Para la escritora mexicana Isabel Zapata, escribir es una manera de pensar más que de sentir, de organizar. Así, paseamos por los temas a los que vuelve constantemente y por esa ficción que es la memoria
Ciudad de México (N22/Ana León).- En el ensayo que abre el libro Alberca vacía (2019), «Mi madre vive aquí», Isabel Zapata cita a Walter Benjamin: «Jamás podemos rescatar del todo lo que olvidamos. Quizá esté bien así. El choque que produciría recuperarlo sería tan destructor que al instante deberíamos dejar de comprender nuestra nostalgia. De otra manera lo comprendemos, y tanto mejor, cuanto más profundamente yace en nosotros lo olvidado.» Con esta cita, una de muchas que hace a lo largo de este libro, nos adelanta bastante de lo que será recorrer sus páginas. La memoria es uno de los temas centrales de esta colección de ensayos, y ordenarla, una de sus obsesiones.
Para acercarse a este libro no es necesario conocer mucho de la autora, unos básicos son suficientes: sus géneros son poesía y ensayo, es columnista en Letras Libres, feminista, contagia su gusto por algunos autores escribiendo acerca de ellos, sobre todo de autoras. Es una de las fundadoras de Ediciones Antílope; se formó en la ciencia política y también en la filosofía y desde siempre, sin exagerar, desde siempre, escribe. Aun cuando no sabía escribir, escribía: me cuenta que su mamá guardó libros que “escribía” cuando no tenía ni idea de qué era eso. Y esto lo adjudica a una cosa de imitar, pues su madre escribió diarios toda su vida, y eso era lo que ella veía. Ahí está entonces ese registro, esa pulsión de materializar, a través de las palabras o de su intención, el paso del tiempo.
Pero, ¿cuánto de esto es real? Con cierta emoción, me explica: «Descubrí, bueno descubrí algo que todo el mundo supongo que sabe, pero que me inquietó, esta cosa de cuánto del andamiaje emocional y memorioso con el que vivimos, y además que determina un montón de cosas de las que hacemos y un montón de ideas de las que tenemos, nos lo inventamos, o lo escuchamos o lo vimos en fotos… ¿cuánto es real?»
Y, además, «también platicando con Daniel Saldaña, que no sé si leíste su libro [El nervio principal], que está muy padre, hay una parte en la que el protagonista cita un estudio científico que lee en una revista –que sí existe, después Daniel me dijo que sí existe–, que habla de cómo los recuerdos a los que más volvemos, a veces, son los que más desgastamos y por lo tanto los que más reescribimos, y por lo tanto los más falsos. A mí se me hace aterrorizante pensar que los recuerdos que más importantes son para mí, son los menos fieles a la realidad. Y que de repente los recuerdos más fieles o más honestos o más reales que tenemos, son los que te vienen de golpe, y eso es lo más genuino. ¡¿Imagínate las repercusiones que tiene eso?!, incluso sobre las ideas que tenemos de nosotros mismos. ¿Cuántas historias nos contamos sobre nosotros mismos?, porque son narrativas de recuerdos inventados.»
Y entonces es así como esta alberca vacía más bien está llena, de memoria, aunque la memoria está llena de nostalgia, de lo que fue y ya no es, de lo que creemos fue, de las ficciones de un momento que ha quedado sostenido en el tiempo por alfileres. Volvemos a las albercas constantemente.
Pero no todo es albercas, me dice Isabel. En esas idas y venidas que tiene la edición de un libro, están los primeros nombres y el de éste fue, en algún momento, el del ensayo que cierra esta narración: “Maneras de desaparecer”, pero «me hicieron notar muchos amigos que había muchos libros que se llamaban así, como “Modos de”, “Maneras de”. Tenía miedo de ponerle Alberca vacía porque no sabía si sólo era una imagen que para mí era nostálgica o para mí era importante. Porque en realidad no es como que el libro se trate de albercas vacías, el libro se trata de sí albercas vacías, pero simbólicas. Pero luego me atreví porque con quien platicaba me decían que las albercas vacías sí son tristes porque son lugares que estuvieron hechos para algo que ya no está. Entonces cualquier alberca vacía es una alberca que está cumpliendo una función distinta para la que fue hecha y eso se me hace muy padre, pensar en un espacio que necesariamente está roto en ese sentido y que cambió y que desapareció. Me parece que está mejor. De repente lo dudo. Me interesaba ese tema de los espacios abandonados.»
