Programado para llegar a la mesa de novedades la segunda quincena de febrero y ya disponible en formato electrónico en diferentes librerías, aquí un fragmento de la más reciente novela de Michel Houellebecq, publicada en español por Anagrama con la traducción de Jaime Zulaika
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Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible.
Me despierto hacia las cinco o a veces las seis de la mañana, la necesidad es extrema, es el momento más doloroso del día. Mi primer gesto es poner en marcha la cafetera eléctrica; la víspera he llenado el depósito de agua y de café molido el filtro (por lo general Malongo, con el café sigo siendo bastante exigente). No enciendo un cigarrillo hasta después de haber tomado un primer sorbo; es una obligación que me impongo, un éxito cotidiano que se ha convertido en mi principal fuente de orgullo (debo confesar, sin embargo, que las cafeteras eléctricas van muy rápido). El alivio que me produce la primera bocanada es inmediato, de una virulencia sorprendente. La nicotina es una droga perfecta, una droga simple y dura, que no proporciona ninguna alegría y se define totalmente por la carencia y por el cese de esa carencia.
Unos minutos más tarde, después de dos o tres cigarrillos, tomo un comprimido de Captorix con un cuarto de vaso de agua mineral, normalmente Volvic.
Tengo cuarenta y seis años, me llamo Florent-Claude Labrouste y detesto mi nombre de pila, creo que procede de dos miembros de mi familia a los que mi padre y mi madre, cada uno por su lado, querían honrar; y es lamentable porque, por lo demás, no tengo nada que reprochar a mis padres, fueron excelentes en todos los sentidos, hicieron todo lo posible para darme las armas necesarias en la lucha por la vida, y si al final he fracasado, si mi vida termina en la tristeza y el sufrimiento, no puedo culparles a ellos, sino más bien a una desventurada serie de circunstancias de las que tendré ocasión de hablar –y que incluso constituyen, a decir verdad, el objeto de este libro–, no tengo absolutamente nada que reprochar a mis padres aparte de esa nimiedad, ese molesto pero nimio episodio del nombre, no solo me parece ridícula la combinación Florent-Claude, sino que me desagradan sus dos elementos; en suma, considero mi nombre un fallo garrafal. Florent es demasiado blando, demasiado próximo al femenino Florence en un sentido casi andrógino. No se corresponde en absoluto con mi cara de rasgos enérgicos, agresivos en algunos ángulos, que a menudo ha sido considerada viril (por lo menos por algunas mujeres) pero de ningún modo, ni por asomo, el rostro de un pederasta botticelliano. Por no hablar de Claude, que me hace pensar instantáneamente en las Claudettes, y en cuanto oigo pronunciar ese nombre, en el acto me viene a la memoria la imagen espantosa de un vídeo vintage de Claude François reproducido en bucle en una velada de maricas viejos.
No es difícil cambiar el nombre de pila, bueno, no quiero decir desde un punto de vista administrativo, casi nada es posible desde ese punto de vista, el objetivo de la administración es reducir al máximo tus posibilidades de vida, cuando no consigue pura y simplemente destruirla, desde el punto de vista administrativo un buen administrado es un administrado muerto, hablo sencillamente desde el punto de vista del uso: basta con presentarse con un nombre nuevo y al cabo de unos meses o incluso unas semanas todo el mundo se acostumbra, a la gente ni siquiera se le pasa por la cabeza que hayas podido llamarte de otra forma anteriormente. La operación, en mi caso, habría sido aún más simple porque mi segundo nombre, Pierre, se correspondía perfectamente con la imagen de firmeza y de virilidad que me habría gustado transmitir al mundo. Pero no hice nada, seguí dejando que me llamaran por ese nombre repulsivo de Florent-Claude, lo máximo que conseguí de algunas mujeres (de Camille y de Kate, concretamente, pero ya hablaré de ellas, ya hablaré) fue que se limitaran a llamarme Florent, de la sociedad en general no he conseguido nada, en este sentido, como en casi todos los demás, me he dejado llevar por las circunstancias, he dado prueba de mi incapacidad para gobernar mi propia vida, la virilidad que parecía desprenderse de mi cara de aristas francas, de mis rasgos cincelados, no era más que una engañifa, una estafa pura y dura de la que, en verdad, yo no era responsable, Dios había decidido por mí, pero yo era, en realidad era y siempre había sido, un gallina inconsistente, y a mis cuarenta seis años nunca había sido capaz de controlar mi propia vida, en fin, parecía muy verosímil que la segunda parte de mi existencia solo sería, a semejanza de la primera, un fláccido y doloroso derrumbamiento.
