El editor italiano reunió centenares de textos escritos en las solapas de los libros de Adelphi, sello que dirigió, para reivindicar un oficio que se mira con cierto desdén
Por Guadalupe Alonso Coratella
«Una solapa es una humilde y ardua forma literaria que aún no ha encontrado a su teórico ni a su historiador. Para el editor es, con frecuencia, la única oportunidad para referirse explícitamente a los motivos que lo llevaron a elegir un cierto libro. Para el lector, es un texto que se lee con suspicacia, temiendo enfrentarse a una falsa persuasión. Sin embargo, la solapa es parte del libro, de su fisonomía, lo mismo que el color y las imágenes de la portada, lo mismo que los caracteres con los que fue impreso. No obstante, una cultura literaria se reconoce también por el modo como se presentan los libros».
Con estas líneas, Roberto Calasso da pie a la presentación de Cien cartas a un desconocido, publicación de Adelphi (Milán, 2003), editorial italiana que encabeza y que es reconocida como una de las más prestigiadas en Europa. La edición reúne un centenar de textos escritos por Calasso en las solapas de los libros de esta casa editora. De entrada, sorprende la idea de hacer una antología de solapas, un oficio que se mira con cierto desdén, de no ser porque en este caso quien las ha escrito es considerado un hombre de letras de gran erudición. El mismo Calasso se ocupa, en el prólogo, de reivindicar el trabajo de esas plumas ocultas que a través de unos cuantos párrafos deben invitar a la lectura de un libro. Al hacerlo, pone en perspectiva la labor de selección que lleva a cabo una editorial y la validez de esa forma literaria conocida como solapa.
De acuerdo con el autor de La literatura y los dioses, si se mira de cerca, la historia de las editoriales es una historia de sorpresas perennes, una historia en la que reina lo imprevisto y donde las posibilidades de equívoco se han multiplicado ante la proliferación de escritores y las actuales condiciones del mercado. Quien se refiere al público, dice Calasso, piensa en una entidad desordenada, informe. Sin embargo, la literatura es solitaria, como el pensamiento, y presupone la oscura y aislada elección de un individuo en singular. Por ejemplo, el lector que entra en una librería, toma un libro en sus manos, lo hojea y por unos instantes se separa totalmente del mundo. Escucha una voz que los demás no oyen. Acumula fragmentos de frases al azar. Cierra el libro, mira la portada y luego, en muchas ocasiones, se detiene a leer la solapa en espera de ayuda. En ese momento está abriendo, sin saberlo, un sobre. Esas pocas líneas, separadas del texto del libro, son de hecho una carta: la carta a un desconocido.
Las cartas de Roberto Calasso se leen como una serie de breves ensayos que con puntualidad y destreza, ofrecen un retrato fiel del autor y su obra. En complicidad con la editorial, los textos de Calasso son una “aproximación al mundo posible que se manifiesta en el bosque de páginas que surgen bajo el sello de Adelphi”. Pero más allá de este contubernio, la selección que ha realizado su autor, entre cerca de mil títulos “solapados”, se revela como un mapa personal, una invitación a detenernos en los parajes más deslumbrantes de la literatura, aquellos que en el inventario de Calasso deben ser imprescindibles. Enseguida algunos ejemplos.
Textos cautivos, de Jorge Luis Borges
Encontrar a un crítico capaz de decir lo esencial de un libro en treinta líneas, es un viejo sueño de muchos redactores. Y bien, al menos una vez, ese sueño se hizo realidad: fue en los años treinta, en Argentina, en las columnas de una revista femenina que circulaba bajo el ominoso nombre de El Hogar. El joven crítico que se adiestró en reseñas, ensayos, “biografías sintéticas” y noticias culturales fulminantes, había escrito dos libros de título singular: Historia universal de la infamia e Historia de la eternidad, se llamaba Jorge Luis Borges. Es probable que ninguna de las damas bonaerenses aficionadas a El Hogar, se haya dado cuenta de que estaba leyendo la prosa de quien se convertiría en el símbolo de la literatura misma –y también de la más vertiginosa erudición. Que aquello que les pasaba por los ojos cada semana, era un crónica de la literatura de esos años registrada día con día (y eran tiempos en que las novedades sobre los anaqueles de las librerías destacaban nombres como Kipling, Chesterton, T. S. Eliot, Kafka, Huxley, Döblin, Maugham, Hemingway, Simenon, Wells, Greene, además de los numerosos rivales de Ellery Queen entre los cuales el joven Borges, a la par, se distinguía). Mas no cabe duda que algunas de esas damas debieron apreciar la claridad y concisión ejemplares del desconocido crítico y constatar —si por casualidad abrieron un par de los libros reseñados— la portentosa precisión de sus juicios. Y no habrá faltado, desde luego, quien supiera atrapar un destello de la deliciosa ironía que circula en estas páginas de intachable seriedad.
