Locura y posesión. Una entrevista con Roberto Calasso

Recuperamos esta conversación con el escritor y editor italiano acerca de la locura y la posesión como estrategias para la creación y comprensión de la literatura

Por Guadalupe Alonso y Mauricio Molina 

Roberto Calasso es uno de los autores más originales e imprescindibles de nuestro tiempo. La tetralogía compuesta por La ruina de Kash, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Ka, y K., son libros fundamentales para la literatura de nuestro tiempo. 

Roberto Calasso. Hombre generoso y afable, de una cultura casi sobrenatural, accedió a abrirnos las puertas de la percepción en esta charla acerca de la locura y la posesión como estrategias para la creación y comprensión de la literatura. 

En La literatura y los dioses y en La locura que viene de las ninfas usted ha planteado la idea de que existen potencias mentales que son capaces de poseernos o de poseer al artista bajo la forma del delirio erótico, la locura o la embriaguez. ¿De qué modo se manifiestan estas potencias?

Lo primero que quiero decir es que esas potencias no atañen sólo al artista. Nos atañen a todos. Tienen que ver con la forma en que estamos hechos todos. En segundo lugar, la posesión es un fenómeno que, paradójicamente, en la época de los griegos era considerado, tanto por un autor como Platón, lo mismo que por una entidad de inmensa importancia política y religiosa como Delfos, era considerado como un hecho central de la vida.

Hoy es un fenómeno que suscita, en general, cierto temor y bochorno, y de inmediato se lo cataloga dentro de la patología. Es un cambio radical respecto de la época de la Grecia antigua que es, al menos para Europa, el fundamento de la civilización.

¿Y este cambio se relaciona con el surgimiento de las teorías psicoanalíticas en torno a la esquizofrenia?

Exacto. Hay una hermosa frase de Jung que dice que los que antes eran dioses se han convertido en enfermedades. Lo cito en La literatura y los dioses: «Los que eran dioses se han convertido en enfermedades». Y no es porque los modernos sepan más sino porque saben menos.

Eso también es paradójico. En los inicios del psicoanálisis, en los primeros años, tanto en Freud como en Jung, hubo un intento genial de comprender en términos nuevos este fenómeno. Desde luego que Freud y Jung lo abordaron desde perspectivas opuestas. Sin embargo, al final, no tanto en sus obras como en las repercusiones sociales, clínicas y cotidianas del psicoanálisis, fue creado un mecanismo de rechazo y de defensa de cara a este fenómeno en la dirección que mencionamos antes.

¿Qué es para usted lo divino, los dioses siguen manifestándose o son las ninfas primigenias quienes prevalecen en el imaginario de la literatura y el pensamiento moderno?

Para los griegos antiguos, incluso antes de que hubiera dioses singulares, con un nombre y una historia, existía lo divino como evento. Una expresión griega dice: «lo divino es», lo divino indeterminado. Este hecho existe en la experiencia de todos. No es algo que pertenezca sólo a un momento determinado de la historia. Pertenece al tejido de nuestra vida.

La verdadera diferencia estriba en reconocerlo o no. Que haya o no conciencia de ello es el punto donde se dividen las aguas. A partir de ahí pueden tomarse los rumbos más diversos.

Usted plantea que para distinguir el rapto de las ninfas de otra forma de la posesión habría que referirnos a un conocimiento del fenómeno mucho más articulado y lúcido que el nuestro. ¿Qué se le ha revelado al desentrañar estos testimonios?

En el ensayo sobre La locura que viene de las ninfas, la primera referencia de un texto griego es el Fedro de Platón. En el Fedro quien habla de la posesión es Sócrates. Por lo tanto, quien habla de este fenómeno aparentemente patológico es el pensador que representa el símbolo de la razón y del control en la historia del pensamiento occidental. Eso es muy paradójico.

Sócrates estaba perfectamente consciente. Al final habla del contraste entre la Sophrosyne —la palabra griega canónica para aludir al control de uno mismo, a la facultad de dominar la propia vida, uno de los grandes hallazgos de los griegos—, y de la Manía, la palabra griega para el delirio, la locura.

