«Opus Gelber» (fragmento)

Con su sagaz y sensible prosa, la periodista y escritora argentina Leila Guerriero, construye un retrato de un genio musical referente del siglo XX: el pianista Bruno Gelber

Editorial Anagrama comparte un fragmento de este portentoso ejercicio de periodismo que es Opus Gelber. Retrato de un pianista. El libro más reciente de la escritora y periodista argentina Leila Guerriero en el que «retratado y retratista establecen un inquietante juego de seducción y, mientras uno se repliega y se envuelve en un halo enigmático, la otra se detiene pacientemente en los gestos mínimos y los silencios más significativos.»

To understand the killer

I must become the killer

And I don’t need this violence anymore

But now I’ve tasted hatred I want more…

GRAVENHURST, «The Velvet Cell»

Pensé que escribir esta historia solo podía ser un crimen o una plegaria. EMMANUEL CARRÈRE, El adversario

Avenida Corrientes derecho, hasta Pueyrredón. Siempre al atardecer. Durante casi un año, ese fue el camino para ir a ver a Bruno.

Es 14 de septiembre de 2017, cinco de la tarde. Buenos Aires. El sol entra en el departamento del piso doce por una ventana lateral y le da al aire una cualidad ambarina, escenográfica. Sobre la mesa hay budín, tarta casera, sándwiches, masas, dos jarras diminutas con edulcorante líquido, otra con leche, vajilla de porcelana, todo sobre un mantel de damasco francés color bordó (que en las cenas importantes se cambia por otro, también de damasco, color crudo). En el centro, un racimo de uvas de piedras semipreciosas –cuarzo, ágata, jade– y dos candelabros de plata con sus velas apagadas. Sobre un hornillo, una tetera donde un earl grey con esencia de bergamota permanece caliente. Él está, como siempre, sentado de espaldas a la pared roja, frente a la mesa, en su silla con apoyabrazos tapizada en verde opaco con chispas blancas. Hoy no lleva maquillaje, aunque sí delineados los ojos y las cejas. La camisa a cuadros, extrañamente informal, cerrada hasta los puños, desprendida en el cuello, se abre levemente sobre el vientre abultado dejando ver algo de piel y el cinto de cuero sobre el pantalón negro.

–¡Tesssoro! –dice exagerando la ese mientras tracciona con las manos sobre los apoyabrazos y luego con los puños sobre la mesa para levantarse.

–No te levantes, no hace falta.

–Mirá si me vas a mandar vos a mí –dice en un tono de reconvención jocosa, y se yergue sobre sus brazos de Atlante.

–Sentate, pichona.

Cuatro horas más tarde, Juana me acompaña hasta la planta baja. El consorcio ha decidido prescindir del personal de vigilancia en las noches por cuestiones de economía, de modo que cada propietario debe encargarse de bajar a abrir. Mientras el ascensor desciende, Juana cuenta que se siente mal porque hace un mes murió su cuñada de cáncer y su hermano, viudo de la mujer fallecida, está en cama, deprimido. Le digo que seguramente va a mejorar, pero ella quiere un diagnóstico preciso: «¿En cuánto tiempo, usted calcula?» Aventuro: «Dos, tres meses.» Abre la puerta del ascensor, sale y se detiene en el rellano de mármol, antes de los escalones que bajan hasta el hall. Dice que su cuñada, en los últimos días antes de morir, usaba pañales; que ella anda con la presión por el piso. Le pregunto si le contó a él, si él sabe. Dice: «No, yo lo conozco al señor, no le gusta que le hablen de esas cosas, de las enfermedades. Pero él sabe que mi cuñada murió y me pregunta.» Lo imagino arriba, en el departamento, sentado en la misma posición en que estaba cuando llegué, la mano izquierda cerca del control remoto del televisor, del teléfono fijo, del teléfono móvil, esa central de mandos desde la que maneja la casa, preguntándose qué hará Juana, que no vuelve. Mientras ella habla, de un lado a otro del hall vuela un murciélago frenético, espantoso. Arriba, hace un rato, él me preguntó a qué le tengo miedo. «A los murciélagos», respondí. Y él: «No te hagas… No te estoy preguntando eso. Lo sabés.» Entonces me miró como si me atravesara, como si después de todo lo que él me había contado a lo largo de meses yo le debiera, al menos, eso. Y le di una respuesta irresponsable. Le dije la verdad.

