¿Se puede producir una buena película de ficción solo con una cámara, 3 luces, un crew de 4 personas y 190 mil pesos? Quienes sabemos lo que cuesta hacer una película documental o de ficción, sabemos que esta pregunta, se antoja más como una provocación. Pero cuando esta afirmación no sólo resulta ser real, sino además el eje de todo un movimiento cinematográfico, entonces vale la pena detenerse y entregarnos al beneficio de la duda.
Se trata de CINE ATOMO, una propuesta que nació en el 2004 en la Escuela de Cine de Mérida, en Venezuela, cobijada por el destacado cineasta Alberto Arvelo. Grandes expectativas despertó entre sus alumnos, al anunciarles en una de sus clases que la realización de su reciente película Habana Havana, inauguraba un nuevo movimiento cinematográfico.
La inquietud creció entre los alumnos cuando Arvelo, quien entonces tenía 38 años, les explicó que la película que verían en aquel momento había sido filmada con una minidv digital en menos de 3 semanas y con 4 personas. El resultado, una película de factura sorprendente.
Contagiado por ese impulso creativo, César Lucena, entonces alumno de Arvelo, decidió en ese momento integrarse al movimiento y se trazó como objetivo filmar su primera película con las mismas características que había sido realizada Habana Havana. Cuatro años después (2009) iniciaba con el rodaje de su ópera prima, Samuel, un largometraje que se convertiría en el segundo film que daría cuerpo a ese movimiento.
Con un entusiasmo que contagia y una sobrada sencillez, César Lucena me contó con gran gozo cómo fue que decidió unirse a CINE ATOMO, propuesta cuyo eje es hacer cine con pocos recursos: “no se trata de hacer un cine pobre, sino de potenciar un cine mínimo, pero de gran calidad. La idea central es comprometer a un pequeño grupo de personas dispuestas a usar la tecnología al servicio de la simplicidad, de la creación y de la imaginación, en donde una historia bien contada es el capital esencial”.
Fundamental en el CINE ATOMO es hacer arte mínimo, con pocas personas y recursos, porque ahí reside la riqueza, “poder meterte en una realidad sin tocarla, sin alterarla. Nada está preparado, llegas, entras ahí, sin adulterarla, sin tocarla, sin que se sienta la estructura invasiva del cine”. Por eso no hay departamento de arte, de locaciones, ni un crew de 200 personas.
Mientras César Lucena me cuenta esto, pienso inevitablemente en DOGMA95, aquel apasionante movimiento cuyo manifiesto leído por el cineasta danés Lars Von Trier, desde el teatro Odeón en París en la primavera de 1995, sacudió el universo cinematográfico. Al trastocar los cánones de la industria fílmica, sentenció que las películas que respaldaría DOGMA serían aquellas que evitaran las acciones superficiales estilo Hollywood y las suntuosas producciones. De hecho Lars Von Trier planteaba prácticamente una política de abstinencia y moderación. Igual que en CINE ATOMO se planteaba, entre otras cosas, que la película se filmara en locaciones naturales con luz no artificial y sin el cobijo de los sets y los estudios cinematográficos. La apuesta visual se trasladaba a una cámara en mano, más cercana al documental.
Con los matices necesarios, no puedo dejar de hacer la comparación porque DOGMA 95 como CINE ATOMO enarbolan nuevas formas de hacer cine para volver a lo esencial: equipos modestos muy alejados de un falso glamour, que sólo va en detrimento de lo esencialmente cinematográfico, mayor espontaneidad y mucha naturalidad.
Cuando le hablo de ello a César, sonríe como quien ya ha escuchado varias veces esta pregunta. Me cuenta que ante éste cuestionamiento, Alberto Arvelo, su fundador, siempre responde que es una especie de DOGMA pero menos «dogmático», quizá mas tropicalizado.
Hay diferencias grandes, me dice Lucena, la más evidente es que la mayoría de las películas que se hicieron bajo el cobijo de DOGMA 95 fueron filmadas en 35 milímetros. Caso contrario a las películas venezolanas que han sido rodadas en formato digital. «Yo filmé esta película (Samuel) con una cámara Sony XDCAM que me prestaron, un kit de 3 luces, un equipo de 4 personas, el fotógrafo, un sonidista, un asistente y yo. Fueron cinco semanas de rodaje nada más, pero me tardé dos años en terminarla, me costó aproximadamente entre 10 mil y 15 mil dolares”.
El resultado cinematográfico de la película es notable. A pesar de que su ritmo es lento, no deja de sorprendernos la magia del lugar donde fue filmada, como si de un set se tratara. Actuaciones espléndidas para sostener una confrontación entre la ciencia y la fe.
Luego de presentarse hace unos días en México, durante la Primera Muestra de Cine Venezolano, Samuel, ópera prima de César Lucena, se consolida como la segunda película de un movimiento al que se antoja seguirle la pista. Un cine de ficción cuya hechura y forma de producción cercanas al documental, nos regalan la posibilidad de construir un cine mínimo al servicio de la imaginación.