En ese punto, Sócrates dice que la Manía es superior porque procede de los dioses, en tanto que la Sophrosyne es una gran virtud, pero procede sólo de los humanos. De hecho, la palabra griega es un término técnico ritual, ligado a hechos míticos, y en el Fedro se la atribuye a sí mismo: él mismo es el poseído.

La hipótesis de vincular a las ninfas con el delirio erótico aparece en diversas obras, incluso usted la ha encontrado en Lolita, de Vladimir Nabokov. Hablemos de cómo las ninfas han irrumpido en la literatura a través del tiempo. 

Nunca han estado ausentes ni en la literatura ni en las artes figurativas. Si uno sigue la historia, por ejemplo, de la pintura europea, desde principios del siglo XV hasta finales del XVIII vemos una continua aparición y reaparición de esos seres divinos, ya sea porque los cuadros representan alguna de las historias de la mitología griega o porque las ninfas aparecen como elemento decorativo en las fuentes o en las cornisas de los palacios.

En la literatura también. Por ejemplo, la principal obra mitográfica tardía de la antigüedad, en la mitología romana, la Metamorfosis de Ovidio, está llena de historias de ninfas, son algunas de las más hermosas. En el Renacimiento, con el descubrimiento y la nueva vida que cobra el pasado clásico, las historias de las ninfas aparecen en la literatura y en el arte. 

Sin embargo, Nabokov lo hace evidente…

Sí, extrañamente, este hecho había pasado inadvertido. De vez en cuando hay secretos tan evidentes que nadie los nota. Pero si pensamos en el extraño contraste de una palabra que ingresó a nuestro vocabulario y que creo que se emplea aun en la pornografía —nymphet— está claro que Nabokov la usa deliberadamente, y en Lolita hay alusiones a esta pasión por la ninfa que domina toda la novela. Pero en la literatura acerca de Lolita este tema está ausente. Nadie habla de eso. Se habla de la relación de un hombre de cierta edad con la niña; se habla de Estados Unidos y de tantas cosas; de la relación entre E.U. y Europa, pero la ninfa, que es el fundamento del libro, está ausente.

Hablemos de los elementos que coexisten alrededor del delirio erótico y de la posesión: el agua, la serpiente, el ojo…

Sí, es omnipresente en la mitología. Le daré un ejemplo: la figura correspondiente a las ninfas en la mitología de la India son las Apsaras, esas mujeres bellísimas que se aparecen y que comparten muchos rasgos con las ninfas. Ellas también están vinculadas al fluir, al agua, a esas formas ondulantes que no son sólo un hecho de la naturaleza sino que son caracteres de la psique, de la mente, de la vida mental.

En torno a la idea de que la posesión es una forma de conocimiento, en la antigüedad era evidente que las divinidades actuaban sobre el mundo. En el mundo contemporáneo ¿cómo se da la relación entre posesión y conocimiento?

Del mundo griego puedo dar un ejemplo clarísimo que es Delfos: Delfos fue considerada durante muchos siglos en Grecia como el lugar del conocimiento. Delfos es un lugar que, en palabras de Plutarco y de varias fuentes, está dominado por dos dioses, no sólo por Apolo. Apolo domina una mitad y la otra la domina Dionisio. Estos dos dioses, que más tarde aparecerán en El nacimiento de la tragedia de Nietzsche, fundan el conocimiento en la posesión. ¿Por qué? Sabemos que Delfos tenía un gran poder político. Cuando surgían conflictos irresolubles acudían a Delfos, consultaban al sacerdote de Delfos para hallar una solución. Así surgieron las célebres máximas de Delfos, la más famosa de las cuales es: “Conócete a ti mismo”.

En el mundo griego la posesión es central. En el mundo actual obviamente puede ser central en los manuales de psiquiatría, pero no es reconocida. Esto no significa que no actúe hoy como antes, aun más que antes, porque es parte de la respiración de nuestra mente. Actúa bajo otros nombres, en una vida clandestina que hasta puede ser peligrosa.