Cuatro meses antes, a las doce y media de la noche del viernes 5 de mayo de 2017, llega un mensaje de texto a mi teléfono móvil: «¿Dormís?» No contesto. Llamo al día siguiente a una hora en que sé que ya puedo encontrarlo despierto: las tres de la tarde.

Siempre me deja mensajes en el contestador en los que dice, simplemente, «Brunitoooo». Entonces sé que tengo que llamarlo. Y lo llamo.

El edificio, sobre la calle Teniente General Juan Domingo Perón, antes llamada Cangallo, tiene puertas de herrería y vidrio flanqueadas por dos gigantescas ventanas que permanecen con las persianas bajas. A un lado, una construcción moderna de varios pisos de cuyo frente cuelga ropa puesta a secar; una fachada de color ocre desvaído que se anuncia como el Hotel Cangallo; y la tienda Mami, de bijouterie y piercing. Al otro lado, una casa que parece abandonada con un cartel que dice Gaty Estilos. Enfrente, la Obra Social de Docentes Particulares; la tienda Florian, que vende artículos de cosmética y perfumería; la panadería Los Molinos. En una de las esquinas está Bangla, artesanías de Medio Oriente y ropa hindú, bajo un estacionamiento de tres pisos que termina en un techo de chapas teñidas de óxido. Por todas partes, los aparatos de aire acondicionado gotean sobre las veredas llenas de contenedores y bolsas de basura. Durante el fin de semana, o después de las siete de la tarde, las persianas de los comercios están bajas, las calles vacías, y en medio de un silencio neutrónico lo único que se mueve son los cartoneros y sus carros repletos de papeles, botellas y el largo rosario del desperdicio ajeno.

Frente al edificio discurre una bicisenda muy angosta por la que suelen pasar, más que bicicletas, motos, sorteando la maraña de camiones y autos que atiborran el tránsito durante el día en el barrio de Once, el más popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires, a veinte cuadras del Obelisco, donde se vende calzado, ropa, juguetes, artículos electrónicos, peluches, telas, cosméticos, cotillón, bijouterie, lencería, sábanas, toallas, todo al por menor y al por mayor, todo barato. El barrio se denomina formalmente Balvanera, pero hereda su apodo de la plaza 11 de Septiembre –donde funcionó un mercado entre 1853 y 1882– que hoy lleva el nombre de plaza Miserere.

Es uno de los puntos de confluencia de transporte público más nutridos y tumultuosos de la ciudad: dos líneas de metro, una estación de trenes, decenas de autobuses. Desde fines del siglo XIX se asentaron allí comerciantes y sastres judíos pero hoy, a esa tradición que sigue sumiendo a la zona en una quietud masiva cada viernes por la tarde con el comienzo del shabat, se sumaron comercios coreanos, chinos, peruanos. De ocho de la mañana a cinco de la tarde hay camiones descargando mercadería bajo el cielo atravesado por cables flojos, changarines arrastrando carros atragantados de cajas, compradores revolviendo ofertas en ese transatlántico de baratijas a cielo abierto, todo en medio de una arquitectura salvaje en la que se mezclan horrores de los setenta, edificios señoriales de los treinta y anodinas construcciones opacas de hollín cubiertas por un tapiz de carteles que anuncian los nombres de los locales: Rasgo’s, Telalandia, Dynasty, Javi, Cachito’s, Craizi, Creaciones Raquel, El paraíso de Paso, Loka como tu madre.

