«El cine como la persistencia de la memoria en medio de lo inmediato»: Ricardo Benet

Desde 2007 el cineasta da talleres de cine en comunidades lejanas de Veracruz

Huemanzin Rodríguez/Ciudad de México.

A finales de la primera década del siglo XXI, el cineasta Ricardo Benet, reconocido en el mundo por películas como Noticias lejanas (2005), Boreal (2007) o Nómadas (2010), con el apoyo de Simón Bazbaz entonces director de Cumbre Tajín, comenzó una serie de talleres audiovisuales en la sierra del Totonacapan para enseñarle a la gente interesada a hacer un cortometraje. Esa experiencia acumuló cuatro generaciones de treinta alumnos cada una durante siete años y veinticinco cortometrajes completos. Algunos de esos cortometrajes tuvieron reconocimientos y dos de ellos participaron en festivales nacionales e internacionales. Esos talleres se suman al trabajo como docente que Benet ha desarrollado tanto al interior de la Universidad Veracruzana, donde es director del departamento de cinematografía, como en otras comunidades del mismo estado de Veracruz, con la idea firme de que la expresión artística puede cambiar vidas.

¿Cómo surgieron los talleres del Totonacapan?

A Salomón Bazbaz, uno de los principales promotores para que desde 2009 los voladores de Papantla fueran Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, le gusta el cine. Él había visto algunas de mis películas y le gustó la idea de que se llevaran talleres audiovisuales a diferentes partes de Veracruz. Más allá de las semanas en las que se celebra la Cumbre Tajín, durante la dirección de Bazbaz se organizaron talleres a lo largo del año que buscaban recuperar parte de las actividades locales como la cerámica, el cultivo y tejido del algodón, los niños voladores y la lengua totonaca. El departamento audiovisual ya existía, pero se dedicaba a la documentación de las actividades como archivo de consulta. Se le ocurrió que se podía escalar la actividad, como talleres audiovisuales que favorecieran a las comunidades más alejadas de la sierra, a través de una convocatoria abierta.

Yo iba tres días cada quincena, armando unos talleres muy prácticos que me daban la oportunidad de seguir en Xalapa y explorar otras actividades. Salieron cuatro generaciones que no fueron anuales porque dependíamos de muchas cosas. Los niños a los que se convocaban, la mitad del grupo eran de comunidades verdaderamente apartadas. Tuvimos la suerte de que muchos de los comisarios ejidales de las comunidades más lejanas tenían ya vínculo con Cumbre Tajín. Ellos nos hicieron el favor de hacer una convocatoria muy puntual entre los interesados, así que nos llegaba gente con hambre de aprender.

En los cortometrajes rodados y actuados por gente de la comunidad, se ven personas de todas las edades. ¿Cuál fue el límite de la convocatoria?

Si bien poníamos como edad mínima los 16 años hasta casi adultos, de pronto se animaban niños de 13 y 14, y no pudimos decirles que no. Los talleres eran gratuitos con sesiones de sábados y domingos cada quince días. Ideé un plan para que fueran entre ocho y diez fines de semana donde pudieran conocer la cámara, contar una historia, tallerearla y rodarla, todo era como una especie de curso-taller presencial.

Cine en el Totonacapan.

Mis detractores han dicho que son talleres con “mano negra” porque yo pongo el cuadro. No lo niego, pero siempre les expliqué las razones de esa decisión, porque para muchos tal vez esa haya sido la única oportunidad en su vida con una cámara, no es como el público citadino, muchos de los chicos nunca habían visto una cámara. Algunos venían de comunidades de 100 habitantes en la montaña que no conocían una carretera pavimentada. La mayoría venía de la sierra norte colindante con Puebla, tanto del lado de Totonacapan como por el lado de la Huasteca. También venían de la comunidad de Ahuayacocotla, cuyo camino baja primero por Puebla y luego regresa a territorio de Veracruz. Por eso, además de su pasaje, les teníamos un refrigerio a su llegada y otro para su camino de regreso. Eran cinco horas de taller, llegaban temprano, terminábamos a las tres de la tarde y varios finalmente estaban en casa a las siete de la noche. A los talleres también nos llegaron en pocos momentos personas como el hijo del presidente municipal de Tuxpan o Poza Rica, todos tuvieron cabida. Por suerte, se sensibilizaron y se comprometieron con el transporte o la alimentación de los participantes cuando les fue posible.