¿Y eso nos conduce a un mejor conocimiento de nosotros mismos?

Hay una ilusión, la de que esta relación de las potencias dominantes de la mente pueda ser, como se dice en las películas, eliminada y que todo pueda estar bajo control. Esto no es posible por lo que sabemos de la vida a partir de la vida más elemental. Sin embargo, hay un mecanismo de defensa en el pensamiento, que induce a alejar el reconocimiento de esas potencias, porque dan miedo.

¿Por qué son peligrosas? Antes que nada, es peligroso todo lo que es más fuerte que nuestro poder de control. Lo que nos pone en una situación de incertidumbre, de duda, de inseguridad sobre el origen de lo que pensamos y esto se traduce en una especie de pánico.

Para los griegos, que además elaboraron la noción del control sobre uno mismo, no existía esta ilusión: sabían perfectamente que ese control podía ser destruido con gran facilidad. Es una visión más próxima a la realidad.

A lo largo de su obra, desde El loco impuro hasta el libro sobre Kafka, pasando por su prólogo a Schreber y el ensayo sobre Ecce homo de Nietzsche, se intuye una obsesión por la locura. Esta locura sagrada ¿tiene que ver con este principio de posesión que explora en La locura que viene de las ninfas?

Sin duda. Si pensamos en mi primer libro: El loco impuro, el delirio de Schreber es un fenómeno de posesión. Cuando el esquizofrénico se siente poseído por voces que le ordenan hacer cosas, le revelan secretos y le despiertan delirios de persecución, esto es una forma de posesión. Schreber es un ejemplo invaluable para mí, porque ese hombre que era un magistrado, consagrado al respeto absoluto del orden, en el momento en que empieza a ser asediado por esas voces, se vuelve el autor de un gran sistema gnóstico.

Las memorias de un enfermo de los nervios pueden leerse al lado de los grandes textos gnósticos como los descubiertos en Nag Hammadi mucho después de la muerte de Schreber. De manera que si revisamos el pasado de Schreber, podemos ver lo que es la pura sicopatología, habida cuenta de que Schreber escribió sus memorias en el manicomio y Freud tomó como material clínico para estudiar la paranoia lo que es un genuino sistema mitológico muy similar a ciertos sistemas gnósticos.

Al estudiar el caso de Schreber, cuando quería publicarlo, me resultó casi irresistible escribirlo en términos narrativos porque me parecía casi inútil la idea de hablar del delirio que no acepta ser tratado si no es a través de otro delirio. Este es el punto. Reducir un delirio a la dimensión de la cordura, significa perder lo más importante del delirio. Y es lo que ocurre con la teoría de Freud sobre la paranoia, no es uno de los puntos más fuertes de su pensamiento.

En El loco impuro cambié la perspectiva irónicamente: Schreber es el psicoanalista y Freud, que estaba lleno de imágenes obsesivas en su vida, lo sabía muy bien y lo reconocía. La interpretación de los sueños en gran parte, está conformada por sueños muy extraños del propio Freud, así que me resultó natural seguir esa vía. Desde luego que también está escrito analíticamente, pero no a propósito de las Memorias de Schreber, sino de las reacciones de los sanos, los estudiosos ante ese libro, que ha tenido vivencias muy extrañas. Por ejemplo, la familia lo hizo destruir y sobreviven muy pocos ejemplares. Muy pocos.

Da la impresión de que algunos autores y filósofos tuvieron alguna experiencia en este sentido. ¿Usted ha presentido alguna vez la posesión de las ninfas?

No es un asunto personal. Nos ocurre, como dije antes, a todos. Las formas son múltiples. Las consecuencias son múltiples. De ahí nace toda la elaboración mental que nos atañe a cada uno y que hace de nosotros personas diversas. El fenómeno es perenne y constante, de otro modo sería como vivir sin pulmones; es simplemente una cosa que nos permite sobrevivir a todos. No es algo raro o extraño. Raras y extrañas son las formas que asume, las consecuencias, los resultados, la manera de elaborarla.

