Las voces que dan forma a la más reciente novela del cubano Carlos Manuel Álvarez, trazan de manera difusa el camino de la identidad y de la pertenencia que intenta reconfigurarse en el exilio
Ana León / Ciudad de México
Carlos Manuel Álvarez escritor, que también es periodista y un muy buen cronista, en Falsa guerra, su segunda novela, nos entrega una polifonía de voces, una narración fragmentada en la que va construyendo sus personajes con trazos gruesos y al mismo tiempo agudos, esbozos de vidas que ocurren, pasan de lado y no acaban de configurarse. Las vidas en el exilio, de los migrantes, de los refugiados.
Casi siempre en tránsito, Carlos Manuel Álvarez a veces está aquí, en la Ciudad de México; otras, en su país de origen, Cuba; y otras tantas en EE.UU. Pero a él lo habita un solo país. Y su escritura esta cruzada por completo por esa relación tan compleja, personal y política que pocos son capaces de construir y, los menos, de poner en palabras.
A diferencia de su novela anterior, Los caídos, cruda en muchos momentos, en Falsa guerra, Carlos Manuel introduce el sentido del humor y una intención poética que ilumina. Hay momentos de mucha luz en esta nueva novela; el autor cambia por completo el tono de esta narración.
Ciudad de México, Berlín, Miami, La Habana y París son algunos de los espacios que habitan estos personajes, que se leen de otras maneras y cuyo significado se reconfigura a partir de su particular mirada, de una experiencia de vida que no acaba de dejar el país del que se sale ni de llegar al nuevo.
Pocos días antes de que iniciara la sexta edición del Hay Festival Querétaro y en el marco del mismo, conversamos con el autor vía zoom.
Me interesa la manera en que poco a poco vas planteando cómo se da forma a la identidad y se construye el arraigo de una persona que vive en tránsito y que, de cierta forma, no acaba de irse del país que deja ni de llagar a otro. Se vuelve una especie de fantasma en ese escape, no termina de configurarse, como si esa existencia estuviera seguida de tres puntos suspensivos y así también acaba el libro, sin un cierre como tal.
Es una novela que ocurre en un sitio difuso, si se quiere. Trato de definir un poco lo que significa “en el sitio”, lo que significa estar en tránsito entre un sitio y otro, como lugares de no pertenencia y cómo, al final, uno establece su identidad no perteneciendo a ninguna parte. Eso es lo que marca tu arraigo, si pudiéramos llamarlo así. Por eso también la estructura de la novela es fragmentada, por eso no tiene un cierre para ese tiempo. No hay tal cosa como una linealidad, sino que son más bien esquirlas, esquirlas temporales, fragmentos o lugares que se habitan, pero que parecen estar desconectados de cualquier tipo de recorrido dramático, coherente. Son fragmentos que no se sabe bien de dónde vienen. Tienen un estado intermedio, donde cuerpos que se rozan y siguen de largo, no llegan a imantarse completamente ni a cerrarse la idea, porque es un poco, me parece a mí, lo que pasa cuando te exilias: tu historia va rozando la historia de otros, pero no llegan a colisionar o armar un cuerpo nuevamente, como el cuerpo del lugar del que vienen.
En este no acabar de construirse hay un acento en los modos de ver. Me pareció muy interesante cómo de diferentes formas haces énfasis en eso. El recorrido en el Louvre que hace Fanático; la relación entre un padre visitante y un hijo exiliado que recorren parte de la Ciudad de México en los trayectos a citas médicas; la mirada del Exiliado recorriendo Berlín y cómo desmenuza la personalidad e integridad de su guía; Elis, una migrante en Ciudad de México que, escondida en un clóset, escucha (y observa como se puede observar a través del oido) cómo ocurre la vida sin ella.