El edificio de la calle Perón fue proyectado por el arquitecto Robert Charles Tiphaine en 1925 por encargo del empresario Emilio Saint, uno de los propietarios de la fábrica de chocolates Águila. Se lo encuadra dentro del estilo art déco y el arquitecto argentino Fabio Grementieri, especialista en patrimonio urbano, dijo que es una «mezcla de esbelto paquebote con estilizado templo egipcio» debido a la confluencia de «pilastras egipcias, columnas Luis XVI, contrafuertes góticos, urnas griegas y templetes sajones». Es conocido como la Torre Saint y, de estar en cualquier otro barrio, los departamentos que alberga –pisos de roble de Eslavonia, paredes de cincuenta y cinco centímetros de ancho, cámara de aire de treinta entre piso y piso– costarían el triple. Tiene una planta simétrica de dos cuerpos, coronados por torres gemelas con tejas que alguna vez fueron de bronce, y solo puede apreciarse en su fritzlanguiana dimensión si se lo mira desde la esquina más alejada, en la calle Castelli. Desde allí se ven las aristas amenazantes, los volúmenes ásperos, los pisos aterrazados que se retiran hacia el interior de la manzana como si estuvieran en constante movimiento de expansión o repliegue.

La entrada es un largo pasillo recorrido por columnas. La pared derecha se vacía en vitrales a través de los que entra, por las tardes, una luz puritana, adormecida. A la izquierda, un escritorio que utilizan los porteros durante el día y, unos pasos más adelante, ocho escalones de mármol que terminan como una ola congelada al pie de dos ascensores antiguos en cuyas cabinas de madera, con botones borroneados por el uso, un cartel escrito a máquina sostenido por una chincheta dice, con un manejo silvestre de las comas y los signos de admiración: «Señores copropietarios: Por favor, cuidar la limpieza del edificio y de los ascensores, en ellos no dejar bolsas con basura, si la sacan fuera de horario, bajarlas a los containers que se encuentran en la calle, dentro del horario de retiro de residuos, dejarlas en la puerta de servicio, que el encargado pasará a retirarlas en los horarios estipulados. !!!!!El edificio es de todos, sepan cuidarlo!!!!!!!»

Los dos ascensores tienen una chicharra que empieza a sonar de forma enloquecida apenas se abren sus puertas y funcionan a velocidad inusitada, contradiciendo la lentitud de anticuario que se presume al verlos. Al subir, se ven las escaleras de mármol arqueándose como caracoles varados, dibujando una espiral tensa y calcárea que se hace más luminosa a medida que se llega a los pisos altos.

Es un día gélido y ventoso de mediados de otoño, 5 de abril de 2017. Seis de la tarde. En el piso número doce espera Juana. Sostiene abierta una de las dos hojas de las puertas altísimas, dos metros de madera noble. Para abrirlas –desde adentro o desde afuera– hay que desconectar la alarma del departamento que permanece activada siempre. Juana es baja, menuda, de formas discretas pero contundentes: pechos definidos, caderas estrechas, muslos finos. Usa el cabello oscuro y lacio recogido. La ropa –usualmente una camisa, un jean, zapatillas– parece quedarle perfectamente cómoda, como si formara parte de su cuerpo. Habla en voz muy queda, pronunciando las eses y las tes con un chasquido hipnótico. Cuando no está aquí, donde vive y trabaja de lunes a viernes, vuelve a su casa en el conurbano bonaerense, en Florencio Varela, con sus cinco hijos.

–Hola, encantada. Leila.

–Encantada, cómo está. Juana.

Y por primera vez dice una frase que repetirá a lo largo de meses:

–Pase, pase; el señor la está esperando.

Siempre dirá «pase, pase» dos veces. La segunda parte de la oración tampoco tendrá alteraciones salvo una, la única posible: «El señor está dando una clase. Ya viene.» Eso sucederá en una sola ocasión.

Las paredes del recibidor están pintadas de un rojo opaco que se transforma en súbito amarillo al desembocar en la sala –piso de roble cubierto de alfombras francesas hechas a mano, sillas revestidas con telas traídas de Venecia– pero vuelve a transformarse en rojo opaco después de dos cortinas teatrales que enmarcan el espacio donde está la mesa, rodeada de seis sillas estilo Luis XV tapizadas en terciopelo verde. Sentado ante la mesa, de espaldas a la pared, en un sitio desde el que puede contemplar toda la sala, está él, que empieza a levantarse.