Los primeros antidepresivos conocidos (Seroplex, Prozac) aumentaban los niveles de serotonina en sangre inhibiendo su recaptación por las neuronas 5-HT1. El descubrimiento, a principios de 2017, del Capton D-L abriría la vía a una nueva generación de antidepresivos, con un mecanismo de acción finalmente más simple, ya que se trataba de favorecer la liberación por exocitosis de la serotonina producida al nivel de la mucosa gastrointestinal. A finales de año se comercializó el Capton D-L con el nombre de Captorix. Demostró de inmediato una eficacia sorprendente que permitía a los pacientes integrar con una facilidad inédita los ritos más importantes de una vida normal dentro de una sociedad evolucionada (higiene, vida social reducida a la buena vecindad, trámites administrativos sencillos) sin favorecer en modo alguno, a diferencia de los antidepresivos de la generación anterior, las tendencias suicidas o de automutilación.
Los efectos secundarios indeseables observados con mayor frecuencia con Captorix eran las náuseas, la desaparición de la libido, la impotencia.
Yo nunca había sufrido náuseas.
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La historia empieza en España, en la provincia de Almería, exactamente a cinco kilómetros de El Alquián, en la carretera N-340. Estábamos a principios del verano, seguramente a mediados de julio, hacia el final de la década de 2010; me parece que Emmanuel Macron era presidente de la República. Hacía bueno y un calor tórrido, como siempre en esta estación en el sur de España. Era primera hora de la tarde, y mi Mercedes 4 × 4 G 350 TD estaba en el aparcamiento de la gasolinera Repsol. Acababa de llenar el depósito de diésel y estaba bebiendo lentamente una Coca-Cola Zero recostado en la carrocería, invadido por una tristeza creciente ante la idea de que Yuzu llegaría al día siguiente, cuando un Volkswagen escarabajo paró delante de la máquina de aire.
Se apearon del coche dos veinteañeras, hasta de lejos se veía que eran preciosas, en los últimos tiempos me había olvidado de hasta qué punto pueden ser encantadoras las chicas, me produjo una conmoción, como una especie de golpe teatral exagerado, ficticio. El aire era tan caluroso que parecía animado por una ligera vibración, al igual que el asfalto del aparcamiento, eran exactamente las condiciones para la aparición de un espejismo. Pero las chicas eran reales y sucumbí a un leve pánico cuando una de ellas vino hacia mí. Tenía una larga melena castaño claro, muy ligeramente ondulada, y llevaba en la frente una delgada cinta de cuero recubierta de motivos geométricos de colores. Una banda de algodón blanco le cubría más o menos los pechos, y su falda corta, flotante, también de algodón blanco, parecía dispuesta a levantarse al menor soplo de aire; sin embargo, no había ninguno, Dios es clemente y misericordioso.
La chica estaba tranquila, sonriente, y no parecía tener ningún miedo; el miedo estaba en mi lado, digámoslo claramente. Su mirada destilaba bondad y felicidad; supe nada más verla que en su vida no había conocido más que experiencias felices con los animales, los hombres, incluso con los jefes. ¿Por qué se me acercaba, joven y deseable, aquella tarde de verano? Ella y su amiga querían comprobar la presión de sus neumáticos (bueno, me explico mal, de los neumáticos de su coche). Es una medida prudente, recomendada por los organismos de protección viaria en casi todos los países civilizados e incluso en algunos otros. De modo que aquella chica no solo estaba buena y era buena, sino que también era prudente y sensata, mi admiración por ella crecía a cada segundo. ¿Podía negarle mi ayuda? Era evidente que no.
