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De visita en la Universidad Iberoamericana el filósofo francés ofreció una conferencia magistral sobre la democracia, cómo repensarla y cómo regresarla a la calle
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Imagen: La ciudadanía organizada tras el sismo del 19 de septiembre
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Ciudad de México (N22/Ana León).- Jacques Rancière (1940), filósofo francés y profesor de política y estética, visitó México como parte del programa de la Universidad Iberoamericana, Por un cambio de mundo, en su segunda edición, para hablar sobre la democracia. Repensar la democracia era el título anterior de la conferencia que ante la presente emergencia nacional mutó a: #DemocraciaEnLasCalles.
“En tiempos críticos, de emergencia humana”, señala la universidad, “la teoría y los conceptos que intentan explicar nuestro acontecer, se replantean, de tal modo que acción y pensamiento se entrelazan como eslabones inseparables. El pensamiento como catalizador de acciones es indispensable para afrontar los retos actuales.”
Tras el sismo del martes pasado fuimos testigos de cómo la voluntad ciudadana desbordó las calles. La sociedad salió para organizarse, hacer brigadas, levantar escombros, centros de acopio y reunir víveres. La organización se dio en las calles. La pregunta ante la lenta acción del gobierno empezó a inundar las redes sociales que se transformaron en una herramienta eficaz después de la catástrofe: una vez que hemos tomado las calles, ¿las vamos a soltar?; una vez que nos hemos tomado, ¿nos vamos a soltar?; ¿qué es lo que sigue ahora?
Frente a la actual situación del país el filósofo francés se pregunta: ¿por qué la urgencia de repensar la democracia? En sintonía, no premeditada, con la más reciente publicación del Comité Invisible (aquí puede leerse un fragmento), Ahora, que apunta hacia una “nueva composición estratégica de los mundos”, Rancière señala que es necesario, siempre, volver a reflexionar en torno a la democracia porque al parecer “está enferma”. Para el filósofo francés, el tipo de pueblo que se produce mediante la representación es lo opuesto a lo que el pueblo democrático constituye, es decir, el pueblo democrático en su más fiel representación no elige representantes, se representa a sí mismo. La representación entonces remite a una capacidad compartida por todos por lo que el pueblo no debe ser representado por delegados sino por una clase que es representativa de las necesidades de la población en general. La noción de la democracia es la noción de un pueblo que no precisa de ningún tipo de gobierno. En este sentido, el principio democrático es un principio anárquico.
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Rancière, al igual que el Comité Invisible, apunta hacia la formación de “una gran sociedad”, no aquella masa popular que fue entendida, en el siglo XIX, como aquellos necesitados de un gobierno, sino donde la democracia vuelva sus pasos hacia su significado real, el poder específico impensable de aquellos que no tienen ninguna superioridad sobre los otros. Volver a pensar la democracia, precisa el filósofo, implica que se cuestione la definición según la cual la democracia es igual a representación, romper con la lógica de la relación de la democracia con un tipo de vida social y una forma de gobierno.
Ahí donde el Comité Invisible habla de la destitución de las instituciones entendida como el vaciamiento de sustancia y la reducción del conjunto incoherente de sus prácticas, Rancière señala que la democracia, en su entendimiento más puro, no puede reducirse a una simple forma de gobierno, ni la distribución de los poderes: es una práctica de la política imposible de estabilizar como la práctica de instituciones estatales. No es el poder de una clase social o de existencia social, es más bien el poder de cualquiera que destruye la distribución que separa las esferas de lo social y lo político, es una práctica que inventa formas de transformación de la capacidad de todos, es el poder común, el poder de lo común.
La oligarquía estatal, explica, reduce la democracia y privatiza el poder común y lo empalma con la oligarquía económica. Una democracia moderna entonces se concibe como una práctica de las nociones igualitarias donde la igualdad no es un objetivo a alcanzar sino un punto de partida.
La igualdad no es una medida común, remarca Rancière, sino una capacidad, la capacidad de los seres humanos sin superioridad alguna que lleva a un proceso de emancipación donde la igualdad es un mundo sensible y propio de acciones, sensaciones y pensamientos en contradicción con el mundo producido y reproducido por el orden desigual. La dominación no es una clase que domina a otra sino un mundo común, un régimen de lo decible, de lo visible, de los espacios y las cosas, una manera de vivir el mundo; el capitalismo no es sólo el individualismo es la organización de un mundo a su manera que reproduce la desigualdad sin cesar. El mundo de la igualdad se distingue entonces del mundo de la desigualdad gracias a que es un mundo en permanente construcción. En este sentido, en palabras del Comité Invisible, “no es cuestión aquí de un nuevo contrato social, sino de una composición estratégica de los mundos”. Cambiar el modo en que las comunidades participan de la vida en donde viven. La democracia directa otorgada a la toma de decisiones para la vida común.
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Repensar la democracia es volver a evidenciar la naturaleza de la experiencia de la democracia como la reinvención continua de experiencias de igualdad, pero la creación de experiencias de igualdad precisan de trabajo, acción y responsabilidad.
Momentos como este en donde se rompen las estrategias de heterogeneidad, donde se borran las fronteras de un mundo político y social es donde se revitaliza la democracia, apunta Racière, el tiempo de la igualdad toma su origen en estos momentos de ruptura. No se trata de tomar el poder sino de cambiar el mundo (Ahora) y de la emancipación social. Rancière hace referencia a una manera de vivir en presente en otro mundo sensible, uno hecho de una multitud de transformaciones singulares colectivas, autosuficientes que abran la posibilidad de otros mundos.
La manera de concebir la democracia e implementarla, una democracia real afirmada en oposición al sistema representativo y una oposición a la organización global de la vida por el capitalismo, la afirmación de un poder común que desdibuje la barrera entre lucha económica y lucha política. Ahora, apunta, la ocupación actual de las plazas se produce en Wall Street, las calles; la ocupación toma la forma de una secesión que afirma la exigencia de un pueblo para reinventarse a través de una horizontalidad y una exigencia de democracia real que se refleje en la incitación al cambio de todas las maneras de ser y de organización: occupy love, occupy imagination, occupy everything, un tiempo anclado en momentos de interrupción de la desigualdad donde se puede reimaginar el espacio, la realidad, un mundo democrático nuevo.
Para el filósofo, se teje entonces una nueva forma de mundo que tal vez se ve frágil ante la enormidad de la oligarquía actual, pero es válido pensar en otras formas que piensan en la destrucción del deseo de poseer el poder. La igualdad, explica, no crea un mundo como el de la desigualdad donde el capitalismo crea las condiciones de su propia destrucción, esta visión nos lleva a pensar que la historia de la igualdad es un proceso autónomo en el que hay que guiarse por un principio distinto al estatal, por el de la capacidad de todos y contrario a la gestión del poder a través del estado.
La reacción de los mexicanos lleva a pensar al filósofo que si la democracia sigue estando en la orden del día y en la horizontalidad, es posible dejar de ser un pueblo clientelar, volver al valor de la acción ciudadana organizada. Lo que hemos visto en las calles estos días es que como sociedad somos capaces de respetarnos y de trabajar juntos. ¿Hasta dónde nos daremos la oportunidad de que esto dure?, ¿hasta dónde nos haremos responsables y trabajaremos para que esto dure? son preguntas que debemos hacernos cada uno.
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