Cuatro meses después, el viernes 11 de agosto de 2017, a las tres y media de la tarde, suena mi teléfono celular. En la pantalla aparece su nombre. Atiendo.

–Hola, ¿cómo estás?

–Extrañándote –dice.

–Mentira.

–No. Sí. Bueno, no extrañándote, pero sí preguntándome cuándo volvías de viaje.

–Volví hace una hora de Brasil. Me voy de viaje de nuevo el domingo.

–Bueno. Pero nos vemos antes de que te vayas.

–Es que me voy pasado mañana y acabo de llegar.

–¿Y hoy a la noche no podés?

No hay registros grabados de cómo fueron la presentación, el intercambio de saludos, las frases casuales hasta llegar a las preguntas de la primera entrevista, pero esto es seguro: todo fue mucho más formal de lo que sería después. El humor feroz, las réplicas indóciles, el laberíntico retorno a temas inquietantes: todo eso apareció más tarde, con las semanas, con los meses. Las primeras palabras registradas:

–Si no terminamos hoy, podemos vernos otro día.

–No, no. Yo charlo fácil.

Afuera el viento arrasa pero aquí, en el piso doce, nada se escucha.

Juana ha desaparecido por una puerta que conecta el recibidor con la cocina y la mesa de la sala parece un altar o un proscenio, cubierta por budines envueltos en fruta abrillantada, porciones de torta, sándwiches, masas, alfajores de chocolate, vajilla de porcelana, servilletas de damasco, los candelabros, las uvas de piedras semipreciosas. Él preside ese festín desenfrenado con la luz cayendo en láminas desde la araña de caireles sobre el pelo esponjoso, la camisa negra con rayas blancas finas. Se levanta, inclinando el cuerpo robusto hacia delante, hasta lograr erguirse por completo en una maniobra de esfuerzo y de potencia.

La semana anterior, durante la primera llamada telefónica para fijar día y hora de la entrevista a la que accedió de inmediato («De lo único de lo que no te voy a hablar es de política»), le dijo a Juana: «Juana, tráigame la Laura Hidalgo Chica, por favor.» Ahora, sobre la mesa hay una agenda de tamaño mediano cuya tapa está cubierta por una foto de la actriz Laura Hidalgo, una de las divas del cine argentino de los años cincuenta fallecida en 2005: el rostro de rasgos puros, los ojos claros, las cejas arqueadas, los pómulos firmes. Hay también una Laura Hidalgo Larga, un cuaderno de mayor tamaño destinado a usos que nunca quedarán demasiado claros, pero que no está a la vista. Por toda la sala hay portarretratos con fotos de su madre, de amigos o de conocidos –el diseñador argentino de alta costura Gino Bogani, la duquesa de Orleans, la princesa Carolina de Mónaco–, pero los que muestran fotos de Laura Hidalgo se cuentan por decenas.

Termina de levantarse y ofrece la mejilla para un beso. Tiene una sonrisa fotográfica, un poco irónica, prevenida o distante, que no volveré a verle.

–Encantado.

–Encantada. ¿Cómo está? Me pide, de inmediato, que lo tutee.

El rostro es una réplica perfecta del que reproducen cientos de fotos en las que tiene un aire antiguo muy elaborado: una frente amplia desde la que brota el pelo en tonos artificiales, rojizos; una nariz pequeña y respingada; mejillas llenas. Pero el centro, la esencia, la usina son los ojos: bajo las cejas circunflejas que terminan en una línea, los ojos pequeños, marrones, de párpados sombreados en degradé, son lo crudo, lo desnudo, lo invencible, y traccionan hacia el rostro una expresividad inaudita. Una máquina que irradia deleite, estupor, embeleso, curiosidad, burla, asombro, goce, perfidia. Pero nunca turbación, pero nunca duda, pero nunca –jamás– nostalgia.

Vivió veinticinco años en París, en la rue Cambon, frente a Chanel. Después, veintitrés en Mónaco, en un tercer piso frente al Mediterráneo. Cuando su hermana Munina y su cuñado Finco fueron a visitarlo allí en los noventa, los mandó a buscar a Niza con un helicóptero.