¿Cómo fue recibir las historias de niñas y niños, y decidir las locaciones de rodaje?

Yo les pedía siempre una historia entre media cuartilla y una página. La que quisieran, algo que pudiera verse en video en menos de diez minutos, con luz natural y lo personajes de su alrededor, ya fueran sus familiares y amigos. Sobre las locaciones, el compromiso era rodar en el lugar que ellos quisieran, lo cual era todo un reto para la producción. Luego tuve que cambiar el nivel de la convocatoria, además de una hoja escrita, la historia me la podrían narrar. Porque me topé con un adulto que no sabía leer ni escribir y quería participar, pero le avergonzaba no saber. Lo motivamos para que se integrara y trabajamos a partir de su narración.

Siempre te llegaban con anécdotas y yo les preguntaba el porqué de la acción en la anécdota, por ejemplo: Un niño le pide a su hermano que le haga un trompo, se lo da y al jugarlo se le cae al río y lo pierde. ¿Y qué? ¿Ahí se acaba? Ahí hay el inicio de algo, pero ¿luego qué pasa?

Cortometraje «Camino abajo». Talleres del Totonacapan.

¿Cómo les enseñaste a contar una historia con imágenes?

En el cuarto fin de semana ya debía tener más o menos lista la historia y ellos debían estar acostumbrados a la cámara, a cómo se ve, porqué debíamos alejarnos y acercarnos. No podías llegar con conceptos de full shot, midium shot o de semiótica o semántica. Tienes que aligerar el lenguaje y acercarlos. Por otro lado, ellos te daban esas otras claves que uno con el prejuicio intelectual, sofisticado, citadino, de mundo, no lo veías así. Ellos ven de otra manera, su aproximación audiovisulal es distinta. A veces lo que más trabajo me costaba enseñarles era el concepto de fraccionar el mundo, porque para ellos todo ocurre de corrido. Por eso era difícil explicarles el fraccionamiento del tiempo en el cine, lo que llamamos sabrosamente “elipsis”. Peor aún era explicar los tipos de encuadres, para ellos un close up era mutilar a la persona pues están acostumbrados a ver de cuerpo completo. Ahí es donde empecé a entender otras dimensiones del mundo real que pudimos aprovechar en su narrativa.

¿Y sobre los actores?

Normalmente eran la abuelita, el primo, los amigos y la tía, en sus lugares naturales. El rodaje era en dos días, les pedía que no tuvieran tantos diálogos, que fuera más la acción en el entorno. Grabamos con un par de cámaras que teníamos, una que estaba por ahí muy vieja y otra Sony que el Smithsoniano nos había dado, pero era un modelo de siete años atrás. Hasta hace poco tiempo grabábamos con casettes.

En estos talleres también les enseñaron a construir cámaras estenopeicas, ¿cómo surgió esto?

Lo importante eran estos talleres de cortometrajes, pero dos o tres años después de comenzar, a la par, quisimos ampliar la labor en los caseríos y comunidades más apartadas, así que escogimos a algunos niños para un taller de cámaras estenopeicas hechas de cartón. Ahí íbamos cuatro o cinco personas, el que daba el taller, Raúl Zuazo, su asistente, y yo que iba de metiche para ayudar. Nos quedábamos en cobijas o en petates porque eran comunidades pobres. El gran problema ahí era el revelado, pues en el medio rural no hay lugares totalmente oscuros. Las casas son de vara, de estiércol, repelladas, de cal, pero siempre están en penumbra y no a oscuras. Así que para poder cargar y revelar las cajas tuvimos que usar el cascarón de un vochito que estaba ahí destartalado y oxidado, lo cubrimos de mantas y a 45°C adentro, revelábamos.

Fotografía estenopeica de los talleres del Totonacapan.

Los niños llegaban muy bien aseados, peinados, bien vestidos. Los mayores hacían solos su propia cámara. En un fin de semana construían su cámara el sábado y tomaban su foto; y el domingo se revelaba, se secaba y se ponían con pinzas en tendederos a manera de galerías para que la familia pudiera ver lo que habían hecho.