Aquí se habla mucho de la memoria a través de los objetos: una biblioteca ajena, de fotografías, de animales –en específico perros, aves y pulpos–; se habla también de leer como un acto de amor, de los recuerdos de infancia, pero todo a través del ensayo de una forma íntima, muy próxima a la subjetividad de la escritora y del propio lector. De pronto, el ensayo, que a veces puede ser muy duro o rígido, «pues está muy asociado con la academia y con todo ese tipo de cosas», se convierte en «estos ensayos personales, creativos, que son maneras de pensar, como paseos por las cosas. La palabra misma ensayo viene de eso, de intento, y no de certeza, y no de respuesta, sino de manera de preguntarnos cosas y en el libro hay varias veces que digo una cosa y luego, bueno, pues tal vez no, porque no se trata de ofrecerle al lector –porque yo misma no las tengo–, respuestas sobre nada, sino más bien maneras de pensar en cosas.»
–¿Y estas maneras de pensar y estas preguntas que te haces a través de los ensayos también son una forma de registro y de memoria, y de materialización del tiempo de alguna manera?
–Y que también van cambiando. En Monterrey una chica me preguntó, muy inteligente, que ella había visto ensayos que están en el libro que han ido cambiando, y en Internet hay otras versiones. «Has ido como añadiendo, o copiando, pegando, borrando, y entonces, ¿cuál es la diferencia entre eso y una foto recortada en la que por ejemplo, eso también cambia y es medio falso». No me lo dijo en mala onda, pero como diciendo al final un texto puede ser una ficción, pues uno cambia todo de un momento a otro y se me hizo muy padre esa idea. Al final, hay cosas que leo en el libro y que ya no pienso así, digo, y han pasado seis meses. En ese sentido es como una fotografía, en un momento.»
El ensayo como una fotografía, entonces. Y si leemos justo la entrada de “Contra la fotografía”, el segundo ensayo de este libro, hallamos esto: «Como los círculos concéntricos que se forman alrededor de una piedra arrojada al agua quieta, la fotografía rodea a la realidad. Se acerca, la acaricia. No la captura. Titubea.» En consonancia con sus propias palabras, si el ensayo es como una fotografía en un momento, también «acaricia» la realidad sin capturarla, sin enterrarla, sin ser definitivo.
«No son definitivos, son intentos, ensayos, algunos van a seguir engordando. Tal vez no todos, porque algunos sí son muy redondos como el de “¿Es posible leer en silencio?”, pero hay otros que les puedo seguir agregando. Y me gusta eso, no me siento obligada a que ningún libro, ni ningún texto, ni ningún poema mío o ajeno, tenga que ser una cosa terminada, porque entonces nunca publicarías nada. No hay texto definitivo, por suerte.»
Isabel creció en una casa llena de libros. Mejor dicho, dos, la de su padre y la de su madre. En cada una se tenían rituales de cuidado de los mismos y los libros eran objetos en torno a los que sucedían cosas. En su formación le pareció determinante y me dice que en aquellos años de infancia juzgaba un poco a la gente bajo esa luz: de qué tanto leía y qué tanto estaba interesado en temas de literatura y cultura. Ahora eso ya no le parece así.
Para ella más que publicar los libros propios, cabe aclarar, y primero, está el escribir, «realmente empecé a escribir más por necesidad. Si a mí me dicen nunca más vas a publicar un libro yo igual seguiría escribiendo, me gusta mucho la idea y estoy feliz con los libros y todo, pero para mí la labor del editor es una labor, en mi vida, más importante en el sentido de publicar, no de escribir. Escribir siempre lo voy a hacer. Es una cosa muy personal como de organizar. En una entrevista que me hizo Héctor González, de Aristegui, nos daba mucha risa porque me hizo una pregunta parecida a ésta [donde él tituló su entrevista con esta frase dicha por Isabel: “Tal vez soy la Marie Kondo de la literatura”] y me decía “pero, ¿por qué escribes, cuál es el impulso?” y sí es cierto, lo dije de broma, pero es cierto, es una manera de organizar lo que pienso. Escribir sí es una manera de pensar en ese sentido, para mí, más que de sentir. Creo que cuando era más joven escribía con más sentimiento y ahora estoy tratando de escribir más con la cabeza» [Isabel sigue siendo joven, tiene apenas 35 años].
En poco tiempo publicará un nuevo libro de poesía: Una ballena es un país.