Recuerdo un caso patético. Un estudioso muy serio que hizo un libro acerca de la posesión, la estudiaba y quiso experimentar en sí mismo lo que sucedía con los grandes personajes. Así que realizaba experimentos, se fumaba cosas, para tratar de entender. Resultaba cómico, porque para experimentar la posesión no se necesita de nada de esto, sino que ocurre al despertar, al salir a la calle. Walter Benjamín, por ejemplo, escribe en alguna parte que esta experiencia es como una droga que producimos nosotros mismos, que nuestra propia mente produce por sí misma y que así cobra vida y hace que surja todo. Puede hacer surgir incluso la locura.

Curiosamente, Aristóteles —y esto me sorprendió—, cuando habla de la posesión, precisamente de la locura que proviene de las ninfas, la relaciona con la felicidad. Esto es muy sorprendente. 

¿Cómo surge el proyecto de Ka, esta obra monumental que establece    un recuento de la mitología hindú y que culmina con el budismo?

 Fue una sorpresa incluso para mí. Ka es la tercera parte de una obra en varios volúmenes que comencé a principios de los años ochenta, hace casi veinticinco años. En un principio pensaba que serían tres volúmenes: primero La ruina de Kasch y después otros dos.

Cuando escribí Las bodas de Cadmo y Harmonía, no tenía claro que el siguiente libro sería sobre la mitología india. Me tomó por sorpresa. Naturalmente supuso un cambio, pero concuerda con lo que escribí primero porque Ka y Las bodas de Cadmo y Harmonía son dos libros paralelos, en el sentido de que en ambos se entra a un bosque mitológico y permanecemos ahí desde la primera hasta la última página. Son libros con muy pocas referencias externas. Pueden contarse con los dedos de la mano.

Cuando escribí Las bodas de Cadmo y Harmonía, creía, como es natural cuando uno se adentra en estas cosas, que aquel árbol de la Grecia antigua era lo más hermoso y complejo que existe. Lo sigo pensando. No obstante, me sentí cada vez más atraído hacia el bosque de la India, que tiene relación con esta obra en varios volúmenes, pues ya desde La ruina de Kasch hasta la última página, se habla de la India védica, del sacrificio y de todas estas cosas. Así que temáticamente hay muchos vínculos.

Durante muchos años —pues escribir Ka fue arduo para mí y me llevó siete, ocho años—, me fui adentrando no sólo en los relatos de la India sino también en el rito, que es una gran diferencia respecto de Grecia, porque en la India la importancia del rito, del gesto ritual, es suprema. Es la forma suprema del conocimiento. Las historias están subordinadas a ella. Las historias míticas aparecen como ejemplos para hacer comprender el porqué de un gesto que puede ser sencillísimo, como puede ser escandir el agua o la leche. Entonces hay también enormes diferencias.

Así se llega también a Buda, por ejemplo, que aparece de una manera un tanto oscura en esa historia. Ambos libros están entonces llenos de vínculos, pero no quise hacerlos explícitos, porque me parecía demasiado fácil. El parangón permite reforzar de inmediato y yo quería que aparecieran estrictamente en su propio elemento.

¿Le ha causado algún asombro encontrar estas relaciones, no sólo entre los mitos de la India y Grecia, sino también en los rituales indígenas, como es el caso de la serpiente?

Son elementos con una correspondencia patente. Hay correspondencia también con la mitología mesoamericana. Las imágenes hablan en su propio lenguaje y las hallamos en las más diversas civilizaciones.

Lo que me importaba sobre todo era mostrar cómo cierta imagen se sitúa dentro de lo que llamo un enorme árbol, cuál es su papel específico dentro de ese sistema de historias, porque estas historias no pueden ser aprehendidas por separado. Es como una red. Si tiramos de una parte de la red, tiramos de la red entera. Ese era mi propósito.