Un día nos llegó un niño de cuatro años, se llama Osvaldo. Me acuerdo mucho de él porque cada uno personalizaba su caja de cartón, una vez ya selladas y montadas. Ponían calcomanías, dibujos y su nombre. De pronto vimos a Osvaldo poniendo su nombre. Todos nos impresionamos, dijimos: “¡Sabe escribir a los cuatro años!” Y el hermano mayor nos dijo: “No, hace trampa. Nos pide que escribamos su nombre en un papel y luego él lo copia”. No nos dejó de parecer maravilloso.

Fotografía estenopeica de los talleres del Totonacapan.

Regularmente daba tiempo para dos fotos. Casi siempre, la primera foto decidían tomarla junto a su mejor amigo, amiga o con su perro. La segunda foto casi siempre era su casa y con la abuela o el abuelo. La locación preferida era la entrada de la casa. Era muy bonito pensar por qué decidían que sus primeras imágenes impresas fueran esas. Hubo el caso de un niño que nos dijo: “Yo quiero mi segunda foto con mi abuelo”. Y nos llevó lejos, subimos, bajamos y después de un rato llegamos al cementerio, quería su foto ahí, junto a su abuelo muerto.

Otra cosa bella es que regresabas como piñata, todo mundo te daba mandarinas, guayabas, hierbas de olor, huevo de gallina negra, huevo de gallina roja. Con premios maravillosos. Raúl Zuazo hizo algo todavía más rico, se dio a la tarea de localizar otras experiencias similares en Ecuador, Perú y Bolivia. Y conectó a los niños de las localidades para que pudieran ver entre ellos lo que cada uno hacía. Como amigos de correspondencia intercambiaban imágenes los niños de El Cerro del Carbón del Totonacapan con los niños de América del Sur.

Taller de fotografía estenopeica en el Totonacapan.

Raúl llegaba con una caja de zapatos y les decía: “¿Cómo ven mi cámara fotográfica?”. Los niños se reían mucho. Pero cuando empezaba a revelar las imágenes, los niños gritaban: “¡Magia!”. Era como estar nuevamente en la primera proyección de los hermanos Lumière y recordar que lo que damos por hecho, es magia. Además de Raúl, estaban los asistentes: Viri, Rafa y Lázaro, quien era el primero en toda la historia de su comunidad en llegar a la licenciatura; todos ellos egresados de los talleres de cine. Buscamos privilegiar a los que participaron en los talleres para que se quedaran al frente las actividades, que siguen ahí, aun cuando yo dejé los talleres en esa región. Ahora ellos hacen algo que se llama “El cine en la cumbre”, una especie de muestra de cine no industrial, con mucho de México y América Latina; adonde han llegado invitados tan buenos como el documentalista, guionista y productor estadounidense Julio Hernández Cordón, o nuestro Everardo González. Les he ayudado en contactar a directores y cineastas y han tenido éxito y ahí siguen. Tengo la gran fortuna de ser el maestro invitado en cada cumbre, en una de ellas, sin decirme nada me hicieron un homenaje muy bonito con un conjunto huapanguero cantando la “Petenera”, que me gusta mucho. «Dicen que el agua salada tiene varias emociones…”

¿Cómo fue integrar a la comunidad en la dinámica de los talleres diseñados originalmente para los niños y las niñas?

Ya que habíamos decidido estar en las comunidades, llevamos un proyector y al oscurecer, proyectábamos cortometrajes. En la noche, el calor es húmedo en el verano, puedes estar a treinta grados. Así que la proyección era en el exterior sobre el muro de la escuela o la iglesia. Mujeres y niños muy decididos llevaban sus sillas y los hombres, a la distancia con una actitud de “no me interesan cosas de mujeres y niños”, se quedaban lejanos parados bajo el árbol o en las bardas. Poco a poco se acercaban y terminaban comiendo palomitas que hacíamos, también llevábamos refrescos. En las veladas se veían tanto los cortos que hacíamos ahí, como también películas de Chaplin. Alguna vez nos animamos a presentar Enamorada (Emilio Fernández, 1946). ¡La gente se metía a la pantalla! Gritaban: “¡Se va a ir, te va a abandonar!”.

