La primera novela de la escritora y editora mexicana Ana Negri, construye un relato íntimo a través de la relación de una hija con su madre y la historia de la última dictadura argentina, y cómo esa violencia que pasa por el cuerpo y por generaciones cancela el lenguaje
Ana León / Ciudad de México
En el periodo comprendido entre 1975 y 1983, crímenes de lesa humanidad fueron cometidos por el Estado argentino. La última dictadura militar en aquél país abrió una grieta en su historia reciente que dejó tras de sí desapariciones forzadas, torturas, asesinatos y una gran comunidad de exiliados en diferentes países.
El 14 de junio de 2005, la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) declaró en la Argentina la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, que impedían la sanción de los crímenes de lesa humanidad cometidos, como escribe María José Guembe en un artículo [“La reapertura de los juicios por los crímenes de la dictadura militar argentina”] que analiza «la obligación de reparar las violaciones a los derechos humanos» por parte del Estado argentino en los años de la llegada de la democracia y posteriores.
Dentro de estas “reparaciones”, se estableció en 1994 un monto compensatorio para las personas que fueron ilegalmente privadas de su libertad durante la dictadura militar. También se sancionó una ley que otorgó una reparación económica a las víctimas de desaparición forzada y a los «sucesores de personas asesinadas por militares, miembros de las fuerzas de seguridad o paramilitares», como se describe en el artículo antes citado. Una ley que detonó el debate sobre el significado de esa “reparación económica” cuando los crímenes seguían impunes.
Dentro de este grupo de personas afectadas por la dictadura y su violencia, están también aquellos que tuvieron que exiliarse pues su permanencia en el país significaba un riesgo latente de perder la vida. Frente a estas políticas de “reparación”, se ha discutido la situación de las personas exiliadas, sobre su “derecho a recibir una compensación económica”. «El 14 de octubre de 2004, la Corte Suprema de Justicia de la Nación resolvió que la situación de quienes debieron abandonar el país debido a la persecución de los militares y el peligro que encarnaba para sus vidas, es asimilable a la de quienes fueron privados de su libertad, y por ello, corresponde extender la reparación económica a dichos supuestos. A partir de este hecho, el gobierno nacional promovió la sanción de una ley que contempla específicamente la reparación de personas exiliadas. Hasta el momento dicho proyecto cuenta con media sanción de la Cámara de Diputados.»
Es en este contexto del que parte la narración de Ana Negri, escritora y editora nacida en México e hija de padres exiliados argentinos. Parte autobiografía y mucho de ficción, en Los eufemismos, título de su primera novela, vemos cómo el efecto de esa violencia institucional marca el cuerpo de quien la vivió en carne propia y de generaciones posteriores. A través de la relación de Clara con su madre, exiliada en México y víctima de la dictadura, Ana Negri construye una narración en la que esta violencia llega hasta lo más profundo: la pérdida del lenguaje (no literal), de la capacidad de enunciar el recuerdo del trauma: el cuerpo que es despojado de su propio texto y que hereda ese despojo. ¿Cómo acomodar esa experiencia que no se vivió en el cuerpo y en la propia historia? Y analiza, también, el significado de esa palabra “reparación”, ¿reparación de qué? ¿Cómo reparar una vida rota?
Sin embargo, en el marco de esta historia también hay humor, diálogos que arrancan algunas carcajadas cada tanto, y cambian el ritmo y el tono de la lectura.
Charlamos con la autora para conocer un poco más a fondo Los eufemismos (Antílope, 2021)
¿Hasta dónde está lo autobiográfico en Los eufemismos y cómo el peso de la propia vida jugó en el establecimiento de los límites entre Ana y Clara, en la construcción de este personaje?
Creo que no me lo habían preguntado así directamente. He contado algunas veces por ejemplo, que el libro en su momento más primordial, eran sólo como pedacitos, eran pequeñas reflexiones que yo tenía anotadas en cuadernos de muchos años y que, obviamente, eran de carácter personal, en ningún momento pensé que eso pudiera transformarse. Años después, no sé decirte exactamente cuándo, empecé a releer mis cuadernos y dije, bueno, acá hay algo. Más allá de pensarlo como mi historia, empecé a darme cuenta de que era importante darle un espacio a estas historias. Y por estas historias, me refiero en general a historias que tienen que ver con las segundas generaciones, por ejemplo, de distintos episodios de violencia o de agresión. Y que de alguna manera siento que en general, esto, la parte de las segundas generaciones, a veces queda como de lado, se asume el daño en las personas directamente afectadas y se asume que ahí se termina.