Ahora, para llegar a su casa en Buenos Aires tomo la línea B de subte que va por debajo de la avenida Corrientes. Subo en la estación Dorrego y me bajo en Pueyrredón, en pleno Once. Desde allí, camino cuatro cuadras entre comercios que se llaman Gran Cachito, Javi Sport o Marili hasta el edificio de la calle Perón, y toco timbre en el piso doce. A veces tienen que bajar a abrirme porque no hay encargado, o porque hay pero no me abre. A veces, me abre un vecino. En un par de ocasiones el timbre no funciona y tengo que llamar por teléfono para avisar que estoy.

Repite que de este departamento lo conquistaron las paredes anchísimas, la cámara de aire entre piso y piso, el silencio y la luz, y que el barrio no le importa. Lo mismo dicen, como un discurso aprendido, su hermana, sus alumnos, sus amistades. En verdad, todos ellos dicen lo que él dice acerca de muchas cosas: acerca del por qué de su regreso a la Argentina en 2013, acerca de por qué vive en este vecindario. A veces, incluso, cuentan las mismas anécdotas que él cuenta (o, como los niños que quieren escuchar un relato que ya conocen, le piden que las narre ante nuevos interlocutores: «¿Le contaste a Leila la anécdota de la princesa manchú?», «¿Le contaste la anécdota del concierto de Sicilia?»).

El departamento tiene, en efecto, mucha luz y es silencioso. Solo se escucha en ocasiones el piano de un vecino. A él no le molesta pero, si el vecino toca por las noches, le golpea la pared porque no quiere que piensen que es él importunando el descanso ajeno («No hay nada que yo respete más»). Estudia después de cenar, y hasta la madrugada, en el piano que tiene junto a la mesa, un instrumento pequeño y portátil al que le quita el sonido casi por completo. Mientras estudia, mira televisión y habla por teléfono. Puede hacer las tres cosas al mismo tiempo. Se ufana de eso: «Soy una persona completamente disociada.»

–Si no terminamos hoy, podemos vernos otro día.

–No, no. Yo charlo fácil.

Sirve el té con una habilidad ejercitada; ofrece torta, budín. Contempla con aire de emperador ese vendaval de gula luminosa, los ojos lúbricos sobrevolando los brillos, las frutas, los dulces, la tersura del chocolate y la vainilla, evaluando qué primero y qué después, hasta que estira el brazo, el deleite goteando de las puntas de los dedos, para tomar posesión de un trozo de torta que come con lentitud contagiosa, la voz ahogada por la masa cuando dice:

–Yo más que un culto de la charla he hecho un culto de la amistad.

Y entonces, mucho antes de decir que ha dado cinco mil conciertos en cincuenta y cuatro países, que es más fácil enumerar los directores con los que ha tocado que con los que no, se escucha la chicharra del ascensor en el pasillo, alguien desconecta la alarma del departamento desde afuera e introduce la llave en la cerradura.

–Hola, maestro –dice un hombre joven, fornido, de cuello y hombros bien plantados, cabeza rotunda rapada casi a cero.

–Hola, Esteban, ¿cómo estás? –responde él, con una coquetería impostada, excesiva–. Leila Guerriero. Esteban.

El hombre saluda, rodea la mesa, le da un beso en la mejilla y se sienta a su lado.

–¿Querés un tecito?

–No, gracias, maestro. Tengo que volver a salir.

–Esteban vive acá. Pero nunca hubo, ni hay, nada entre nosotros. Na-da –dice él levantando el dedo índice, admonitorio.

Un mecanismo formado por veintisiete huesos –ocho del carpo, cinco del metacarpo, cinco falanges proximales, cinco falanges distales, cuatro falanges intermedias–, sin un solo músculo, unidos entre sí por ligamentos y articulaciones, unidos a su vez por tendones a los músculos del antebrazo. Un mecanismo que sirve para destapar frascos, aferrarse a un trapecio, manipular un destornillador o bordar un tapiz.