En los primeros ejemplos que me pones el concepto detrás es el siguiente: el Fanático recorre el Louvre o el Exiliado va a Berlín y estamos hablando de lugares que son consabidos, lugares que son icónicos de los centros culturales en Occidente; son sitios que normalmente uno diría «de los que no hay nada que decir ya», los sabemos más o menos, están instaurados un poco en la memoria sentimental y colectiva de la época. Pero lo que me interesa es, justamente, cómo pueden resignificarse desde una mirada periférica —digámoslo así, en principio—, desde una mirada que se supone no debería estar mirando eso, que es la mirada de alguien que está haciendo un recorrido para llegar ahí y que viene de un sitio innombrado, un sitio anónimo, como puede ser el Fanático que, por ejemplo, llega al Louvre y está mirando algo no desde la ignorancia, sino desde una sensibilidad otra, porque no hay algo como la ignorancia. Y es lo que le permite establecer asociaciones y lecturas que pueden ser algunas disparatadas, otras descabelladas, pero que le permite acercarse a cuadros o a la historia del arte —que es un historia del arte europea, Occidental, blanca como la que hay en el Louvre—, que ya está “leída”, y está traducida la manera en la que debe leerse, en la manera en la que debe mirarse, en la manera en la que debe enseñarse. Y lo que pasa con este sujeto que no tiene ni puta idea de arte o que no tiene idea de lo que es el arte, es que puede establecer vínculos y asociaciones que no le está permitido a una mirada que, digamos, “ya sabe”.
Eso es lo que me interesa rescatar de cada uno de estos personajes, que se acercan a sitios que ya están de algún modo muertos y ellos logran entregarle una vitalidad por venir de un lugar que no está todavía cartografiado.
¿Y en el caso de los otros dos, la mirada dentro de la la intimidad de un clóset o la relación de un padre y un hijo en la Ciudad de México que si bien como dices, ya está muy cartografiada, el recorrido es distinto?
Me interesa en todos algo que uno experimenta, por ejemplo, cuando se exilia, que es ese momento donde uno no sabe nada y tiene que leer todavía las ciudades, los territorios y las culturas, a partir de una manera en que eso está traducido y en que se gestiona la vida allí adentro.
Hay un momento de adaptación en el que tú tienes que entrar a un contexto nuevo y tratar de pertenecer a ese contexto. Y ese momento me parece que normalmente se lee como un momento de desconocimiento, pero que es un momento de lucidez. Estar en esa brecha de tiempo, que justamente me parece la brecha en la que se construye la novela, te permite establecer esas miradas. No sé si llamarlas unas miradas raras, como la mirada del padre cuando está en la Ciudad de México.
Elis, cuando decide permanecer en el clóset —en su centro de trabajo ese día tiene algunos sucesos particulares que le permiten resetear la mirada y romper con una lógica, que es una lógica ajena e impuesta, en ese sentido yo diría que es una lógica patriarcal, aunque en la novela no hay ningún asomo de panfleto o de manifestar esto abiertamente—, es una mujer que decide por un momento ver qué pasa cuando ella no está y cómo se desata la histeria a partir de su ausencia, y decide alargar ese momento como un experimento de pertenecer o de quedarse en un lugar que se supone no debe durar tanto tiempo, o se supone que uno no debe insistir en eso. Y se queda ahí un poco a salvo de todo, construyendo, desde la ausencia, desde el no estar, una escena nueva.
A diferencia de tu novela pasada (Los caídos, Sexto Piso, 2018) y de tus crónicas (La tribu, Sexto Piso, 2017), en Falsa guerra (Sexto Piso, 2021) hay humor, bastante. ¿Qué cambió?
Sí, totalmente. Me alegra que me lo digas, porque es verdad que no hay sentido del humor en Los caídos y no lo hay tampoco en las crónicas de La tribu. Como se trata de una novela coral y una novela abierta, había que ensayar distintos tonos y había que ensayar distintas fugas. No es el caso de Los caídos, donde estoy hablando de un escenario claustrofóbico y donde básicamente los cuatro personajes, la familia de Los caídos, son variaciones de un mismo tema, casi que son arquetipos de ideas específicas, pero más o menos todos terminan tributando al mismo sitio. Justamente en Los caídos, lo que yo estaba buscando era cómo esas cuatro voces sin que fueran las mismas, fueran al mismo tiempo, y aunque parezca en contrasentido, idénticas en lo que proponen y en lo que sienten al final, desde lugares distintos.