Y de pronto, había un paréntesis, el aleteo del ángel, la certeza de que estábamos abriendo una ventana. Siempre le dije a los colaboradores y asistentes: “No somos la Madre Teresa ni Gandhi, abrimos ventanas. Sólo mostramos algunos mundos posibles.” En su imaginación tan rica, no sabemos lo que provocamos. Claro que, así como llega Bimbo y la Coca Cola, había chicos con celular. No hablo de purezas en la sierra, pero sí tengo claro que mucha gente en toda la vida no se ha movido más allá de los entornos de su comunidad, el cine era una ventana. En un estado como el nuestro, Veracruz, que tiene 750 km de largo de costa, y un promedio de 100 km de ancho, cuando voy a las poblaciones de la montaña suelo preguntarles: ¿Conoce el mar? Casi nadie responde que sí, viven a dos o tres horas del mar y hay gente que nunca lo conocerá.

Rodaje del cortometraje Camino abajo. Talleres del Totonacapan.

Para ti, ¿qué significa esta experiencia?

No fue un experimento, fue una realidad, un sistema que funcionó tanto que tenemos veinticinco cortos que se pueden mostrar y que, al menos tres o cuatro de ellos trascendieron. El primer corto que salió del Totonacapan fue Camino abajo, de Lázaro Olmedo, formó parte de la selección oficial del Festival de Cine de Morelia. Otros cortos que ahora me vienen a la mente como Voladora, de Chloé Campero; La promesa del pescador, de Viridiana Morales; Los hermanos, de Abraham Sotelo o El llanto de la madre tierra, de Lucio Olmos; se proyectaron en el Festival Internacional Indigenista, en el Festival de Cine de Lille en Francia, en Casa América Nueva York, en Casa América Valparaíso, en el Festival L’Alternativa de Barcelona, además del GIFF en Guanajuato o Short Shots en Cineteca Nacional, donde se recibieron tres menciones honoríficas. A mí me gustaba mucho porque cada año nos escribían no para preguntarnos ¿qué tiene Veracruz para mandar? Si no: ¿Qué tienen los talleres del Totonacapan para enviarnos para la selección?

Cortometraje «Voladora». Talleres del Totonacapan.

A veces se volvió algo peligroso porque llegaron chicos que me decían: “Quiero entrar al taller para que me premien y me lleven a festivales”. Les decía que no podía garantizar eso, si lo supiera estaría ahora en Berlín y Cannes. Pero pienso que, para varios de ellos como Abraham, con su corto seleccionado para Short Shots, conoció por primera vez la Ciudad de México. Cuando le hablé estaba fascinado porque había presentado Los hermanos en Cineteca Nacional y en el WTC. Yo había organizado una “vaquita” para que pudiera viajar un poco más holgado, les hablé a mis contactos para que le mostraran lugares y cuando le pregunté qué es lo que más le había gustado, me dijo que los periodistas le preguntaran cosas en Cineteca, pero confesó que en el hotel había un ascensor transparente, y que él aparentaba olvidar cosas en la planta baja para subir y bajar una y otra vez por el ascensor.

El arte sí que lo hace, abre ventanas de vida, ahí hay pruebas fehacientes. Al menos a tres o cuatro que yo conozco, les dio una perspectiva diferente y por suerte, varios de ellos están terminando sus carreras, algunos son maestros, otros hicieron una especialización en audiovisual. Fue un proyecto que sentó bases y que me dio claves de que se podía repetir esa experiencia en otras regiones del estado. Encontré por ahí gente interesada, por ejemplo, un grupo de teatro con un proyecto en Coyolillo, un pueblo de la montaña cerca de Xalapa, lugar de afrodescendientes. Ellos tenían unos talleres a los que yo me sumé. Ahí sí les soltábamos la cámara a los niños y ellos mismo hacían su levantamiento de imagen, documentales de cerca de 5 o 10 minutos con entrevistas y diversas imágenes familiares, de sus amigos o del campo. Fue explorar otro tipo de recorrido porque sus tradiciones y su historia es diferente. Por desgracia se nos travesó la pandemia.

¿Tienes ahora algún tipo de proyecto similar?

Tuve la suerte de que un chico del Centro de Capacitación Cinematográfica cuyo abuelo era de Mixtla, un pueblo de la zona de las Altas Montañas, cercana al Pico de Orizaba; escribió una historia que se desarrollaba en ese lugar. Me pidió que lo apoyara dando un taller ahí y acepté. Tuve veinte alumnos, además de los 180 en Zongolica durante la mañana y otra clase en el turno vespertino. Fueron jornadas agotadoras, pero lo que encuentras ahí es oro molido.