1998
Lolita, de Vladimir Nabokov
Sería difícil, para quien no haya sido testigo, imaginar hoy en día la magnitud del escándalo internacional que, por faltas a la moral, provocó la publicación de Lolita en 1955. Es tal la creencia en la insulsa regla según la cual todo aquello que causa estrépito está inevitablemente desprovisto de calidad literaria –era tanta la ignorancia que había en torno a la obra de Nabokov—, que muy pocos comprendieron lo que hoy es evidente a los ojos de todos: Lolita no es sólo una gran novela sino uno de los grandes textos sobre la pasión que atraviesan nuestra historia desde la leyenda de Tristán e Isolda hasta La cartuja de Parma; de las canciones de los trovadores a Ana Karenina.
Pero, ¿quién es Lolita? Esa “nínfula” (genial invención lingüística de Nabokov, más tarde degradada por el uso trivial, casi como una venganza contra su belleza) es la más fascinante aparición moderna de la Ninfa, uno de aquellos seres casi inmortales que fueron los primeros en atraer el deseo de los dioses del Olimpo hacia la tierra e invadir su mente con la posesión erótica. Porque quienquiera que sea “capturado por las Ninfas”, de acuerdo con los griegos, es arrollado por una sutil forma del delirio, el mismo que posee al inolvidable profesor Humbert Humbert por la pequeña, intensamente norteamericana Lolita. Norteamérica, Lolita: estos dos nombres son, de hecho, los protagonistas de la novela, explorados sin tregua desde el ojo insaciable de Humbert Humbert y de Nabokov. Realidad geográfica y personaje llegaron a imponerse con tan prodigiosa precisión, que sería válido decir: Norteamérica es Lolita, Lolita es Norteamérica.Y todo esto, como sólo sucede en las grandes novelas, nunca es evidente. Lo descubrimos paso a paso, más bien dicho, milla por milla, a lo largo de las infinitas calles de Norteamérica salpicadas de moteles.
1993
La insoportable levedad del ser, de Milán Kundera
Protegido por un título enigmático que se imprime en la memoria como una frase musical, esta novela responde con fidelidad al precepto de Hermann Broch: «Descubrir aquello que sólo una novela puede descubrir». Esta revelación novelesca no se limita a la evocación de algunos personajes y sus complicadas historias de amor, aun si en este caso Tomás, Teresa, Sabina y Franz se nos manifiestan de inmediato, tras unos cuantos acordes, con una precisión irreductible y casi dolorosa. Dar vida a un personaje significa, para Kundera, «ir hasta el fondo de ciertas situaciones, de ciertos motivos, acaso de ciertas palabras que son la materia misma de la que está hecho». Una vez que lo logra, entra a la escena un personaje ulterior: el autor. Su rostro está en la sombra, en el centro del cuadrilátero que forman los personajes de la novela, cuatro vértices que cambian continuamente sus posiciones en torno a él, alejándose y volviendo de acuerdo a las circunstancias y los laberintos de la historia, oscilando entre un liberalismo descarnado y esa especie de compasión que es “la máxima capacidad de imaginación afectiva, el arte de la telepatía de las emociones”. Al interior de ese cuadrilátero se tejen múltiples hilos: uno hilo es el detalle fisiológico, otro hilo es una cuestión metafísica; un hilo es una anécdota histórica atroz, otro, una imagen. Todo es variación, una incesante exploración de lo posible. Con ligereza diderotiana, Kundera logra ocultar, detrás de los hechos singulares, múltiples interrogantes profundas para componerlas después en una polifonía de voces hasta envolvernos en un vértigo que nos remite a nuestra experiencia constante y mutua. Así, reencontramos ciertas cuestiones que han invadido nuestra vida y que tienden a pasar inadvertidas por una literatura apabullada ante su magnitud: la transformación del mundo entero en una inmensa “trampa”, la anulación de la existencia tal y como sucede en las fotografías retocadas por los soviéticos, en las que hacen desaparecer las caras de los personajes que han caído en desgracia. Adiestrado desde hace tiempo para percibir en la “Gran Marcha” hacia el devenir la más falsa de las ilusiones, Kundera ha logrado mantener intacto el pathos de aquello que, entretejido de innumerables retornos, como los amores tortuosos, está listo, sin embargo, para aparecer una única vez y desaparecer como si nunca hubiera existido.