Él tiene las falanges sobreacolchadas. Los dedos, cortos. El dorso abultado. El conjunto es pequeño, incómodo. De joven, cuando aún estaba tierno, hacía ejercicios para que esa herramienta se expandiera, se dilatara. Se reventaba los dedos elongando.

Esteban apenas sobrepasa los cincuenta pero aparenta una década menos. Sabré mucho después que se acuesta temprano pero duerme mal, que habla cuatro idiomas, que estudió escenografía, que tiene tres hermanos, problemas en la columna, dolores de cabeza, que trabaja en la agencia de viajes Carlson Wagonlit en el centro de la ciudad, que vivió en el barrio de Belgrano hasta que se mudó aquí, que una vez se intoxicó con fósforo al tomar una dosis equivocada de glóbulos homeopáticos, que su padre tiene una mueblería. Pero ahora, como si cumpliera con un rito, como si eso fuera lo primero que hay que dejar en claro, cuenta cómo se conocieron.

–Yo trabajaba en una agencia de viajes y le llevaba los tickets aéreos a su casa, porque vivía a dos cuadras. En esa época se emitían en papel y eran metros de tickets, porque eran los de sus tournées. Siempre me invitaba a entrar y a tomar un té, pero yo decía que no. Y un día dije que sí.

Él –que lo ha escuchado con la cabeza ladeada en señal de atención– respira hondo, yergue el torso, da golpecitos sobre el mantel con un dedo y dice:

–Este departamento es mío pero está a nombre de Esteban. Esteban asiente y sonríe.

–Así es –dice. Después se disculpa.

–Me voy a cambiar porque tengo que salir, maestro.

–Vaya, vaya –dice él, y estira el brazo para alcanzar un alfajor de dulce de leche que se acerca a la boca como si estuviera a punto de comer una joya cubierta de escarcha–. ¿Te doy un pedacito de budín?

Afuera sigue el viento y comienza el trajín del final de la tarde pero aquí, en esta sala donde hay dos sofás de tres cuerpos, cuatro mesas de apoyo, una mesa baja de vidrio, portarretratos de plata, seis lámparas encendidas, cortinas de voile, almohadones inflamados de relleno, que huele a té Twinings y flota por encima de calles atragantadas de gritos hollín monóxido de carbono bocinas cables carteles gente charcos, no hay más sonido que el que hace una cuchara contra una taza de porcelana antigua y que queda suspendido en el aire como una perla ahogada en terciopelo.

En 1994 y 1998 la prestigiosa revista francesa Diapason, especializada en música clásica, lo premió con el Diapasón de Oro y lo incluyó en una lista de los cien grandes pianistas del siglo XX. Tocó con los más notables directores –Kurt Masur, Charles Dutoit, Bernard Haitink, Lorin Maazel, Christoph Eschenbach, Esa-Pekka Salonen, Ernest Ansermet, Erich Leinsdorf, Sergiu Celibidache, Mstislav Rostropóvich, Sir Colin Davis, entre otros– y las más notables orquestas: la Filarmónica de Berlín, el Musikverein de Viena, la Tonhalle de Zúrich, la Filarmónica de Filadelfia, entre otras. Tenía diecinueve años cuando interpretó en Múnich una pieza que sería su patria, el concierto para piano número 1 opus 15 de Brahms, y el crítico más respetado de Alemania, Joachim Kaiser, dijo que se trataba de «un milagro», de la aparición de un fenómeno sin límites: «allí donde la mayoría de los pianistas (…) comienza a temblar, este joven se lanza con un entusiasmo arrollador: los trinos de sus octavas vibran grandiosos, el cuidado con el que frasea, la serenidad con que interpreta las melodías, la firmeza con que se dirige al clímax de la obra, todo lo eleva muy por encima del nivel de un artista sólido».

Su grabación de ese mismo concierto en 1965, bajo la dirección de Franz-Paul Decker, fue reconocida en 2013 por La Tribune des critiques de Radio France Internationale como la mejor interpretación jamás realizada de esa obra. El pianista polaco Arthur Rubinstein dijo que era uno de los grandes intérpretes de su generación. Bernard Gavoty, musicólogo y crítico francés que firmaba sus artículos en Le Figaro como Clarendon, dijo que era de esa clase de artistas que enseñan siempre algo nuevo «sobre las obras que creemos conocer bien».

