«Los nombres propios», las palabras con las que nos contamos

La primera novela de la madrileña Marta Jiménez Serrano indaga en la manera en que desde el lenguaje se estructura la identidad, las palabras con las que nos definimos y los vínculos que construimos con el mundo que nos rodea

Ana León/Ciudad de México 

Con una resonancia profunda en la propia biografía, la primera novela de la madrileña Marta Jiménez Serrano (1990) aparece. El tiempo de la novela es el tiempo de la propia autora que vuelve a una de sus primeras memorias para encontrar ahí a la narradora de esta historia: Belaundia Fu, su amiga imaginaria de la infancia que es amiga imaginaria también de la protagonista de Los nombres propios; protagonista que además, tiene su mismo nombre. Sin embargo, la novela —que se desarrolla en cuatro largos capítulos que cubren la infancia, la adolescencia, la juventud y la temprana adultez— no podría llamarse autobiográfica porque está poblada de invención. Si bien es profundamente íntima, la autora no ha tenido ningún pudor en jugar con fragmentos de su vida. «Todo es verdad, pero nada es literal», señala. 

La primera novela de la autora del poemario La edad ligera cae en esa etiqueta llamada novela de formación, pero mira más allá. El lenguaje, aunque pueda parecer obvio, es la base de la construcción de la identidad, pero no en el sentido de desde dónde o cómo se aprenden las palabras, sino cómo una vez aprendidas, y conforme vamos creciendo, las vamos desaprendiendo para dotarlas de significado a partir de nuestra propia experiencia. Redefiniéndonos.

Palabras como “amor”, “tristeza”, “muerte”, tienen ya una connotación y un imaginario colectivo detrás muy grande, como menciona la autora, «pero en realidad se trata de descubrir qué son para nosotros y qué suponen desde nuestra perspectiva». 

Para entender mejor de lo que la también filóloga habla, es necesario introducir un poco de la historia: Belaundia Fu es la amiga imaginaria de Marta una niña que al inicio de la novela tiene siete años. Ese desdoblamiento por el que pasan muchas infancias es la voz que narra los primeros tres capítulos de los nombres propios —que recorre los estadíos que ya he mencionado—, para cambiar a la primera persona en el último que llega a una temprana adultez, a los 29 años de la protagonista. En este recorrido se narra la forma en que se construyen las relaciones dentro de la familia, los personajes familiares que van poblando un imaginario personal y la cotidianidad que lo llena todo y que es la vida misma. Los juegos de infancia, la relación con los hermanos, con los padres, con abuelas; los veranos en provincia, el ritmo de vida entre ésta y la ciudad; las demandas sociales, las etiquetas, los roles. 

Así, lo que podría ser un simple retrato de familia, ahonda en algo que queda silenciado frente al ruido de la estimulación constante y la demanda de novedad, de experiencias, y eso es que en la vida cotidiana, en esas imágenes que se repiten día a día, detalles, acciones, son en las que está contenida realmente la vida y, en parte, lo que somos. «Lo que yo quería contar es que lo que nos configura es el puro día a día. Creo que también estamos todo el rato buscando momentos súper reveladores, la novedad constante y creo que al final, esta planta que había en casa de tu abuela y luego si la ves en otro sitio te acuerdas todo el rato o cómo se peinaba tu papá, pues son las cosas que están dentro de nuestra cabeza y que verdaderamente configuran nuestro imaginario.»

Hay un lugar relevante aquí para la voz de la infancia y para las palabras de las que puede echar mano una niña para definirse; hay también un contrapunteo generacional sin melancolía entre las tres generaciones de mujeres que aparecen en la novela: Marta, su madre y la madre de su madre. Las opciones que tiene la más joven frente a las opciones que tuvo la abuela, y en medio, ese tironeo del querer hacer y el deber ser en el que se ha quedado la madre. 

Está también eso a lo que muchas autoras están mirando desde diferentes perspectivas: los vínculos. «A mi me parece que en el fondo es darle la vuelta, quiero decir, que quizá ir al polo contrario tampoco creo que tenga sentido. También por eso mi novela acaba de manera tan abierta, porque entre esos dos polos, entre el cinismo y los afectos tradicionales, algo ha de haber ahí en medio. Me plantee mucho que al acabar la novela ella estuviera soltera y al final deseché la idea porque tampoco era la contrapartida del amor tóxico, de esa relación adolescente, el estar soltera. Y además, acaba un poco también rozando ese discurso que no me gusta nada, un poco neoliberal, de que tú sola puedes con todo y te vas a comer el mundo, que también es muy falso, sí necesitamos los afectos». 

Imagen de portada: Marta Jiménez Serrano. Cortesía de Sexto Piso / © David Jiménez