Novela de Johan Mijail; «un cuerpo al que la Historia quiso haber encerrado en sí mismo […] Entre el dembow y el neoperreo, cuerpx-negrx-travesti se transforma en un dispositivo espiritual para que luases y metresas se expresen a través suyo…»
Johan Mijail
Es difícil consensuar que si un hombre cis es tu otro compañero, su misoginia y privilegio no ocupen tu imaginario amoroso, desplazándonos a las negras a donde socialmente nos encontramos, subordinadas al hacer falocéntrico. Es muy difícil explicarte que reniego del uso de mi cuerpo como algo que por momentos es principal, portando y recibiendo sonrisas, caricias, besos y en otros simplemente es secundario, es muy difícil explicarte que en un mundo donde todo es tan perecedero como una story de Instagram, yo quiero ser eterna.
Vicky & Yos
Radical Queens
Devuélvannos el oro:
Cosmovisiones perversas y acciones anticoloniales
NOS DIJERON QUE ÍBAMOS A SINGAR, YO LE DIJE A LUIS que les dijéramos que sí; él me dijo que sí, también. Los tígueres llegaron a la casa en un Toyota que me recordaba el Caribe completo, con su archipiélago pegajoso y complejo, con su mar y océano revolviendolo todo con su magia límite o posibilidad. El Caribe más allá de la playa, del malecón y sus historias, mientras que las luces del automóvil eran lo único que podría traer, en esos momentos, esperanza a la humanidad, a los demás animales y plantas. Nos subimos Luis y yo, practicando lo mismo de las últimas veces: hacernos las tontas, las que no tenían experiencias anteriores, que éramos dos mujeres modernas con un semestre de odontología en la Universidad Autónoma. Las damas del barrio. Las que nunca habían roto ni corazones, ni platos. Las que teníamos la misión de ir transformando, mediante la experimentación del disfrute de la sexualidad y el goce del otro, las masculinas y heteroblancocis argumentaciones en las cuales se había instalado y naturalizado la idea de la identidad nacional. Las que a pesar de las reiteradas acciones que estaban realizando, sabían que pasarían desapercibidas en una ciudad amurallada, pero nunca dejaron de por lo menos hacer escándalos.
La avenida Máximo Gómez era la opción hasta los moteles más baratos y rancios de la Zona Colonial. Entre risas les dije que yo no fui la que inventó el chapeo, que le preguntaran al Obelisco Hembra por eso y por los ciclones que venían año por medio a demostrarnos lo pequeños que éramos en una isla que muchos no sabían compartir por un problema histórico. Se los dije riéndome más fuerte porque ya me estaba poniendo teórica cuando lo que teníamos que hacer era ponernos en cuatro. Llegamos hasta la calle Isabel la Católica y los bugarrones nos metieron sus güebos jugosos y venosos con el flow de su homofobia nacional. Un rato después se fueron y nos dejaron llenas de leche. “Tómatela”, nos decían, pero no lo hicimos, ya sabíamos cómo íbamos a sentirnos después. Nos fuimos entonces, caminando juntas, sintiéndonos los pájaros más vacíos del continente.
Con Luis nos separamos en la avenida Simón Bolívar después de discutir: me culpaba de nuevo a mí, me decía que la culpa la tenía yo por hablar demás, que por ponerme intensa los asustaba y por eso los tígueres terminaban yéndose, dejándonos solas. Él esperaba que nos invitaran, al menos, a bebernos una cerveza en algún colmadón después de la singadera. “No tienes porqué siempre dar tu opinión”, me aconseja, alejándose, entre una haitiana que subía como nadando por la misma avenida, con una ponchera azul turquesa en la cabeza. Sospeché que a Luis no lo volvería a ver más, pero esa era la sensación con la que siempre me dejaba, además del vacío, cuando nos coordinábamos para trazar mapas no heterosexuales anti sexonormativos en una ciudad que con sus lógicas heterocoloniales nos quitaba todo cada segundo.
