El escritor Jorge F. Hernández recuerda su infancia en Washington D.C. en los años sesenta en su más reciente novela, escrita originalmente en inglés, y que ahora publica el sello Alfaguara
Huemanzin Rodríguez / Ciudad de México.
Desde hace décadas Jorge F. Hernández tenía una cuenta pendiente con el pasado que en su mente se configuraba como una novela. Finalmente ha sido a través de Un bosque flotante como ordena la memoria recobrada de su madre después de una trombosis y le da sentido a los fragmentos de sus recuerdos en Estados Unidos, país donde aprendió a leer y a escribir durante la década de los años sesenta, con su música y sus movimientos sociales como telón de fondo.
«Mi madre siempre se refirió al bosque como memoria. Cuando ella empezó a trabajar la recuperación de su memoria, tenía un método muy personal, que era asociar colores y números a las palabras. Entonces decía: amarillo es 7, café es 48, bosque es memoria. Yo hablaba inglés con acento gringo, de hecho, aprendí español para tratar de entender las palabras que ella fue recuperando. Lo que sí es que ella reconstituyó parte de su bosque, de su memoria, pero los árboles que ella tenía fincados en otros idiomas se perdieron para siempre, así como la música, porque ella tocaba el piano y sabía leer partituras. Eso no lo recuperó. Pero sí se le dispararon los números, hasta la fecha, tiene 92 años y hace sumas y porcentajes como una máquina.
»Afortunadamente mi madre mantuvo una sonrisa durante toda mi infancia. Fui testigo cómo, con mis tíos que iban desde México, trabajaba para reconstruir lo perdido con álbumes fotográficos y con películas caseras. Yo sabía que iba a escribir eso, desde muy niño me había exhortado a hacerlo mi maestra entrañable Mrs. Grabsky, a quien menciono en la novela. Pero faltaba otra cosa, que es lo que viví con mi mejor amigo de entonces Bill Connors. Por fortuna él vive y me ayudó a corregir la novela, porque la primera versión la escribí en inglés. Así que esta novela pone en tinta la historia de mi madre y la aventura de la amistad con Bill.»
Hay dos elementos importantes que van de la mano con tu trabajo como escritor, el ejercicio de memoria y la historia. En el ejercicio de memoria la música es fundamental, en esta novela tienes a lo largo de los capítulos referencias a las canciones que se escuchaban en esos años.
Hay un capítulo entero que es una playlist. He escrito muchas veces sobre mi beatlemanía, porque es difícil entender esa década de los sesenta en el Estados Unidos en donde yo crecí si no sigues rítmicamente lo que significó de pronto pasar del blanco y negro medio rockanrolesco/rockabilly, a la parafernalia psicodélica. Yo entré a una primaria en donde se probó Plaza Sésamo con unos títeres que eran prácticamente de color neón.
Cuando me propuse cuajar la novela, estuve escuchando constantemente esas canciones que marcaron no solamente la parte positiva del flower power y el peace and love, donde todos somos hermanos; sino también la guerra de Vietnam y la debacle de la llegada de Nixon. Desde niños, mis compañeritos y yo decíamos, que era el peor presidente posible, cincuenta años después fuimos corregidos por Donald Trump.
En la música pasas de Billy Halley a la banda 5th Dimension. Con la música contextualizas el momento histórico: hablas de Richard Nixon, como también de Bobby Kennedy —amigo de tu padre— o las manifestaciones en pro de los derechos civiles de los afroestadounidenses. La novela es sobre tu madre y tu infancia, con la Historia como telón de fondo.
Se debe a que no he dejado de ser discípulo de Luis González y González (1925-2003), porque la microhistoria lo que me permitió formalizar es exactamente lo que estás diciendo, pequeños detalles que son las hojas de esos árboles, para tratar de fijar qué era importante y qué efímero. Por ejemplo, cuando mataron a Bobby, yo sí sentí que mi padre perdió a un querido amigo, perdió una forma del mundo que a él lo partió. También cuento cómo apoyó a sus amigos afroestadounidenses, y cuando mi padre nos llevó a un templo negro donde se cantaba gospel. Menciono en la novela lo raro que nos veíamos nosotros ahí: Mi mamá, mi hermana y Brenda (que es como mi hermana). Mi padre pasó al frente a hablar, porque era imitador de voces en su juventud en al XEW, y dio un sermón, parecía una escena de los Blues Brothers y, sin embargo, dentro de la diversión que significó mi infancia, sí me quedó claro que algunas cosas eran absolutamente trascendentales, como cuando el hombre llegó a la Luna y cuando yo terminé el kínder a ingresé a la primaria, tengo claro el momento en que me dejaron entrar por primera vez a la biblioteca. Años después, la vida me concedió poder rebautizar esa biblioteca con el nombre de mi maestra Mrs. Brabsky. No le pude entregar la novela, pero la biblioteca en donde yo aprendí a leer, lleva el nombre de ella.