No sabía si iba a ser novela, un relato… Empecé un poco a enhebrar esos cachitos que tenía armados en un archivo que de hecho se llamaba Cachitos. Al principio estaba todo en primera persona y me era muy difícil, muy, muy difícil avanzar justo por esto, como que la cuestión autobiográfica me estorbaba para contar más cosas. Si me apegaba, digamos, a los hechos pues no, algo no estaba funcionando. Y entonces, me di cuenta que necesitaba una distancia. Necesitaba decir esto no es mío nada más. Y ahí claro, intervino la ficción, cambié a tercera persona y empezó. Fue tal cual lo que le faltaba para poder suceder.
Empecé a jugar mucho más, a tomar cosas de la vida de gente que conocía, las cosas que yo había visto, de miedos que tenía. Empecé a jugar con la ficción y la autobiografía y en esa fusión es que surgen Los eufemismos.
Cuando se lee el título del libro en realidad no te dice mucho. Se infiere que es algo que no quiere ser nombrado, y mientras vas leyendo vas descubriendo su razón de ser. Aquí doy un salto. Me voy al prólogo que escribiste para el libro que editaste de Margo Glantz, Cuerpo contra cuerpo, y me salta una frase que saco completamente de contexto: «cuando un cuerpo es despojado de su propio texto» y me pareció que está directamente relacionado con la trama de Los eufemismos, que es ése el eje rector que enlaza las historias que contiene. La búsqueda de esas palabras, de ese texto (historia) que no puede enunciarse tal cual porque ha sido arrebatado.
Fíjate que yo no había traído tan directamente esa frase que recuperaste del prólogo, pero sí, está súper relacionada, y en la novela en algún momento aparece en el discurso de la madre esa idea, de que violencias tan fuertes destrozan hasta el lenguaje, llegan hasta ahí. Y yo creo que eso, de alguna manera, es lo más esencial que tenemos y por lenguaje entendemos todo, no directamente la posibilidad de hablar, sino a todo, la manera de concebir el mundo, al lenguaje que además es algo súper particular, ¿no?, ahí se vuelca la personalidad.
Yo creo que en el momento que la violencia llega hasta el lenguaje es el momento en donde se rompen las personas. Y eso fue súper importante para determinar el nombre final del libro en este recorrido que, además, no fue nada fácil. Cachitos fue muy preliminar. Cuando estuvo como proyecto del Fonca se llamaba Cita textual; en algún momento consideré ponerle La vida del péndulo. Como que eran cosas que digo, para mí tenían sentido; en el título se fue jugando la forma del libro.
Me gusta el título porque hay una historia que se oculta detrás de las palabras, esa violencia física, institucional, histórica y cómo la dictadura atraviesa el cuerpo de quienes la vivieron y, como mencionabas antes, de quienes no la vivieron, de esas segundas generaciones. Hay una parte también de pertinencia de quién puede hablar de esa historia que no se vivió en carne propia: el exilio y la experiencia del trauma que no se vive directo.
Y es un lugar como en un margen, muy difícil de identificar, que no entra en categorías. Justamente yo pensaba en este término que se adoptó para, digamos estas comunidades producto de la dictadura argentina de los setentas: argen-mex. Y yo decía, justo el problema es ése, es un lugar intermedio, indefinido. Y por más que sea una cuestión social la que trata, creo que es un libro muy íntimo, porque en ese sentido, no hay de otra más que entrarle a la particularidad de las historias. Las generalizaciones son inoperantes.
Y de alguna manera también estás dando forma a un limbo, porque hablas de un limbo en donde se encuentran estos hijos de exiliados que nacen en otro país, pero tiene el peso de toda la cultura de sus padres y todo el peso de la cultura del país en donde nacieron. Hay una parte del libro que la refleja muy bien, cuando la narradora (Clara) viaja a Argentina, en el “tú” y el “vos”. Y hay otro limbo, el de “los rotos”, como se autodenomina la madre exiliada: que no fue víctima mortal, que no está en las listas de desaparecidos. Me gusta cómo juegas con estos limbos y la forma en que los aterrizas al intentar enunciarlos.