Aproveché para entrar a La Plaza de la Cultura e ir a la biblioteca a buscar un libro de Aída; quería un libro de ella para acompañar la soledad con mi estatura, para pensar cómo seguir los días con los brazos abiertos como un silencio ancho, cerca del mar Caribe en su afán de parecer el centro de la humanidad, el centro del mundo, de las islas, y las islas adyacentes.
Saliendo de la Bibloteca Nacional Pedro Henríquez Ureña, se me sube un Misterio. Se me monta un Misterio. Es Anaísa que viene a removerlo todo. Aparece vestida del color del sol, es martes. Y yo, siendo ella, por estos momentos, camino hasta la entrada del Museo del Hombre Dominicano y frente a la estatua de Sebastián Lemba Calembo trato de llenarles a todes de dignidad cuando hago que descansen sus brazos, cuando logro romper todas las cadenas que con su crueldad metálica configuraron los desplazamientos más destructivos de la historia de la humanidad. Frente a Sebastián Lemba Calembo, ahora soy Anaísa y me dispongo a preguntarle al director del Museo por las mujeres negras, por las mujeres indígenas, por las mujeres sin vagina.
Entro y la espectralidad de mi cuerpo afrodescendiente hace juego con la tristeza de ese espacio fúnebre. Anaísa en realidad es mami y mi tía Mary. Mami es Anaísa, pero también soy yo. Mary es mi tía, la ex esposa de Toby,
un sacerdote yoruba que mataron en los noventa en Canadá por brujo, por narcotraficante; cuando un grupo de dominicanos anti haitianos lo chivatiaron en Montreal con policías blancos y rubios. Mary está trabajando ahora en el Museo como asistente de dirección, pero antes trabajó en aduanas; por donde Toby entraba la cocaína que jodió a una generación completa de carajitos en Villa Consuelo, Villas Agrícolas y Villa Juana; justo donde Mary tenía el primer altar que vi en mi vida y donde mami me pasó sus Misterios y mi tía se los pasó a Yulissa, la única prima que podía leer las cartas, las colillas de los cigarros y las manchas que dejaba el café en las tazas de porcelana que mi abuelita Ramona traía de Curazao cuando iba y hacía cosas raras para luego, con regalos lujosos, callarles las bocas a todos en el barrio y la familia.
Yo no podía hacer nada de eso, sólo me montaba, y todo bajo los poderes de Mami; es decir, me montaba pero en realidad, como ahora, Anaísa es realmente mami. Mami es Anaísa y está dispuesta y convencida caminando hacia al ascensor para preguntarle al director del Museo del Hombre Dominicano por las mujeres negras, las mujeres indígenas y las mujeres sin vagina en la institución pública que dirige con el dinero de todo el pueblo dominicano.
Anaísa, que ahora es cien por ciento Mami, entra al ascensor. En el segundo piso se abre la puerta y quien se dispone a subir es Oshún que es la que tiene más experiencia porque nació en África. Ellas hablan, más bien, se coordinan para que sin importar que no era veintiuno de enero, el día de la Virgen de la Altagracia de Higüey, prepararan un caldero gigante de arroz con leche porque los rumores decían que en el piso último, en la cima donde estaba el director, habían filas de gente queriendo hablar con él; para que le dieran algo, alguna migaja de pan, alguna cosa que les quitara el hambre.
“Pitunerú, sonché, pitikú el burro no sabe más que tú… pa, pe, pi, po, pu… nelerí”, exclamó Oshún.
“Pinturerú salenteri meluzucú palentoneidé cha- chú”, respondió Anaísa, sosteniéndole las manos.
“¿Cómo así?”, le responde Oshún.
“Ya ye yi yo yu ta te ti to tu, el burro sabe más que tú, pa pe pi po pu ma me mi mo mu, el burro sabe más que tú, pa pe pi po pu…”, continúa Anaísa, soltándole las manos y pasándole mil quinientos pesos para que fuera al mercado de La Mella y se comprara collares amarillos que simularan ser de oro, de bronce. Para que comprara cabras, chivos, cebollas, camarones, harina de maíz, sal, aceite dulce y miel.