Su compañera se ajustaba más al modelo que cabía esperar de una española: el pelo muy negro, los ojos castaño oscuro, la piel mate. Tenía un aspecto menos hippioso, bueno, también parecía bastante hippie, pero menos maja, con un toquecito de golfa, un anillo de plata le perforaba la narina izquierda, la faja que le tapaba los pechos era multicolor, de un grafismo agresivo, constelada de lemas que podían considerarse punk o rock, he olvidado la diferencia, para simplificar digamos que punk-rock. A diferencia de su amiga llevaba un short y era peor todavía, yo no sé por qué fabrican shorts tan ceñidos, era imposible que su culo no te hipnotizase. Era imposible, yo no pude evitarlo, pero casi enseguida volví a concentrarme en la situación. Lo primero que había que saber, les expliqué, era la presión conveniente para el modelo de automóvil en cuestión: normalmente venía indicada en una plaquita metálica soldada en la parte inferior de la portezuela delantera izquierda.
La placa estaba efectivamente en el lugar mencionado y noté que crecía la consideración de las chicas por mis competencias varoniles. Como su coche no iba muy cargado –sorprendentemente llevaban poco equipaje, dos bolsas ligeras que debían de contener algunos tangas y los productos de belleza usuales–, una presión de 2,2 kilobars era suficiente.
Faltaba realizar la operación de inflado propiamente dicha. La presión del neumático delantero izquierdo, constaté de entrada, era solo de 1,0 kilobar. Me dirigí a las chicas con gravedad, hasta con una ligera severidad a la que mi edad me autorizaba: habían hecho bien en consultarme, y menos mal, porque estaban sin saberlo en auténtico peligro: las ruedas poco infladas podían producir pérdidas de adherencia, un desvío de la trayectoria, a la larga el accidente era casi seguro. Ellas reaccionaron con emoción e inocencia, la del pelo castaño me puso una mano en el antebrazo.
Hay que reconocer, desde luego, que el manejo de estos aparatos es un coñazo, hay que acechar los silbidos del mecanismo y muchas veces hay que tantear antes de colocarlos en la boquilla de la válvula, es más fácil follar, de hecho, es más intuitivo, estoy seguro de que ellas habrían estado de acuerdo conmigo a este respecto, pero no sabía cómo abordar el asunto, total, que inflé la rueda delantera izquierda e inmediatamente después la trasera izquierda, ellas estaban acuclilladas a mi lado y seguían mis gestos con suma atención, barboteando en su lengua «chulo» y «claro que sí», y luego yo les pasé el relevo y las exhorté a ocuparse de los otros neumáticos bajo mi paternal supervisión.
La morena, más impulsiva, como bien advertí, acometió de entrada la rueda delantera derecha, y ahí la cosa se volvió peliaguda en cuanto se arrodilló, con sus nalgas prietas, de una redondez tan perfecta dentro del minishort, y que se movían a medida que intentaba controlar la boquilla, creo que la del pelo castaño se compadeció de mi apuro, hasta me pasó brevemente un brazo alrededor de la cintura, un brazo de hermana.
Llegó el momento, por último, del neumático trasero derecho, del que se encargó la del pelo castaño. La tensión erótica era menos intensa, pero se le superponía una suave tensión amorosa, porque los tres sabíamos que era el último neumático y luego no tendrían otra alternativa que proseguir viaje.
Sin embargo, se quedaron conmigo unos minutos, entrelazando agradecimientos y gestos airosos, y su actitud no era del todo teórica, al menos es lo que me digo ahora, a varios años de distancia, cuando me da por rememorar que en otra época tuve una vida erótica. Ellas me preguntaron mi nacionalidad –francesa, creo que no lo he mencionado–, si la región me parecía atractiva, si, en particular, yo conocía sitios chulos. En un sentido, sí, había un bar de tapas donde también servían desayunos abundantes, justo enfrente de mi domicilio. Había asimismo un local nocturno, un poco más lejos, que se podía, siendo generoso, considerar chulo. Y estaba mi casa, podría haberlas alojado, al menos una noche, y tuve la sensación (pero sin duda fantaseo retrospectivamente) de que eso habría sido realmente chulo. Pero no dije nada de todo esto, opté por la síntesis para explicarles a grandes rasgos que la región era agradable (lo cual era verdad) y que me sentía muy a gusto en ella (lo cual era falso, y la próxima llegada de Yuzu no arreglaría las cosas).