En Falsa guerra, no es así, y también porque estos momentos de desconexión a la hora de leer determinados signos, como puede significar exiliarse, también producen muchos momentos que son paródicos y que son absurdos y que pueden desatar el sentido del humor. Es algo que suele pasar normalmente cuando hay una desubicación en el terreno y se leen en códigos distintos las cosas, eso también suele provocar eventos de humor.
Era una manera también de contrapuntear con ciertas ideas que hay en la novela como la rabia, como el desarraigo, son cosas que normalmente, yo suelo leer, se tratan en tonos muy solemnes y era algo que no me interesaba particularmente.
Hay poesía en el texto, metáforas, momentos que iluminan, ¿eres lector de poesía?, ¿hubo una intención poética dentro de esta narración?
Soy lector de poesía. Creo que es básicamente lo que podría definir mi relación con la palabra, más que mi relación con la escritura, porque la relación con la palabra ocupa un terreno más amplio. Para mí es muy evidente como lector cuándo estoy ante un narrador que lee poesía; y en cualquier caso, es difícil que a mí me interese alguna relación con la palabra que no esté cruzada por la experiencia poética.
Normalmente los narradores, los cronistas, que no tienen una relación con la palabra en su sentido último que es la que se da en el texto poético, sino de referencia en sí misma y siendo el fin último de la forma, lo que se produce si no hay una relación con eso, normalmente no me interesa y uno logra detectarlo.
Los autores que me interesa leer, sea lo que sea que escriban, son autores que están cruzados por el acto poético. Y básicamente sí, soy un lector de poesía y creo que en cualquier caso eso es fundamental para mis textos y para lo que vaya a escribir. Intento de algún modo pulir ahí mi impericia como poeta, porque no soy poeta, sé que no soy poeta, pero de algún modo lo que hago cuando escribo textos narrativos es disfrazar un poco lo que me hubiera gustado ser.
En algún momento en que construyas otra ficción ¿dejará de estar presente Cuba? Porque si bien tú puedes salir de Cuba, parece que Cuba no sale de ti como escritor.
No tengo un interés particular en desprenderme de Cuba, ni tampoco un interés particular en insistir en Cuba.
Cuba, como cualquier cultura específica, lo que significa es una puerta de entrada al mundo. Muchas veces lo que pasa cuando uno reniega deliberadamente de un sitio e intenta, por ejemplo, creer en alguna idea cosmopolita o universal, es que se vuelve más provinciano que nunca. Porque el intento deliberado de salir de un lugar lo único que provoca es que pertenezcas más todavía a ese lugar.
En cualquier caso, en adelante, si Cuba aparece o no aparece, lo que a mí me interesa es un poco el ensayo que hay en Falsa guerra, que es el leer Cuba, o integrar a Cuba, dentro de un contexto, dentro de un territorio más amplio.
Pensar esos contrapunteos de lo que significa la sensibilidad particular que puede ser crecer allí bajo ciertas lógicas políticas, económicas y también sociales y cómo eso puede producir, en un contexto más amplio, lecturas específicas, lecturas individuales, que puedan convertirse luego en un acto estético.
Me interesa Cuba dentro de territorios sociohistóricos y culturales más amplios como puede ser El Caribe o como puede ser América Latina que son ideas abiertas, contrario a la idea de cualquier nación; todos los países latinoamericanos en sí mismos son lugares cerrados, son lugares conservadores y una vez que se articulan, se vuelve un territorio abierto y un territorio difuso y un territorio donde todavía la identidad puede ser un territorio a inventarse, y eso me interesa muchísimo, pertenecer ahí. Pertenecer a un lugar que no está cerrado.
Cuba en sí misma, es algo que me parece que desde Falsa guerra ya está un poco dinamitada. Ya no hay modo de que yo pueda leer a Cuba desconectada de cualquier contexto mínimo externo, que es algo que hasta Los caídos probablemente leí así, empezando por mi experiencia particular, vital. Y luego porque uno va leyendo —aunque el lector obviamente no tiene que enterarse de eso, ni le interesa en lo absoluto—, va construyendo sus libros como la ampliación de un mismo tema. Es muy difícil, o no puedo yo al menos, escribir un nuevo texto sin tener la conciencia de los que ya escribí y cómo, secretamente, van a estar dialogando, van a estar incidiendo y definiendo lo que yo estoy escribiendo.