Hay un punto muy importante para entender la relación entre estos libros. En cierto sentido, cada uno de ellos nace del precedente.

Tanto en Ka como en K., usted ha abordado la idea –de evidente trasfondo gnóstico— del ser como un suplemento, una suerte de extranjero en el universo. Me refiero básicamente a las páginas dedicadas a Buda y el capítulo dedicado a La metamorfosis.

Es un punto muy importante y delicado que me sirve para entender la relación entre esos libros. En cierto sentido, cada uno de ellos nace del precedente. En el centro de La ruina de Kasch hay un personaje que encanta a los sacerdotes a través de un relato e impide que éstos maten al rey. El encantamiento, como la historia de Sherezada funciona como un relato que posterga la muerte. Estos relatos son, en cierto sentido, los que conforman el segundo libro.

Los relatos griegos tienen ese poder. Es por eso que han actuado sobre los seres humanos durante milenios.

La ruina de Kasch es un libro híbrido, de formas variadas, que tiene narración, aforismos, análisis; en su centro está esa historia que se expande a otro libro y es toda su historia, que es Las bodas de Cadmo y Harmonía. Aquí es donde el árbol se divide porque en este relato se siente la necesidad de tener sus afinidades, sus antecedentes: la historia de los dioses antes de los dioses. Y esto nos lleva a la India, la única gran civilización donde existe esa enorme figura de Prajapati, el ser precedente a los dioses. En cierto sentido, la mitología hindú asume a los dioses con mayor desenvoltura, porque los consideran criaturas inventadas por ese ser, Prajapati.

Así llegamos al punto de Proust y Kafka. Decíamos que estos libros deberían ser autosuficientes porque limité al máximo las referencias en el libro griego a cosas externas a Grecia, y en el libro hindú a las cosas externas a la India. No obstante tuve la necesidad, porque son el indicio —y es raro decirlo, pero así es—, son como la marca que deja el tiempo, son el indicio de que no se trata de algo antiguo sino que es algo que incluye todo el tiempo transcurrido desde esa historia y que se manifiesta en pequeños detalles que pueden ser también la obra de un escritor.

En este caso, Proust me parecía un ejemplo perfecto porque sentía una convergencia total. La imagen de las jovencitas de Proust y las Apsaras eran una misma cosa manifestada de manera distinta.

En cuanto a Kafka, fue más curioso porque Kafka aparece dos veces en Ka. Una vez directamente, ahí donde se dice que la diferencia entre Prajapati y los dioses es como aquella entre Kafka, el personaje K [de El castillo] y los protagonistas de novelas clásicas de Tolstoi o Balzac. Ahí nació K., nació un libro entero. Así que ahí fue la expansión hasta formar otro libro. Pero hay otra parte donde Kafka aparece bajo otro nombre sin ser nombrado. Es una alusión que se encuentra al principio del relato de Garuda. Es un punto en el que habla de que “la impaciencia es el único y verdadero gran pecado”. Esto no aparece en los textos indios ni lo inventé yo, esto lo escribió Kafka. Ahí el personaje dice: “Algún día vendrá alguien más que se los dirá”. Y otro exclama: “Alguien alto, anguloso, taimado”. He ahí a Kafka.

Y hablando de otros de sus autores más frecuentados, ¿cómo entra Proust en el panorama de sus obsesiones? ¿Podríamos considerar En busca del tiempo perdido como una epopeya o como el proyecto de una mitología de lo moderno?

Proust mismo habló de una catedral. Tenía la impresión, y esto lo dijo en las cartas de los años en que terminó de escribir En busca del tiempo perdido , de que su obra era una construcción, una arquitectura donde las razones de un episodio se retoman después de mil páginas, son episodios muy complejos. En cierto sentido está claro que se trata de una obra que conforma una totalidad, sin embargo, lo extraordinario de Proust es la mezcla de los elementos, porque pasa de la historia más pequeña, examinada con lupa, hasta la más vasta, y siempre partiendo de la vivencia de un personaje que se llama Marcel y que atraviesa todos esos años de su vida.