Anaísa que ahora es cien por ciento Mami, le confiesa lo inesperado y le explica sin muchos detalles que el director del Museo era su esposo Adonis, es decir Papi. El tíguere más tíguere de los tígueres, el hombre cis heteroblanco con más poder económico de la isla, el templo que todas las chapeadoras querían tener. Papi Adonis era la representación literal del neomacho del trópico contemporáneo, el que se equivocó únicamente cuatro veces en toda su vida, cuando tuvo hijos con Anaísa, o sea, con Mami: un psicólogo, un mecánico automotriz, un maricón y una niña.
Oshún, que lo sabía todo, simula sorpresa y toma el dinero bajando del ascensor en el penúltimo piso. Sigue por las escaleras con el objetivo claro de comprar todas las cosas que la ponían feliz en la medida que le permitían mantener viva su cultura, nuestra cultura. Cuando está de nuevo en la recepción, Oshún le pregunta a Mary, que estaba ahí, como recepcionista de los grupos de turistas que llegaban a visitar el Museo para hacer fotografías de todo nuestro dolor, por el burro que decía Anaísa,
y aunque Oshún lo sabía todo porque venía de África, Mary le dice que ese burro era papi, y le describe en sustantivos los centímetros del güebo y los granos de él, y da algunos detalles más sobre su gestión heteropatriarcal, su inteligencia capitalística. Oshún se va al mercado y deja una estela luminosa que huele a Agua de Florida, además de instalar de un martillazo una antena lumínica para que siguieran fluyendo junto a la amplitud modulada (AM) las señales que contenían y reproducían datos y bytes con diagramas que permitían la circulación secreta de información sobre la afrodominicanidad en todas las escuelas públicas de Santo Domingo, Jimaní, Samaná, San Cristóbal y Mao, para que así comenzaran de alguna manera a contagiarse en estas ciudades procesos de aceptación identitaria para mejorar el autoestima de la gente, en especial de los que vivían en casas de madera con piso de tierra.
Al último piso de esa arquitectura que nada tenía que ver con el Caribe y sí con Europa, llega Anaísa sorprendida por todos los cristales de las ventanas, cristales y espejos de un barroquismo que nada tenían que ver con los cadáveres de los taínos y las taínas que se exponían sin pudor en el segundo y tercer piso, los cadáveres de los arahuacos, también. Entre cristales de colores y espejos rectangulares que no tenían nada que ver con las tortugas, los manatíes, el ají, el cayuco, las hamacas, los huracanes, las iguanas, las macanas, el batey, que no tenían nada que ver con la arepa, el areito, los macutos, la bija, la naiboa, que no tenían nada que ver con el casabe, Anaísa trata de respirar profundo y cada vez más profundo por la vergüenza ajena que le producía la fila de niños y niñas esperando que el director, que ahora todos saben que es Papi, les diera alguna migaja.
Eran cien niños dominicanos, dos niñas dominicanas, treinta niños haitianos, veintidós niñas haitianas, dos niños venezolanos y una niña ecuatoriana. Ciento cincuenta y siete criaturas con el estómago vacío, con hambre por las distribuciones desiguales de las riquezas de la isla, del mundo entero. Anaísa les dice que cambien el sentido de la fila, que ella resolvería momentáneamente el problema, y que luego les daría soluciones a largo plazo si, después, ellos y ellas, lograban hacer una cantidad grandísima de registros fotográficos de sus brazos y piernas flacas, de sus canillas, de sus ojos amarillentos queriéndoseles salir de su espacio ocular, de sus dientes con caries, de sus piojos y raquiña, para demostrar que ahí se estaban violando sus derechos humanos; podría ayudar si ahí podían verse esos niños siendo alimentados por Mami, en el último piso entre cristales y espejos que no tenían nada que ver con su necesidad.
