Conoce la historia de esta activista trans, el camino recorrido antes de fundar la Casa de las Muñecas en 2018
Ireli Vázquez / Ciudad de México
Kenya Cuevas nació en la Ciudad de México en 1973 cerca de metro Oceanía. A lo largo de su vida ha enfrentado muchas adversidades, tanto en su vida familiar como en la personal. Caer, levantarse y seguir luchando es lo que la ha hecho más fuerte.
Hoy, en el Día Internacional del Orgullo LGBT+, te presentamos su historia de vida, pero sobre todo, el motivo por el que todos los días sale a luchar por los derechos de la comunidad trans.
Kenya Cuevas
Yo vengo de una familia disfuncional y llena de violencia. Soy la menor de siete hermanos. Mi madre vivía en Estados Unidos y mi padre decidió tener otra familia; estábamos bajo el resguardo de mi familia materna. Mi abuela falleció cuando yo cumplí nueve años y me quedé al resguardo de mis hermanos y esta violencia creció, y cuando creció más, yo decidí irme de la casa.
Llegué a un punto de la Ciudad de México, exactamente al Parque de la Solidaridad, que ahora está en Juárez y Balderas. Me quedé parada ahí. Yo conocía ese lugar porque mi abuelita nos llevaba a tomar la foto de Día de Reyes, y era como el unció lugar que yo conocía o me acordaba, entonces llegué a ese lugar, no sabía qué hacer, pero ya había tomado una decisión: no regresar a mi casa.
Me quedé esperando a que me diera la noche y al llegar, a lo lejos observé una figura femenina que caminaba hacia la esquina, pero yo no sabía en ese momento qué era una persona trans o qué era la comunidad LGBT, no sabía nada de esos términos; sin embargo, me identifiqué con ella y ese fue el momento en el que digo “quiero ser así”.
Recuerdo que en cuanto la vi, le dije, “ayúdame, yo quiero ser como tú”, y sólo me contestó que me pusiera a trabajar.
En esos años, en esa esquina era muy común que niños de la calle ejercieran el servicio sexual en cualquier hora y todo el día, le hablé a un carro, se paró y me llevó a un hotel y efectivamente yo le iba diciendo “oye manito, es que yo tengo mucha violencia, llévame contigo” y el hombre me decía “no yo no te puedo llevar”. Me dio dinero para pagar una semana de hotel, pero también me dio dinero para comer una semana, me quedé en ese hotel después de tener relaciones, fue mi primer cliente a los nueve años y al otro día que me levanté me piden que saliera del cuarto para que pudieran hacer limpieza en la habitación y me percaté que es un hotel que le da residencia a mujeres trans y que ejercen el trabajo sexual.
En todas las habitaciones había una mujer trans. Ahí conocí a dos mujeres que me cayeron muy bien, Viridiana y Chabela. Cuando las vi les dije que me ayudaran a verme como ellas, les insistí muchísimo, me llevaron al centro y con el dinero que me había dejado el hombre me compraron ropa, maquillaje, pestañas, zapatillas y me arreglaron. Me dijeron que esa ocasión sería la primera y única vez que me ayudarían a arreglarme. Me observé atentamente y por primera vez me identifiqué en ese espejo, dije “esto es lo que yo quiero ser, esto es lo que soy realmente”. Después de eso me dijeron “vámonos, te acabas de gastar todo tu dinero”.
Me llevaron a la esquina de Álvaro Obregón e Insurgentes. Me presentaron a una madrota que me dijo que cobraba $1500 diarios por la cuota, y ahí me quedé. Se paró el primer cliente y me fui a trabajar.
Empecé a ganar dinero. Al principio era algo padre, porque tenía mi independencia, ya no recibía violencia, pero aparte me había identificado con mi expresión, ya estaba transitada, me sentía feliz, comía en donde quería, lo que quería, me compraba ropa. Pero eso duró muy poco porque una de las primeras demandas que tuve en el trabajo sexual fue el uso de sustancias psicoactivas, los clientes llegan tomados, intoxicados, drogados, y te dicen ¿quieres seguirla?, y muchas de las veces por trabajar le entras.
Yo una niña que no tenía experiencia, que no tenía conocimiento de las drogas, ni del mundo real, caí, fui presa fácil. Eso me llevó a vivir en la calle durante muchos años de mi vida, a drogarme todos los días, quedarme en parques, limpiar parabrisas, pedir comida regalada, buscar en la basura, vivir la violencia que se ejerce y la criminalización hacia las personas de la calle. Había veces que no me bañaba en un mes, había veces que no dormía días enteros y luego caminando me quedaba dormida de tanta droga, pero a final del día era una forma de fugarme de mi realidad que tanto me dolía, porque yo no aceptaba que mis padres no me quisieron, que mi familia me golpeaba, que tuve que ejercer el trabajo sexual y muchísimas cosas que no perdonaba.