Pasemos ahora a su noción de literatura absoluta. En el ensayo que culmina La literatura y los dioses, después de recorrer a Hölderlin, Novalis, Baudelaire, Lautréamont, los sitúa como ejemplos de literatura absoluta. En todos estos autores se evidencia un principio de posesión, como si alguien o algo más estuviese manifestándose a través de la escritura. 

Sí, ese ensayo nace del intento de hacer entender cómo la palabra “literatura”, a partir de cierto momento, que se puede precisar con la primera aparición de los grandes románticos alemanes, a fines del siglo XVIII, en particular en una revista de estos autores ilustres que tenían unos 20, 25 años y que escribían de manera anónima, y ahí se ve el cambio de la noción de literatura. Después, a lo largo del siglo XIX y hasta el siglo XX, continúa cambiando, hasta que hoy la palabra “literatura” significa otra cosa, si pensamos en Kafka, en Proust o en el mismo Baudelaire: en fin, las figuras más importantes. Significa algo muy diverso y menos claramente definible que en la literatura precedente, que tenía siempre, como marco de referencia, el gran sistema de la retórica, donde existían los géneros, las jerarquías, el sistema de formas precisas. Esto se fue diluyendo poco a poco y cada vez más resulta que toda obra tiende a crear en su interior un sistema de correspondencias y de formas.

Proust, por ejemplo, creó un sistema retórico autosuficiente. Para definir esto de alguna manera, lo llamo literatura absoluta porque es una literatura que se desvincula de la obediencia, ya sea a un sistema de formas o —y he aquí lo decisivo— a una funcionalidad social. Ya no es una literatura que responda a una función de cualquier tipo como había sido el caso durante siglos. Así se destaca de ese monstruo creado en torno de la sociedad. Esto se ve en las obras de los más grandes escritores.

Curiosamente, esta forma absoluta, muy ambiciosa, muy audaz de literatura, va acompañada por una presencia no necesariamente explícita, pero perceptible al interior de la forma, de aquello que antes llamamos lo divino. Puede aparecer de manera directa, como en Hölderlin, que nombra a los dioses y es el caso más impresionante de un autor moderno que se atreve a abordarlo directamente. Nietszche también, en cierto sentido, es un caso parecido. Pero también puede ocurrir de una manera mucho más oculta y un ejemplo, ligado a otro fenómeno típico de este periodo de doscientos años, es Lautréamont, pero a través de la parodia, esa suerte de teatro irrisorio que ahora ya pertenece a la forma literaria, cosa que antes no era así.

Se trata de un cúmulo de elementos que se hallan de diversas formas en algunos de los escritores que al menos para mí son los más significativos de los últimos doscientos años. Pasamos de uno a otro como a través de una serie de afinidades, aunque en vida hayan sido adversarios y hayan estado en posiciones opuestas. Karl Krauss y Hoffmanstahl se detestaban, se oponían uno al otro, pero hoy al leerlos están más próximos de lo que creían.

Entonces la noción de autor se vuelve un poco difusa…

Sí. No me ocupo mucho de eso. La noción de autor resulta ya incierta. Si “autor” se refiere a un sujeto que sea una especie de entidad compacta, singular, fija para todo, me parece que no hay tal. Al interior de la mente hay siempre por lo menos la presencia de dos elementos, como aquello que en la India llamaban atman y aham, el “Sí” y el “Yo”. Esto divide nuestra existencia mental, por lo que el autor, como auctor, como centro de un poder que se expande, es una ficción, algo que es necesario pero que no corresponde al fondo de las cosas.

Proust insistía siempre con violencia polémica en la división total que hay entre el Yo que escribe y el Yo que vive. Y es la principal razón de su feroz ataque a Saint-Beuve, porque éste sobreponía esas dos figuras. Proust fue, en cierto sentido, injusto con Saint-Beuve porque éste lo concebía de otra manera, pero era un pretexto para decir algo que atañía a él mismo y le era muy importante.