Mixtla está más lejos que Zongolica, ahí le enseñé a una niña de 13 años que recorría cuatro kilómetros en la sierra, y a veces se regresaba bajo la tormenta porque no había transporte. Ahí es cuando piensas que, hacer los talleres es porque uno se está regalando algo, niñas como ella son las que hacen el esfuerzo. La gente colaboraba mucho, el que tenía matas de café ponía el café para los talleres, el que hacía pan lo ponía para tomarlo con el café, el que hacía las tortillas donaba para comernos un taco.

Tengo claro que el método aplicado en el Totonacapan se puede replicar en muchos lugares, mi labor ahora es ver cómo lograr que mucha gente se acerque y aporte lo mínimo para continuar esto, porque no se beneficia solamente a los veinte chicos que toman un taller, también a las comunidades a donde llega el taller de fotografía para niños y el cine itinerante donde hay gente que nunca en su vida ha visto imágenes proyectadas.

Y como cineasta, ¿tienes algún proyecto audiovisual?

Hace como un mes vi que en la comunidad El Conejo, una de las más altas del país sobre los 3 mil 300 metros al nivel del mar, una chica llamada Areli que hizo sus estudios en la UV de la capital y después hizo en el poblado su servicio social, se enganchó tres años más con la comunidad. Tiempo después regresó con una propuesta nueva, con la que tiene ya dos años, que se llama “Tequio de cuentos para niños”, también lo llama “Tequio de cuentos para conejos”. Ella lo hace por altruismo, va casi dos veces al mes y les cuenta cuentos, deja en las casas de esta comunidad muy pobre una biblioteca ambulante. Ella compromete a las mamás de los niños para que devuelvan los libros que prestan. Participan niños entre cinco y doce años, el mayor lo conocí y se llama Ángel, le pregunté: —¿Qué has leído? —De todo un poco, El Principito creí que era más ágil, me gustó más Momo.

Fui ahí porque quiero hacer un registro en video para armar un proyecto más personal pero antes debo entrar como se debe, me tienen que conocer. Quiero hacer un documental con el que pueda contar la vida de este lugar que cultiva papa y camote, de cómo algunos de sus pobladores han emigrado a lugares más abajo para trabajar en las ladrilleras y otros hacia las maquiladoras de Ciudad Juárez. En eso ando ahora, poco a poco para poder hacer el documental y ampliar junto con ella los talleres. Dentro de un mes comienzo el taller de cámara estenopeica. Ahora ella, Areli, está organizando un periódico local y el chico más grande, el que te cuento, está muy emocionado porque él es el reportero, hace sus preguntas y se va a buscar a la abuela que hace cestas con las hojas de los pinos, y quiere contar otros temas del lugar.

Es tremenda la contradicción, cómo un lugar tan bello, idílico, desde donde ves casi de frente la cima del Cofre de Perote, no es un pueblo de montaña y parece más una colonia deprimida de la periferia urbana. ¿Por qué está deplorado? ¿Por qué los vicios del consumismo también ahí pauperizan todo? Lo que quiero hacer no es un estudio antropológico, quiero entender cómo ese lugar se ha convertido en poco tiempo en otra cosa, quiero entender el impacto de esas ausencias y distancias de la migración. Eso. O seguramente al hacerlo descubra otra cosa.

Areli anda de arriba abajo porque la comunidad en verdad es pobre. No siempre se queda en el mismo lugar, se la pasa buscando apoyos para la comunidad que no tiene luz en todos lados y donde la hay, a veces no hay focos. Se trata de tener el apoyo mínimo necesario. Sin embargo, cuando vez a los niños, sabes que hay esperanza.

Ricardo Benet rodeado de niñas de los talleres del Totonacapan.

Hace unos días pasó por aquí Everardo González, somos colegas del C.C.C. y me dio gusto vernos después de varios años y me decía que ahora en el mundo de la cinematografía se ha perdido el autor. ¿Quién sabe ahora el nombre del director de un capítulo de cualquier serie de Netflix o plataformas similares? ¿O de películas de franquicias? Nadie lo sabe. Ahora algunos directores viven mejor que antes, pero si te reconocen como cineasta es más por cómo actúas que por las películas que haces. Hablábamos de la persistencia de la memoria en medio de lo inmediato. Creo que eso es lo que buscamos hacer.

Imagen de portada: Rodaje del cortometraje Camino abajo. Talleres del Totonacapan. Todas las imágenes y videos son cortesía de Ricardo Benet.