Al final se marcharon haciendo grandes gestos con la mano, el Volkswagen escarabajo dio media vuelta en el aparcamiento y enfiló la vía de acceso a la carretera nacional.
Allí podrían haber sucedido varias cosas. Si hubiéramos estado en una comedia romántica, al cabo de unos segundos de titubeo dramático (en este momento es importante el actor, creo que Kev Adams podría haberlo hecho), yo habría saltado al volante de mi Mercedes 4 × 4, habría alcanzado rápidamente al escarabajo en la autopista, lo habría adelantado gesticulando mucho con los brazos, gestos un poco tontos (como los que hacen los actores de las comedias románticas), el Volkswagen se habría parado en el arcén de emergencia (de hecho, en una comedia clásica habría solo una chica, sin duda la del pelo castaño), y habrían acontecido diversos y emocionantes actos humanos, entre los golpes de aire de los camiones que nos pasaban rozando a unos metros. Para esta escena el dialoguista habría tenido que currarse el texto.
Si hubiésemos estado en una película porno, la continuación habría sido aún más previsible, pero menor la importancia del diálogo. Todos los hombres desean chicas frescas, ecologistas y amantes de los tríos; bueno, casi todos los hombres, yo por lo menos.
Estábamos en la realidad y por eso volví a mi casa. Me había sobrevenido una erección, cosa apenas sorprendente teniendo en cuenta cómo había ido la tarde. La traté con los medios habituales.
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Aquellas chicas, y en especial la del pelo castaño, podrían haber dado un sentido a mi estancia en España, y la conclusión decepcionante y trivial de mi tarde no hizo más que subrayar cruelmente una evidencia: no tenía ningún motivo para estar allí. Había comprado aquel apartamento con Camille, y para ella. Era la época en que teníamos proyectos de pareja, un arraigo familiar, un molino romántico en la Creuse o qué sé yo, quizá lo único que no proyectamos fue la fabricación de hijos, y aun así, en un momento dado, faltó poco. Fue mi primera compra inmobiliaria y además la única.
El lugar le había gustado de inmediato. Era un pequeño centro naturista, tranquilo, apartado de los enormes complejos turísticos que se extienden desde Andalucía hasta Levante, y cuya población se componía sobre todo de jubilados del norte de Europa: alemanes, holandeses, en menor medida escandinavos y, por supuesto, los inevitables ingleses, aunque curiosamente no había belgas, a pesar de que todo en aquel centro (la arquitectura de los pabellones, la distribución de los centros comerciales, el mobiliario de los bares) parecía reclamar su presencia, en fin, era realmente un rincón para belgas. La mayoría de los residentes había desempeñado su carrera en la docencia, el funcionariado en el sentido amplio, las profesiones intermedias. Terminaban ahora su vida de una forma apacible, no eran los últimos a la hora del aperitivo y paseaban con simplicidad, del bar a la playa y de la playa al bar, sus nalgas caídas, sus pechos superfluos y sus pollas inactivas. No se metían en líos, no causaban ningún conflicto de vecindad, extendían con civismo una toalla en las sillas de plástico del No problemo antes de enfrascarse, con una atención exagerada, en el examen de una carta por lo demás corta (en el perímetro del recinto nudista era una cortesía admitida evitar mediante una toalla el contacto entre un mobiliario de uso colectivo y las partes íntimas, posiblemente húmedas, de los consumidores).
