Dioses y héroes griegos, latinos y nórdicos (fragmento)

Mitología, el libro de Edith Hamilton referente de los grandes relatos mitológicos, publicado en 1942, es editado en español por Perla Ediciones y traducido por Carmen Aranda. Aquí un fragmento

I

LOS DIOSES
Extraños fragmentos nebulosos de una antigua gloria,
últimos rezagados de la compañía divina,
traen alientos de aquel mundo remoto de donde vinieron,
de palacios del cielo y brisas olímpicas perdidas.


Los griegos no creían que los dioses hubieran creado el universo, sino justo lo contrario: que el universo creó a los dioses. Antes de que hubiera dioses, ya se habían formado el cielo y la tierra. Ellos fueron los primeros padres; los titanes eran sus hijos, y los dioses, sus nietos.

LOS TITANES Y LOS DOCE GRANDES DEL OLIMPO

Los titanes, a quienes a menudo se llama “los dioses antiguos”, fueron durante un tiempo incalculable los seres supremos del universo. Eran de talla inmensa e increíble fuerza. Había muchos, pero sólo unos pocos aparecen en las historias de la mitología. El más importante fue Crono, en latín Saturno, que gobernó a los demás titanes hasta que su hijo Zeus lo destronó y se hizo con el poder. Los romanos contaban que, cuando Júpiter —así llamaban ellos a Zeus— ascendió al trono, Saturno (es decir, Crono) huyó a Italia y dio origen a la edad de oro, un tiempo de paz perfecta y felicidad, que duró al menos tanto como su reinado.

Otros titanes y titánides célebres eran Océano, el río que se suponía que rodeaba la tierra; su esposa Tetis; Hiperión, el padre del sol, la luna y el amanecer; Mnemósine, que significa “memoria”; Temis, que se suele traducir por “justicia”; y Jápeto, al que se destaca por ser el padre de Atlas, que llevaba sobre los hombros el peso del mundo, y de Prometeo, salvador de la humanidad. Estos fueron los únicos dioses antiguos que no quedaron desterrados al llegar Zeus, pero pasaron a ocupar un lugar menor.

Los doce grandes del Olimpo dominaban a los dioses que sucedieron a los titanes, y recibían el nombre de “olímpicos”, pues el Olimpo era su hogar. Pero no es fácil aclarar qué era el Olimpo. No hay duda de que al principio se encontraba en la cima de una montaña, y generalmente se identifica con la más alta del país, el monte Olimpo, en Tesalia, al norte de Grecia. Pero ya en el primer poema griego, la Ilíada, esta idea empieza a dar paso a la de un Olimpo que queda en alguna misteriosa región lejana, por encima de todas las montañas de la tierra. En un pasaje de la Ilíada, Zeus habla desde “la cima más alta del Olimpo, lleno de riscos”, claramente una montaña. Pero
sólo un poco más adelante dice que si quisiera, podría colgarla tierra y el mar de un pináculo del Olimpo, por tanto, ya no es una montaña. Aun así, no es el cielo: Homero hace decir a Poseidón que él gobierna el mar, Hades a los muertos y Zeus los cielos, pero que los tres comparten el Olimpo.

Dondequiera que estuviera, se entraba en él por una gran puerta de nubes custodiada por las estaciones. Dentro estaban las moradas de los dioses, donde vivían, dormían, celebraban sus banquetes de ambrosía y néctar, y escuchaban la lira de Apolo. Era una morada de perfecta dicha. Ningún viento, dice Homero, sacude jamás la tranquila paz de Olimpo; ni la lluvia ni la nieve caen ahí, por el contrario, el firmamento sin nubes lo rodea por todas partes y por sus muros entra tamizada una gloriosa luz blanca.

Los doce del Olimpo formaban la familia divina: Zeus (Júpiter) era el principal, seguido por sus dos hermanos: Poseidón (Neptuno) y Hades (Plutón), y por su hermana Hestia (Vesta); Hera (Juno) era la esposa de Zeus y la madre del hijo de éste, Ares (Marte); Zeus era también el padre de Atenea (Minerva), Febo (Apolo), Afrodita (Venus), Hermes (Mercurio) y Artemis (Diana); de Hefesto (Vulcano), hijo de Hera, se decía en ocasiones que era también hijo de Zeus.

Zeus (Júpiter)

Zeus y sus hermanos se echaron a suertes el reparto del universo. El mar le correspondió a Poseidón y el inframundo, a Hades. Zeus se convirtió en el supremo soberano. Era señor del cielo, dios de la lluvia y recolector de nubes, el que manejaba el terrible rayo. Su poder era mayor que el del resto
de las divinidades juntas. En la Ilíada le cuenta a su familia: “Yo soy el más poderoso de todos los dioses. Hagan la prueba y verán: cuelguen del cielo una áurea soga y agárrense a ella todos los dioses y todas las diosas. Ni así lograrían sacar del cielo y arrastrar hasta el suelo a Zeus, el supremo maestro, por mucho que se fatigaran. Pero en cuanto yo me decidiera a tirar con resolución, los arrastraría a ustedes junto con la tierra y el mar. Entonces podría atar la soga alrededor de un pináculo del Olimpo, y todo quedaría suspendido por los aires”.

Sin embargo, Zeus no era omnipotente, tampoco omnisciente. Podían oponerse a él y engañarlo; de hecho, en la Ilíada Poseidón lo engaña, y Hera también. Se dice en ocasiones que aquel misterioso poder, el destino, es más fuerte que él. Homero hace que Hera le pregunte con desprecio si se propone librar de la muerte a un hombre a quien el destino ha condenado.

Se le representa como enamorado de una mujer tras otra, rebajándose a todo tipo de manejos para esconder su infidelidad ante su esposa. La explicación por la que tales acciones se le atribuyen al más majestuoso de los dioses es, dicen los estudiosos, que el Zeus de los cantos y las historias
surge de la combinación de varios dioses. Cuando su culto se extendía hasta una ciudad donde había ya un gobernante divino, los dos se fundían poco a poco en uno solo: la esposa del primer dios se transfería entonces a Zeus. No obstante, el resultado era lamentable y a los últimos griegos no les
gustaban demasiado estos asuntos amorosos.

Aun así, en sus primeras apariciones Zeus tiene grandeza. En la Ilíada, Agamenón reza: “Zeus, el más glorioso, el más grande, Dios de las nubes de tormenta, tú que moras en los cielos”. Exige de los hombres no sólo sacrificios, sino acciones rectas. Al ejército griego en Troya se le dice: “El padre Zeus nunca ayuda a embusteros ni a aquellos que rompen sus juramentos”. Las dos ideas de él, la baja y la elevada, persistieron simultáneamente durante mucho tiempo.

Su peto era la égida, cuya contemplación era espantosa; su pájaro era el águila y su árbol el roble. Su oráculo era Dodona, en la tierra de los robles: ahí se revelaba la voluntad del dios a través del susurro de las hojas de roble, que los sacerdotes interpretaban.