Sin embargo, cuando cumplo 28 años en esas condiciones… bueno antes de eso una ocasión estando en la cárcel, a los 13 años, una brigada para chavos de la calle llegó de Casa Alianza y me llevaron. Ahí dejé de drogarme, al mes empecé a presentar delirios auditivos y visuales por la abstinencia y me llevaron al Fray Bernardino, me aplicaron la prueba del VIH y salí positiva y en esos momentos no quise hacer nada, ni pensé en irme a tratar, no me causo nada, solo dije “de todos modos me voy a morir”.
Después me seguí drogando, y cuando cumplí 28 años llegué a comprar droga a un picadero de Tepito, y en ese momento llegó la Policía Federal, la chica que la vendía aventó la droga a un lado de mí. Ella negociaba con estos policías y después me dijeron “tú traes la droga”. Me llevaron al Reclusorio Norte donde me entregan un auto de formal prisión, una hojita que decía que mi delito era daños contra la salud, por disposición y distribución de siete kilos de droga. Me declaro VIH y me trasladan a Santa Martha Acatitla, y estando en Santa Martha, cumpliendo ocho meses de sentencia, me llegó una notificación, mi sentencia, que ascendía a 24 años. Me desilusioné, porque 24 años, con VIH y drogándome, pensé que no iba a aguantar, que me iba a morir ahí adentro.
Sin embargo, el tiempo que estuve ahí adentro me di cuenta que las personas con VIH se morían y que nadie las cuidaba. Yo decidí ir a cuidarlas, acompañarlas, busqué un permiso para que me permitirán estar con ellos y ellas. Muchas de ellas murieron en mis brazos, más de 200.
Después una licenciada me dijo “Kenya por qué no metes un beneficio a tu delito, hay reformas”; yo no sabía leer ni escribir, y ella hizo todo el papeleo. Tuve tres bajas de sentencia, y en la última rebaja les compurgaba con diez años, ocho meses siete días, y cuando me llegó esta notificación, ya tenía diez años ocho meses, ya nada más me faltaban siete días para irme; sin embargo, ese día me llegó otra resolución, la cual era la absolución del delito, y me fui ese día, pero con una mano adelante y otra atrás, sin papeles sin conocer a nadie.
Después de diez años regresé al trabajo sexual, una de mis amigas se acordó de mí, me prestó ropa, zapatillas, me puse a trabajar y esa noche misma renté un cuarto de hotel. Pero yo ya venía trabajando con ciertas organizaciones sobre prevención de VIH, me enseñaron a aplicar pruebas, entregar condones, a hacer una pre-post consejería, y llevar el mensaje dentro del centro penitenciario, entonces cuando salgo decido hacerlo, pero ahora con trabajadoras sexuales. Me iba a trabajar y en mi bolsa traía condones y pruebas. De repente, las compañeras llegaban y me comentaban que se les había roto el condón, y les explicaba que a los tres días les haría la prueba y todo el proceso.
En 2016, sucede lo de Paola Buen Rostro, mi compañera y amiga que también ejercía el trabajo sexual en Puente de Alvarado. Llegó un sujeto solicitando servicios, avanzó el carro después de que se sube mi amiga a unos metros el carro se para y ella comenzó a gritar pidiendo auxilio, me acerqué al vehículo y llegando escuché las detonaciones de arma, mi amiga se desvaneció, el sujeto la aventó al asiento del copiloto y se me quedó viendo, me apunta con el arma y me dispara, entonces cuando me disparó, yo no me pude ni mover, el arma se encasquillo.
Lo detuve, llega la policía, lo detienen en flagrancia, nos lo llevamos. Pero todo el tiempo nos negaron información, violentaron nuestros derechos tratándonos como hombres diciéndonos que éramos unas putas más de la esquina. Eso ejerció un enojo de mi parte.
Unos minutos antes de la audiencia me dan los datos. Llegué y el juez me mando a sacar para que no contaminará a la audiencia. Al finalizar la audiencia lo dejaron en libertad. Después pedí el cuerpo, que con amenazas me lo entregaron, ya después de dos noches de velación, decidí colocarlo en Avenida Insurgentes para gritarle al mundo y a la sociedad que ya estaba harta, harta de que siempre se criminalizara a las personas trans, que no tuviéramos derechos, que todas las instituciones, que todas las personas podían tener el derecho de violentarte en cualquier momento del día, en cualquier lugar, y que yo estaba cansada y que si no me hacían caso, yo iba a hacer más desmadre.
Logré la atención del gobierno, de muchas academias, de muchas empresas y empecé a dar esta visibilidad. De ahí empecé a enterrar a las mujeres que nadie reclamaba, y luego empecé a hacer entrevistas, yo vivía de estas entrevistas, yo te decía invítame a comer, págame mis pasajes y te doy la entrevista, y mucha gente me buscaba y diario tenía una y tenía para comer. Dos años después me dedico a abrir una organización, fundé la Casa de las Muñecas en 2018. Cuando la fundé comenzamos brindar acompañamientos integrales a las poblaciones vulnerables, atendiendo a personas de la calle, trabajadoras sexuales, personas privadas de la libertad, personas que viven con VIH, migrantes y todo el colectivo LGBT, mientras vivan una situación de vulnerabilidad.
Imagen de portada: Revista Quién