

En realidad busco a Eberhard, dijo él.

El transistor encima del fregadero emitía «Let’s Kill Ourselves a Son».

Eberhard murió hace muchos años, dijo Ivar. Ya lo ha olvidado la mayoría.

Él era hermanastro de mi abuela, dijo Asta. De ese modo heredamos la casa.

Olof Helmersson preguntó entonces si podía sentarse un rato en el escaño de la cocina. Por la ventana que daba a poniente se veía el frontis lateral de la capilla; ya no aparecía pintado de blanco sino de amarillo. Al hablar le temblaba y vibraba la piel seca y arrugada de su nudosa garganta.

Eso, exclamó, jamás lo hubiera imaginado a pesar del empeño que había puesto en imaginar todo. Estaba convencido de que Eberhard saldría a mi encuentro y se fundiría conmigo en un abrazo en esta misma cocina. Te he esperado de verás, le habría dicho Eberhard, siempre supe que volverías, que era cuestión de tiempo. Los de aquí queremos preguntarte algunas cosas. No ha pasado un solo día sin que hayamos pensado en ti y hablado de ti, Olof Helmersson. Te has hecho más viejo, justo es reconocerlo, pero sabemos que aun así eres el mismo, que tu esencia permanece invariable, que eres una roca sobre la cual poder construir.

¿Cómo murió Eberhard?

Por lo que sabemos, no murió de ninguna forma especial. Murió en paz, según anunció el periódico.

¿Nada más?

No, nada más.

Incluso había imaginado que Eberhard le sacaría enseguida un plato de comida, puesto que había viajado desde Umeå con una hora de parada en Lycksele, demasiado viaje para un hombre sin comida en la mochila. Se había figurado un pedazo de esa carne confitada del matadero de Holmlund en Bastuträsk y un trozo de queso cremoso de la central lechera de Norsjö, y una de esas barras de pan almibarado de Herta Lyxell. Y acaso hasta mantequilla casera de Gransjö. Pero comprendió con pavor que nunca volvería a ver a Eberhard.

La carnicería de Holmlund y la central lechera están clausuradas, y Herta Lyxell está muerta, dijo Asta. Y Gransjö está abandonado.

Aun así pasan cosas en el lugar, dijo Ivar.

¡No!, exclamó Olof Helmersson. Ahí le fallaron tanto la ra- zón como la imaginación. Había previsto que hubiesen muerto todos los Lindgren y los Burvall; en esas familias no sólo existió cierta sensibilidad musical y propensión artística, sino también, desde hacía mucho tiempo, una tuberculosis latente por no hablar de cosas peores. ¡Pero Eberhard! ¡Eberhard!

Ivar y Asta se sentaron a la mesa de la cocina. Y Asta preguntó: ¿Quieres comer algo?

No quisiera molestar, dijo. Soy un hombre muy parco.

Masticando afanosamente la carne ahumada de reno y una galleta de pan, prosiguió. Por lo que le concernía, no podía figurarse a Eberhard decrépito o envejecido, ni mucho menos muerto. No, Eberhard seguía siendo para él el tesorero del club juvenil, el que convocaba el coro y el que más tarde fue presidente de la parroquia.

Además, podía levantar y acarrear él solo un puntal de granito de la verja.

¿Y dónde podría dormir?

Lo había tenido claro: Yo duermo en casa de Eberhard.

El transistor emitía entonces las notas de «In the Future When All’s Well». Eran las nueve de la noche y el sol estaba todavía alto sobre el edificio de la capilla.

La cama sigue donde estaba, dijo Asta. Y está hecha, como lo estuvo siempre, como la heredamos; no hemos querido tocarla.

Sabe Dios cuándo fue la última vez que alguien durmió en ella, dijo Ivar.

Luego permanecieron dentro de la alcoba mirando la cama.

Era, pues, la cama del predicador.

Tenía un dosel alto, de vieja madera pintada y coronado por un friso de flores labradas y tres cetros torneados, incluso los extremos, la cabecera y los pies, estaban rematados por pequeñas rosas y similares cetros asimismo tallados, si bien más bajos y sencillos. Las patas estaban pintadas con tintura de bronce. El alto y combado lecho estaba cubierto por una colcha blanca bordada a ganchillo. En la cabecera había una almohada bordada, adornada con la gavilla real del escudo de la familia Bernadotte, es decir un águila y dos coronas.

El primero que durmió en ella debió de ser Karl XV, dijo Ivar.

O el obispo que le acompañaba, dijo Asta.

Nunca se pudo saber con certeza dónde pasó las noches Karl XV, dijo Ivar.

Y después pasaron predicadores sin prédicas, dijo Asta. Ambulantes. Por no hablar de los evangelistas. El propio pastor vivió en la buhardilla de la capilla.

 

 

**Este fragmento de Aguardiente fue publicado con la autorización de Sexto Piso