La literatura es una forma de, pese a que las cosas no se pueden cambiar, intentar hacer un mundo más justo. ¿Hay una especie de justicia en esta novela tuya?
Sí, en esta novela en particular, tienes razón. Fernando Pessoa decía que escribimos porque la realidad no basta. No estoy contento solamente con lo que viví o con lo que recuerdo, de hecho, la novela narra un hecho traumático que pudo haber sido trágico, en la relación con mi mejor amigo Bill, que yo recordaba de una manera, con mucha culpa. Yo tenía la inmensa culpa de que me eché a correr en el bosque y lo dejé solo en medio de un instante de peligro. Y crecí con la culpa de quedarle mal. Él creció con la misma culpa pensando que el afectado había sido yo. La vida nos concedió volver a vernos de adultos. Él habla perfecto español porque se casó con una latinoamericana y ha vivido incluso en México —es muy loco que mi mejor amigo de la infancia en Estados Unidos, ahora me alburea—. El día que nos volvimos a ver, le dije: “Tengo un pendiente contigo”. En esa época yo todavía bebía y me lo llevé a una cantina y después de tres tequilazos le dije: —Te quiero pedir perdón, porque te traicioné. Y me dijo: —No, al contrario. Te echaste a correr y me salvaste.
La novela en realidad es sobre los dos mundos, a mí me taparon el parche con el catecismo y la primera comunión y de eso no se habla. A él lo llevaron con una trabajadora social y una psicóloga, habló del tema, pero nosotros nunca lo hablamos. La novela lo que me permitió, fue hacer justicia y denunciar al demonio que quiso abusar de nosotros y que sigue ahí, tan campante. El trasfondo es que the american dream se puede volver pesadilla.
¿Por qué originalmente escribiste esta novela en inglés?
Esta novela la pensé en inglés. La escribí en inglés porque es muy gringa. De hecho, dejé frases en inglés, sin traducir, que aparecen en cursivas, para también demostrar que es bastante verídico, no es tanto ficción. En la versión impresa el último capítulo tiene la tipografía de la máquina de escribir de mi amigo Bill. Y es precisamente porque es la carta autógrafa de él. Ahora, en realidad creo que hasta ahí llegó mi ejercicio con el inglés, me expreso mucho mejor en español.
¿Será la niñez la certeza del paraíso perdido?
Cuando uno lee que Proust está ansioso esperando a que suba la mamá a darle el besito de las buenas noches, en mi caso era Topo Gigio, me identifico con esa etapa maravillosa de recuerdos en blanco y negro, casi en sepia. En donde, por ejemplo, la nieve me parecía una epifanía, se me aparecían los fantasmas; ir a México era una aventura de palabras y de sabores absolutamente literaria. Mucha gente cree que no he dejado de ser niño —confieso que tuve hijos para tener compañeritos de juego y que ahora se me han convertido en mis maestros—. Yo creo que sí, por algo la madalena nos recuerda cuando fuimos felices.
¿Qué es lo que permite que la vida personal pueda ser literatura?
En mi caso es el peso narrativo, es decir, si vale la pena narrar una anécdota personal e íntima y no vas a echar a perder la sobremesa, cuéntalo. Si vale la pena convertir en cuentínimo una vivencia que tuviste en la esquina, si lo cuajas, entonces lo tienes. Yo soy muy respetuoso del lector o del oyente. Yo lo que quiero es que la pasen bien o que lo sufran conmigo, con algo que vale la pena no olvidarse. Y volvemos a lo de la memoria, si en verdad debe de ser narrado es porque es memorable. Si es memorable, o lo dibujas, o lo dices, o lo cantas o lo escribes. Eso es lo que nos va a salvar cuando el mundo amanezca de este confinamiento.
¿Continuarás con este bosque?
Sí, he prometido que voy a publicar, se lo prometí a José Emilio Pacheco, el recuerdo de mi adolescencia cuando descubrí Las batallas en el desierto, y me tocó vivir en mi prepa, mis propias batallas, pero no en el desierto, era más bien un manglar. Más adelante, si se me concede, voy a contar esa historia que viví en Canal 22, que es además el canal que nos une.