Ellos y ellas creyeron en la palabra de La Metresa, y, luego de terminar su porción de comida, fueron saliendo en cantidades numéricas impares del Museo, fueron a jugar a algún parque; otros se quedaban en la calle porque no tenían casa y algunos se iban al Centro Olímpico Juan Pablo Duarte porque eran atletas de alto rendimiento. Mami anota sus próximos destinos para irlos a buscar, en caso de poder encontrar una respuesta en organizaciones internacionales; porque si Papi no estaba haciendo nada por ellos y ellas, era porque el presidente de la República estaba detrás de todo esto, junto a los regidores, senadores y diputados, junto a los tribunales de justicia y varias oenegés.
Sin infantes ahí, Anaísa queda sola frente a la puerta que tenía tallada en plata y caoba el cargo DIRECTOR. Ahí, como todo era confuso y el Misterio se me había montado a mí, y todo era relativamente enmarañado, logro entrar en cabeza con una de las vueltas de Anaísa: le digo que salga, que busquemos otra solución, le dije telepáticamente que con gritos o santería momentánea Adonis no iba a dejar todo su poder de un día para otro; intenté convencerla de que a Papi había que chapearlo, le dije que ya no eran tiempos de buscar soluciones gritando al viento “en los cinco sentidos de Adonis San Elías al trote, tráemelo al trote”, haciendo ruido con la mano del pilón. Lo mejor era que ella hiciera lo mismo de hace varios años atrás para parirle cuatro hijos; o sea, marearlo, diciéndole:
“Te amo”.
“Te quiero”.
“Tú ere lo que me recetó el dotol”.
“Te adoro”.
“No puedo viví sin ti”.
“Diablo, papi, qué bueno tú tá”.
“Coño pero tú si ere lindo”.
“Si me dejas me mato”.
Frases que ella le había dicho aunque no fueran del todo ciertas para que él comenzara a delegar su fortuna, ya que el chapeo es la solución total de todos los problemas del sujeto antillano. Le dije que chapeando a Papi él iba a soltar la batuta, que el chapeo era lo que nos permitiría vengar que históricamente nos hayan sacado de nuestros sitios sin nosotres desearlo; que el chapeo tenía algo de reivindicación y a la vez conexión con las creencias y costumbres que habían intentado arrebatarnos, tratándonos de brujes, males, de gente sin alma. Le dije que el chapeo nos permitiría ponernos en contacto con toda esa potencia de los loas, los vevés; que el chapeo contenía, en tanto politización de nuestra pena, un correlato discursivo y visual contrahegemónico que se había omitido debido a que tenía la capacidad de hacernos retomar los mismos caminos y valentía de les cimarrones. Y le dije que, ahora, con la opción de conectarnos al wifi para inventar e innovar sistemas simbólicos y materiales, poniendo el cacao y su máximo producto “el cacaíto” como antídoto, el chapeo nos permite valorizar nuestro poder epidérmico, como debió hacerse desde siempre.
Anaísa podía comprenderme en la medida que la conexión que estábamos teniendo ocurría en una misma mente porque yo también soy Anaísa porque ella es mi madre y yo soy ella. Entonces, dialogando, llegamos a un acuerdo. Y después de un rato logré convencerla: le ofrecí una cajetilla de cigarros Marlboro rojo, varias cervezas artesanales y una cantidad considerable de perfumes falsificados. Y un vestido amarillo con un escote en la espalda en forma de “v” para que se le pudiera ver el tatuaje que también ofrecí hacerle a la altura de los hombros, un tatuaje en Times New Roman que dejara claro que era la reina del HOGAR y del AMOR. Con ambas terriblemente confundidas se me comienza a bajar el Misterio, pero hasta el momento Adonis se queda ahí, todavía, en el Museo, gobernando.
Johan Mijail (Santo Domingo, República Dominicana, 1990) es escritor y performer. Estudió periodismo y participó en la película Sister, del colectivo Lewis Forever, en Berlín, Alemania. Ha realizado performances en Estados Unidos, Uruguay, Chile, Costa Rica, República Dominicana y Alemania. Su trabajo es escritural y visual, transfeminista y decolonial. Es parte de la antología Sin pasar por Go. Narrativa dominicana contemporánea, compilado por Rita Indiana y publicado por Elefanta Editorial.
Agradecemos a Elefanta Editorial permitirnos la publicación de este fragmento.