1985
En la Patagonia, de Bruce Chatwin
“Patagonia”, decían Coleridge y Melville para referirse a lo extremo. «No hay nada más que la Patagonia, la Patagonia que convenga a mi inmensa tristeza», cantaba Cendrars a principios de este siglo. Después de la última guerra, algunos jóvenes ingleses, sumergidos en la geografía de los mapas, buscaban el único lugar adecuado para huir de la próxima destrucción nuclear. Eligieron la Patagonia. Y precisamente a la Patagonia se iría Bruce Chatwin, no tanto para salvarse de una catástrofe, sino tras las huellas de un monstruo prehistórico y de un familiar navegante. Los encontró a ambos y, al mismo tiempo descubrió, una vez más, el encanto de viajar, ese encanto que suele disiparse con facilidad ahora que cada lugar del mundo se convierte, ante todo, en el pretexto para un inclusive tour. A pesar de ello, siempre surge de nuevo el inagotable llamado, el vagabundo sobresalto de una sombra —el viajero— entre escenarios siempre cambiantes. Y nada se revelará tan mutable como la Patagonia, que se vislumbra como un desierto: «ni un solo ruido excepto el viento, que silbaba entre los zarzales y la hierba muerta, ninguna otra señal de vida más allá de un halcón o de un escarabajo inmóvil sobre una piedra blanca». Al interior de esta naturaleza, que tiene la abstracción y la irrealidad de aquello que es demasiado real, desacostumbrada desde siempre al hombre, Chatwin encontrará un archipiélago de vidas y de casos mucho más sorprendentes de lo que cualquier exotismo permita pensar. Esta tierra excéntrica por excelencia, es un perfecto receptáculo para la alucinación, la soledad y el exilio. Aquí, los colonos galeses vierten el té en trastecillos artesanales; aquí circulan locos que se atribuyen el título de rey de los Araucanos o cultivan la memoria de Luis II de Bavaria; aquí todavía se hallan recuerdos elusivos a Butch Cassidy y Sundance Kid; aquí se respiran aires de grandes naufragios; aquí, los desterrados holandeses, lituanos, escoceses, rusos, alemanes, deliran sobre la patria perdida; aquí Darwin se topó con aborígenes de lenguaje sutil y los encontró tan “abyectos” que dudó que pertenecieran a su misma especie; aquí se pueden ver unicornios pintados en las cavernas; aquí sobrevive cualquiera que tenga necesidad de olvidar un pasado atroz. Como un nuevo W. H. Hudson, devoto sólo al “dios de los viandantes”, Chatwin nos relata sus múltiples estaciones, que van de barracas de latón, chalets absurdos y castillos simulados, hasta grandes fábricas. Y cada una de sus estaciones es una novela en miniatura. Al final, la Patagonia se nos revelará como un sitio donde pululan los fantasmas que se mueven en el fondo de la “calma primitiva” del desierto, la misma en la que Hudson creyó reconocer “quizás algo similar a la Paz de Dios”. Publicado en 1977 como ópera prima, esta obra pertenece a la hoy rarísima especie de libros que provocan una suerte de enamoramiento. Quien se apasione por esta novela, encontrará en la Patagonia de Chatwin, el lugar que hacía falta en su geografía personal y el cual secretamente anhelaba.
1982
Relatos, de Katherine Mansfield
En los inicios del siglo XX, una joven neozelandesa, todavía medio extraviada en Inglaterra y provista solo de “ese trágico optimismo que a menudo es la única riqueza de la juventud”, comenzó a escribir historias comunes de mujeres (y de hombres) comunes –y lo hizo febrilmente hasta la muerte que la alcanzó a los 34 años, en 1923. Leídos al día de hoy, los relatos de la Mansfield parecen uno de esos grandes e inagotables descubrimientos que en pocos años cambiaron la fisonomía de la literatura, como sucediera con los primeros trabajos de Joyce, las novelas de D. H. Lawrence o la narrativa de Virginia Wolf —tres escritores con los que la Mansfield mantuvo una relación que oscilaba entre la admiración y la hostilidad. Compartía con ellos la obstinada voluntad de imponer una exigencia absoluta a la literatura, pero aún más que ellos, la Mansfield estaba expuesta a las habituales traiciones, a los vuelcos malignos de la vida, que continuamente se le presentaban “bajo los despojos de una pordiosera del cine norteamericano”. Quizás por esto la Mansfield, más que cualquier otro escritor moderno, supo darle voz en sus relatos a la incertidumbre: como espasmo, punzada, angustia radical y, al mismo tiempo, como prodigio, éxtasis injustificado, percepción pura. Aquí la psicología no necesita formularse, sino que se absorbe en la imagen fugaz, en la pulsación del instante. La felicidad repentina y la profunda desdicha que se esparce a cada momento y en cada vida, raras veces se han encontrado con tal intensidad, no obstante soterrada, como en estás páginas de la Mansfield, “suficientes para nombrar aquello que todos sentimos y no nos atrevemos a decir”.
1978
Este texto fue publicado originalmente en la Revista de la Universidad, en 2016.
Traducción de Guadalupe Alonso Coratella.