Para mí era importante mostrar que la violencia va más allá de la violencia física, también apuntar a esas otras consecuencias que tienen que ver con la incapacidad, con el trauma de guerra de no poder continuar con la vida de la misma manera. Y que, en ese sentido, también es una violencia muy fuerte y que, tengo la sensación, no se mira tan frecuentemente.
Creo que en particular en México tenemos muchos reparos para hablar de los traumas, de la locura, se habla de enfermedades mentales, pero no queda claro de qué diablos se está hablando. Para mí era importante hacer patente que existen otras cosas, que no se trata solamente de una cuestión que puede ser pensada desde la psiquiatría, si no desde lugares más complejos.
Al mencionar el trauma, me recordaste el ensayo de Nona Fernández, Voyager, justo hace poco tiempo pude entrevistarla, y ella me decía que están estos guiones históricos en los que vivimos (ella se refiere de manera específica a la dictadura de Pinochet y los posteriores años de regreso a la democracia) y cuando alguno se sale de ese guion y hace evidente ese recuerdo del trauma, se vuelve un paria, y creo que el personaje de la madre ejemplifica esas violencias históricas de las que hablas y que justo en la narrativa reconciliadora y de “perdón” ella no entra, y se oculta toda esta violencia histórica que deja nombrarse.
Bueno, Nona además es una genia, yo la admiro mucho. Y tal cual. En Argentina, por ejemplo, el 24 de marzo se recuerda porque fue el día del golpe de Estado de la última dictadura, uno de los lemas, digamos, es “ni perdón, ni olvido” y que justo tiene que ver con eso: no se trata de perdón, no se acabó. Por más que la dictadura termine, las consecuencias siguen ahí. Yo creo que por eso es tan importante también la idea o la búsqueda de una reparación. En qué medida podemos buscar esa reparación como individuos por un lado y como sociedad por otro.
Y justo en ese uso del lenguaje, la palabra “reparación”, ¿hasta dónde?, ¿cómo?
Justo ese era un juego que a mí me interesaba con la idea de los rotos, porque cómo vas a reparar algo que está roto, ¿no?
También algo que a mí me da vueltas es la situación de México con todas las violencias que vivimos diariamente y los feminicidios, ¿qué va a pasar?, ¿de qué manera se va a reparar esta sociedad? Me interesaba también mostrar en algún punto cómo siendo tan distintas, tan distintas las situaciones, pueden evocar mismos niveles de violencia o de afectación. Creo que en ese sentido, por ejemplo, México se las va a ver difícil cuando empiece a haber esa conciencia del daño no sólo en términos de lo directo, sino la forma en que eso se perpetúa.
Hablando de esta parte del lenguaje y del peso del lenguaje, el eufemismo oculta, oculta una violencia, un problema, algo que incomoda, pero también hay una parte en la novela, en que el eufemismo permite explicar cuando no se hayan las palabras para enunciar. Me refiero al personaje de Clara que en el transcurso de la novela busca modos de explicarse a sí misma y al peso de la historia de su madre en su propio cuerpo y sobre todo porque al final, en “Borrarse”, habla de borrarse a ella misma.
El eufemismo aparece porque hay una idea de “las malas palabras” y entonces aparecen los eufemismos para disfrazar, cubrir, esas “malas palabras”. Y que tiene que ver con palabras que hacen daño, que son difíciles, inapropiadas. Yo creo que en ese sentido los eufemismos tienen su campo de acción. Es curioso, porque ¿cómo puede haber malas y buenas palabras? Sin embargo, es cierto, hay palabras que son más difíciles de pronunciar y damos rodeos para decir.
Yo creo que los eufemismos aplican para estas formas de violencia, de no reconocer el daño que se está ejerciendo, en estas formas de buscar modos de nombrar lo que duele. Me interesa eso: ¿qué es lo que estamos dejando de decir? Está bien, usemos eufemismos, pero no olvidemos qué es lo que hay detrás.
Imagen de portada: Ana Negri