Él nunca se presenta con esas credenciales. No dice que Rubinstein cenaba en su casa de París y hablaban entre ellos como pares. Ni que su amiga, la fenomenal pianista argentina Martha Argerich, fue a verlo hace un tiempo cuando él tocó en Amberes el concierto número 3 de Rachmáninov –un grizzly demoledor de pianistas, el Moby Dick de los conciertos para piano–, y le dijo que había sido la mejor interpretación que había escuchado. Solo habla de esas cosas si se le pregunta y, aun así, casi nunca tiene mucho para decir. En cambio, en las entrevistas –que ha otorgado de a cientos– se presenta como alguien que dio cinco mil conciertos en cincuenta y cuatro países haciendo énfasis en lo performático de la cifra, e inmediatamente después agrega que conoció las cosas «más excelsas que un ser humano pueda conocer: he estado en palacios, en castillos, con condes, con príncipes, con duquesas». Quizás porque no todos saben qué es el Festival de Salzburgo, ni quiénes son Ernest Ansermet o George Szell, ni quién es la tal Jacqueline Du Pré que debutó el mismo día y en el mismo escenario que él en la Berlín de los años sesenta, pero todo el mundo tiene una idea muy precisa de lo que son un palacio y un castillo y una princesa y cinco mil conciertos y cincuenta y cuatro países.

O quizás porque todo lo anterior realmente no le importa. Su nombre es Bruno Gelber. Bruno Leonardo Gelber.

Un repaso por la primera entrevista con Bruno Gelber realizada el 7 de abril de 2017 produce dos efectos: el primero, la confirmación de que durante más de tres horas reiteró, con variaciones, lo que ya había contado antes cientos de veces en la radio, en los diarios, en la televisión: la anécdota del inesperado concierto de Rachmáninov que tuvo que dar en Palermo, Sicilia; la anécdota ejemplificadora de la Coca-Cola a la salida del metro en París; y algunas frases («viví y vivo en lo excepcional con la mayor naturalidad del mundo»; «mi casa era un infierno musical»; «mi vida se deslizó como un trineo sobre la nieve en medio de un bosque»), aun cuando ni frases ni anécdotas tuvieran relación alguna con lo que se le estaba preguntando, como si fueran compases imprescindibles de una partitura establecida que debía reiterarse idéntica como un mantra en loop.

El segundo efecto que produce un repaso por la primera entrevista con Bruno Gelber es la asombrosa constatación de que fue apenas un minuto y medio después de comenzada que desplegó, en torno a un tema de compleja intimidad familiar, una maniobra de tres tiempos (destrucción-reconstrucción-destrucción definitiva) que utilizaría luego muchas veces:

–Empezaste a viajar muy joven.

–A los dieciséis.

–¿Adónde?

–A Chile. Me pagaron mil dólares para dar un concierto, una fortuna en ese momento. Me llevé a mamá, a papá y a mi hermana.

–¿Tu hermana es psicóloga?

–Sí. Pero tenemos una visión de la vida muy distinta.

–¿Por qué?

–Porque ella es la geisha de su marido y la madre de sus hijos y la abuela de sus nietos. Y recién después viene ella. Y mucho después no le queda.

–¿Tienen buena comunicación?

–Nos llamamos todos los días pero nos vemos poco, porque la llamás y está haciendo el budín de choclo, o ayudando al gato que no sé qué tiene, o preparando no sé qué para la hija.

Su voz, que adquiere un tono de indignación sobreactuada para señalar lo irremediable del asunto, se hace más aguda al decir algo que contradice lo que acaba de sostener:

–Yo lo respeto, porque es una vocación. Y las vocaciones son la enfermedad más linda que existe. Y si podés vivir de acuerdo a tu vocación es maravilloso. Es como un amor férreo. Si podés trabajar con lo que te gusta, y con éxito, te podés considerar una persona feliz.

Imagen: World Music BA