Otra clientela, menos numerosa pero más activa, era la formada por los hippies españoles (adecuadamente representados, yo me percataba con dolor, por aquellas dos chicas que me habían abordado para inflar los neumáticos). No estará de más un breve recorrido por la historia reciente de España. A la muerte del general Franco, en 1975, España (más concretamente la juventud española) se vio enfrentada a dos tendencias contradictorias. La primera, directamente surgida de los años sesenta, otorgaba un gran valor al amor libre, el nudismo, la emancipación de los trabajadores y ese tipo de cosas. La segunda, que acabaría imponiéndose en los años ochenta, valoraba por el contrario la competición, el porno hard, el cinismo y las stock-options, bueno, simplifico pero hay que hacerlo porque, si no, no llegamos a nada. Los representantes de la primera tendencia, cuya derrota estaba programada de antemano, se replegaron poco a poco hacia reservas naturales como este modesto centro naturista en el que yo había comprado un apartamento. Por otra parte, ¿finalmente se había producido esa derrota programada? Algunos fenómenos muy posteriores a la muerte de Franco, tales como el movimiento de los indignados, podían inducir a pensar lo contrario. Así como, más recientemente, la presencia de aquellas dos jovencitas en la gasolinera Repsol de El Alquián, aquella tarde perturbadora y funesta; ¿el femenino de indignado era indignada? ¿Había, pues, conocido a dos encantadoras indignadas? No lo sabré nunca, no había podido acercar mi vida a la suya, aunque podría haberles propuesto que visitaran mi centro naturista, donde habrían estado en su entorno natural, quizá la morena se habría marchado, pero yo habría estado a gusto con la castaña, en fin, las promesas de felicidad se volvían un poco borrosas a mi edad, pero durante varias noches después del encuentro soñaba con que la castaña llamaba a mi puerta. Había vuelto a buscarme, mi vagabundeo por este mundo había llegado a su fin, había vuelto para salvarme con un solo movimiento la polla, mi ser y mi alma. «Y en mi casa, libre y audazmente, penetra como su dueña.» En algunos de estos sueños ella precisaba que su amiga morena aguardaba en el coche para saber si podía subir para unirse a nosotros; pero esta versión onírica se hizo cada vez menos frecuente, el guion se simplificaba y al final no hubo siquiera guion, inmediatamente después de abrir la puerta entrábamos en un espacio luminoso, inenarrable. Estas divagaciones continuaron durante un poco más de dos años; pero no nos adelantemos.
Por el momento, la tarde del día siguiente tendría que ir a buscar a Yuzu al aeropuerto de Almería. Ella nunca había estado aquí, pero yo tenía la certeza de que detestaría el lugar. Solo sentiría asco por los jubilados nórdicos y desprecio por los hippies españoles, ninguna de estas dos categorías (que cohabitaban sin gran dificultad) encajaba en su visión elitista de la vida social y del mundo en general, toda aquella gente carecía definitivamente de clase, y por otro lado yo tampoco tenía la menor clase, solamente dinero, incluso bastante dinero, a causa de unas circunstancias que referiré quizá cuando tenga tiempo, y una vez que se había dicho esto en el fondo ya se había dicho todo lo que había que decir de mi relación con Yuzu, a la que naturalmente tenía que abandonar, estaba claro, y también que nunca deberíamos haber vivido juntos, pero yo necesitaba tiempo, mucho tiempo, para volver a gobernar mi vida, como ya he dicho, y la mayor parte del tiempo era incapaz de hacerlo.
No me costó encontrar sitio en el aeropuerto, el aparcamiento estaba sobredimensionado, como todo en la región, concebido a la medida de un éxito turístico descomunal que nunca se produjo.
Hacía meses que no me había acostado con Yuzu y sobre todo no tenía intención de volver a hacerlo en ningún caso, por distintos motivos que explicaré sin duda más adelante, en el fondo yo no comprendía en absoluto por qué había organizado estas vacaciones, y tenía ya pensado, mientras esperaba en un banco de plástico en el vestíbulo de llegadas, acortar su duración; había previsto dos semanas, una sería más que suficiente, iba a mentir sobre mis obligaciones profesionales, la muy puta no podría objetar nada a este respecto, dependía por completo de mi pasta, lo cual al fin y al cabo me daba ciertos derechos.
El avión procedente de París-Orly llegaba puntual y la sala de llegadas estaba climatizada agradablemente y casi totalmente vacía: el turismo disminuía cada vez más en la provincia de Almería. En el momento en que el tablón electrónico anunció que el avión acababa de aterrizar, a punto estuve de levantarme y dirigirme al aparcamiento; ella no sabía mi dirección, le resultaría imposible encontrarme. Razoné rápidamente: un día u otro tendría que volver a París, aunque solo fuese por motivos profesionales, de mi trabajo en el Ministerio de Agricultura estaba ya prácticamente tan asqueado como de mi pareja japonesa, desde luego atravesaba un mal momento, hay gente que se suicida por menos de eso.