Resulta difícil adaptar esta idea al mundo de la mercadotecnia que prevalece hoy en día. El autor parece colocarse en el centro de la creación literaria.

No me lo parece. Todo lo que nace en la literatura pasa por vías muy complicadas y tortuosas. Hoy lo que impera, en mi opinión, es una cierta inconsistencia intelectual en general. Se siente la falta de sustancia. Es un fenómeno siniestro que vuelve más difícil una aproximación. Lo que ocurre queda muy lejos de la capacidad de elaborarlo intelectualmente.

Nunca como hoy ha habido tanta distancia entre los acontecimientos descomunales, ingentes, y la capacidad de elaborarlos en términos de balbucir, de incapacidad de articular, y esto, naturalmente, hace que la vida de los libros y de la literatura en el sentido que mencionamos, no sea particularmente fácil, pero nunca ha sido fácil. 

¿No existe entonces lugar para la literatura absoluta?

Existe exactamente como siempre, pero hay esos elementos del mundo externo que hacen particularmente insidioso aquello que nos circunda.

Es difícil incluso orientarse, pero no quiero dar la impresión de que estamos en una situación particularmente más difícil que en otra época. La dificultad es perenne.

En su ensayo sobre Elías Canetti, usted habla de esas lecturas paralelas, externas a la obra en la que estaba trabajando. Nos gustaría saber sobre esos mundos paralelos que rodean su trabajo.

Tengo varios. Ese artículo me sirvió para mostrar cómo en un libro algunos detalles a los que no suele prestarse tanta atención, las maneras en que un autor trata a los escritores a los que se refiere, que pueden ser muy variadas: nota de pie de página con los datos precisos, o pueden estar ocultos o que pueden adoptar otra forma, como en el caso que analizo de Masa y poder: cómo todo esto es parte de la forma y de la concepción del libro.

En Masa y poder, al llegar al final del libro, no hay una lista de obras que un profesor, por ejemplo, señalaría a un lego como lecturas obligadas. Lo que hay es una especie de autobiografía de Canetti, porque cada uno de esos libros ha significado para él una pasión tremenda. En sus memorias hay un pasaje donde cuenta que leyó un libro sobre Gengis Khan que lo cautivó por completo y durante dos meses estuvo atrapado en él.

Esta bibliografía, presentada como tantas, en realidad es una parte secreta del libro donde Canetti ha expuesto cosas que le atañen profundamente y que son una aproximación a su autobiografía. Son cosas con las que vivió casi treinta años, el tiempo que tardó en redactar Masa y poder. Para el lector no es algo que deba saltarse o leer como si fuera una guía práctica. Es algo que ilumina el libro que acaba de leer.

Es un ejemplo que me parecía digno de resaltar. Son cosas de las que casi nunca se habla.

Pero en su biografía personal…

No sé. Por ejemplo, cada uno de los libros de los que hemos hablado está lleno de referencias a textos, a obras enteras, a autores. Y esa relación se manifiesta de diversas maneras. Hay un sistema constante en todos mis libros de eliminar las notas a pie de página porque arruinan la forma del libro; pero sí incluir puntualmente, con precisión extrema, el detalle de las citas, al final, los pasajes que son las fuentes externas del libro.

En un caso, el de Ka, sentí la necesidad de incluir como un objeto de uso ritual, a manera de homenaje, las obras de algunos estudiosos que me fueron invaluables, puesto que acercarse a los textos hindús sin la ayuda de esos estudiosos habría sido imposible; eran diversos estudiosos y no tenía sentido citarlos por separado porque no resultaba natural para el flujo del libro. Eran referencias y discusiones, pero implícitas, de modo que así lo hice y quien así lo quiera puede, por el hecho de ser esos y no otros, comprender el recorrido que condujo a Ka. Es un ejemplo paralelo.

Esta entrevista se publicó originalmente en la revista Letras Libres, en 2005.