Una mirada a una de las plumas latinoamericanas más destacadas de finales del siglo XIX y principios del XX
Por Geovanny Villegas
Para los teólogos de la Edad Media el Paraíso Terrenal representaba un sitio real perdido al principio de los tiempos y que debía estar ubicado en algún punto recóndito pero accesible. Por ello, innumerables cartógrafos se dieron a la tarea de dibujarlo e infinidad de exploradores lo buscaron con vehemencia. Posteriormente, cuando los conquistadores pisaron por primera vez el Nuevo Mundo, el sueño parecía concretarse: ante sus miradas atónitas se desplegaron selvas y bosques impenetrables, bravíos ríos de turbias aguas, ardiente sol y cordilleras inexpugnables, escenarios todos más propios de la fantasía que de la realidad.
En este medio, los expedicionarios sortearon dificultades que quedaron plasmadas en las Crónicas de Indias, como el Diario de a bordo de Cristóbal Colón, las Cartas de relación de Hernán Cortés y la Historia general de las cosas de Nueva España de Fray Bernardino de Sahagún, entre otros.
El interés por estos temas como objeto literario se retomó en el siglo XX con la llamada novela de la tierra, género que adoptó a la naturaleza como protagonista para plantear la oposición entre civilización y barbarie. Dentro de esta corriente se encuentra Horacio Quiroga –escritor uruguayo mayormente reconocido por sus cuentos de terror– cuya vida y obra asemejan una recámara de espejos donde no es posible separar una imagen de otra.
Poco tiempo después de su nacimiento (31 de diciembre de 1878), su padre se disparó accidentalmente con su propia arma al descender de una lancha. Un hecho similar ocurriría doce años después, cuando su madre contrajo segundas nupcias con Ascensio Barcos: tras cinco años de convivir con la familia, Ascensio sufrió una hemorragia cerebral que lo dejó paralítico y afásico. Así, con sus limitados y débiles movimientos, se arrastró hasta alcanzar su escopeta para terminar con su vida. Sin embargo, el hecho que marcó definitivamente la vida del escritor ocurrió en 1902, cuando Quiroga le mostraba al escritor Francisco Fernando cómo usar una pistola: mientras le explicaba, el arma se accionó por accidente y de un balazo directo a la boca Horacio vio morir a su mejor amigo.
Este desafortunado suceso guarda cierta relación con el cuento Para noche de insomnio que, tres años más tarde, el literato uruguayo escribió. En este texto se narra la obsesión de un personaje tras la muerte de su amigo: en el momento en que velan al difunto, éste abre los ojos y mira a los asistentes fijamente para luego incorporarse. Y, a pesar de que el protagonista sale huyendo despavorido del lugar, al llegar a su casa encuentra al muerto sobre su cama.
Si lo que observó el personaje es real o forma parte de una alucinación, no está claro: la capacidad de subversión en la obra de Quiroga desdibuja el límite entre la locura y la cordura, tal como sucede en su narración El crimen del otro. En este caso, la trama, aunque simple a primera vista, resulta muy compleja en su desarrollo: los personajes, trastornados por las narraciones de Edgar Allan Poe, asumen el papel de víctima y victimario para llevar a cabo el crimen que el escritor bostoniano plasmó en El tonel de amontillado. Así, contrario a la culpa y dolor, los personajes sienten dicha y placer:
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“Allí conduje a Fortunato, y allí traté de descenderle. Pero cuando le cogí de la cintura se desasió violentamente, mirándome con terror. […]
― ¡Es el pozo, mi querido Fortunato!
Entonces una luz pálida le iluminó los ojos. Tomó de mi mano la vela, se acercó cautelosamente al hueco, estiró el cuello y trató de ver el fondo […]. Nada me queda casi por hacer. Le ayudé a bajar, y aproximé mi seudocemento […]. Fortunato se había acurrucado, completamente satisfecho […]. En un momento eché encima las tablas y piedras. Ya estaba cerrado el pozo y Fortunato dentro. ¡Qué facilidad para encerrarlo! El pozo… era su pasión. El otro Fortunato había gritado también. Todos gritan, porque se dan cuenta de sobra. Lo curioso es que uno anda más ligero que ellos…
Eran las cuatro […]. De las casas dormidas quién sabe por qué tiempo, de las ventanas cerradas, caía un vasto silencio. Y continué mi marcha gozando las últimas aventuras con una fruición tal que no sería extraño que yo a mi vez estuviera un poco loco.”
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De esta manera, la degradación física o moral que sufren los personajes desemboca en la locura y la muerte; los protagonistas siempre están en peligro de una u otra forma. Por ejemplo, en La gallina degollada los cuatro hijos “idiotas” del matrimonio Mazzini-Ferraz asesinan a su pequeña hermana de una forma bestial tan sólo para replicar el placer que experimentaron al ver la sangre de una gallina estrangulada.
No obstante, como lo mencionamos previamente, la producción cuentística de Horacio Quiroga trata, en mayor proporción, el enfrentamiento entre la naturaleza y el hombre. Cuentos como La insolación, Los cazadores de ratas, A la deriva y La miel silvestre dan cuenta de la fuerza implacable del medio que nos rodea; enmarcan a los individuos en ambientes que los aprisionan y asfixian.
En relación con otros escritores de su generación, Quiroga no singulariza a sus personajes, más bien los generaliza. En este artificio subyace algo más profundo y vital: lo que sucede en la narración no le ocurre a un ser ficticio, sino al lector, a una persona que vive en lo que, para fines prácticos, llamaremos “realidad”; a través de la literatura, despojó al hombre de atributos para mostrar su endeble condición.
De este modo, como un personaje más de su propia creación, con todo el peso a cuestas y la soledad acumulada, el 18 de febrero de 1937, después de pasar una temporada en el hospital, pidió permiso para dar un paseo. A su regreso – y después de enterarse de que sufría un cáncer de próstata avanzado– se quitó la vida con cianuro.