Como de costumbre, Yuzu estaba despiadadamente maquillada, casi pintada, la barra de labios escarlata y la sombra de ojos violeta realzaban su tez pálida, su piel de «porcelana», como decían en las novelas de Yves Simon, recordé en aquel momento que ella nunca se exponía al sol, porque los japoneses consideran que una piel muy blanca (bueno, de porcelana, por decirlo a la manera de Yves Simon) era el summum de la distinción, así que qué íbamos a hacer en un balneario español si te niegas a exponerte al sol, aquel proyecto de vacaciones era resueltamente absurdo, esa misma noche, en el trayecto de vuelta, me encargaría de cambiar las reservas de hotel, una semana era ya demasiado, ¿por qué no guardar algunos días de primavera para los cerezos en flor de Kioto?
Con la del pelo castaño todo habría sido distinto, ella se habría desvestido en la playa sin rencor ni desprecio, como una chica obediente de Israel, a ella no le molestarían los michelines de las gordas jubiladas alemanas (tal era el destino de las mujeres, ella lo sabía, hasta la llegada de Cristo en su gloria), habría ofrecido al sol (y a los jubilados alemanes, que no se habrían perdido ni un detalle) el glorioso espectáculo de sus nalgas perfectamente redondas, de su coño candoroso pero depilado (porque Dios ha permitido engalanarse), y a mí se me habría empinado otra vez, me habría empalmado como un mamífero, pero ella no me la habría mamado directamente en la playa, era un centro naturista familiar, habría evitado escandalizar a las pensionistas alemanas, que hacían ejercicios de hatha yoga en la playa al despuntar el sol, pero yo habría intuido que ella deseaba hacerlo y mi virilidad se habría sentido regenerada, y ella habría esperado a estar juntos en el agua, a unos cincuenta metros de la orilla (la pendiente de la playa era muy suave), para ofrecer sus partes húmedas a mi falo triunfal, y más tarde habríamos cenado un arroz con bogavante en un restaurante de Garrucha, el romanticismo y la pornografía ya no habrían estado separados, la bondad de Dios se habría manifestado intensamente, en fin, que mis pensamientos iban de aquí para allá, pero al menos conseguí esbozar una vaga expresión de satisfacción cuando vi que Yuzu entraba en la sala de llegadas en medio de una horda compacta de mochileros australianos.
Ensayamos un beso, bueno, nos frotamos las mejillas, pero sin duda aquello era ya excesivo, ella se sentó al instante, abrió su neceser (cuyo contenido cumplía estrictamente las normas impuestas a los equipajes por todas las compañías aéreas) y volvió a empolvarse sin prestar la más mínima atención a la cinta de distribución de equipajes; estaba claro que iba a ser yo el que apechugase con ellas.
Sus maletas yo las conocía bien, por fuerza, eran de una marca famosa que había olvidado, Zadig y Voltaire o Pascal y Blaise, cuya idea, fuera la que fuese, había sido reproducir en la tela uno de esos mapas geográficos del Renacimiento en los que el mundo estaba representado de una forma muy aproximada, pero con leyendas vintage como: «Aquí hay tigres», total, que eran maletas elegantes, su exclusividad la reforzaba el hecho de que no estaban provistas de ruedas, al contrario que las vulgares Samsonite para ejecutivos medios, o sea que había que cargarlas, exactamente como los baúles de los pudientes de la época victoriana.
Como todos los países de Europa occidental, España, empeñada en un proceso feroz de aumento de la productividad, había suprimido poco a poco los empleos no cualificados que antaño contribuían a hacer la vida un poco menos desagradable, condenando de paso a la mayoría de su población a un paro masivo. Maletas así, ya llevaran las siglas de Zadig y Voltaire o Pascal y Blaise, solo tenían sentido en una sociedad donde aún existía la función de mozo de cuerda.
No parecía ser el caso, pero en realidad sí, me dije al retirar de la cinta transportadora el equipaje de Yuzu (una maleta y una bolsa de viaje de un peso casi idéntico, las dos debían de pesar unos cuarenta kilos): el mozo de cuerda era yo.
Fragmento publicado con la autorización de Editorial Anagrama
Imagen: © Jerome Bonette