Beethoven, vivo

A 250 años de su nacimiento vivimos un mundo legado por su música y su visión de la humanidad

Huemanzin Rodríguez / Ciudad de México

«Si nuestro mundo se terminara, la música continuaría»

—Schopenhauer

A mi querido y admirado Ernesto de la Peña le escuché decir: «Creo en Dios Padre, en Mozart y en Beethoven; en sus discípulos y apóstoles», citando a Wagner. Fue el 27 de enero del 2012 en la Sala Nezahualcóyotl cuando recibió la medalla Mozart. Poco antes, habíamos conversado en los pasillos de los camerinos, y me dijo esa frase con la que agradeció la medalla en público. Unos años antes, la música de Beethoven, a solicitud del sabio y enorme divulgador de la música, De la Peña, formó parte del homenaje que recibió por parte del Conaculta y del INBA en el Palacio de Bellas Artes en noviembre de 2007, por sus 80 años. Entonces, la Orquesta Filarmónica de Minería interpretó un programa especial que empezó con la obertura Zur Namesfeier, estrenada originalmente en la navidad de 1815. Fue una de las piezas más populares de Beethoven en su momento y que poco se toca hoy.

¿Qué pasa con la obra de Beethoven que a 250 años sigue provocando tanta exaltación en los corazones de quienes conocen o no de música? Más allá del éxito fácil que resulta para cualquier orquesta tocar sus famosas sinfonías Quinta o Novena, algo pasa al escucharle y sentirlo. Y tiene que ver con ese credo wagneriano que citó De la Peña, el mundo como lo conocemos hoy, nació con un puñado de personas, entre ellas Ludwig van Beethoven.

Heredero del Sturm und drang (Tormenta e ímpetu), breve movimiento intelectual alemán de finales del siglo XVIII que es el germen del Romanticismo, con resonancias tremendas de la Revolución Francesa y la Ilustración, una nueva generación de artistas y científicos tomaba distancia de la religión y explicaban el mundo desde lo humano. Si antes las leyes venían del cielo, ahora todo se arreglaba en la Tierra. Fue algo tremendo en su tiempo.

Rüdiger Safranski escribe en Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (Tusquets, 2008), que para el poeta y filósofo Novalis (1772-1801), el pecado original de la modernidad comienza con la traducción de la Biblia por Lutero, porque de esa manera había comenzado una época de «la tiranía de la literalidad». Al igual que otro escritor de su tiempo, Wilhelm Heinrich Wackenroder (1773-1798), Novalis creía en la «música sagrada», donde todavía es posible aprender en ella la metafísica de la suspensión. Wackenroder incluso habla de la liberación individual por medio de la música. Sí, la música como religión en un mundo donde la religión deja de gobernar.

El espíritu romántico buscaba en la música la puerta de acceso a los secretos del mundo y a aquello indecible de nosotros mismos como humanidad. Ideas que hubieran sido una blasfemia cincuenta años antes, pero, como escribe Safranski: «El proceso de secularización y liberación del sujeto creador de sí mismo habían agrietado las paredes del antiguo cielo hacia el que se elevaba la música y de donde la religión recibía sus revelaciones.»

Es en este contexto en el que la figura del artista comienza una transformación radical y Beethoven es la piedra angular. Si bien Mozart y Haydn eran conscientes de su papel en la sociedad de su momento, esa lucidez, conciencia y confianza en sí mismo que tenía Beethoven, llevó al mundo a reconocer nuevas formas de relación entre la sociedad y la música.

En una reciente conversación, el músico y profesor Arón Bitrán, violín del Cuarteto Latinoamericano, me comentó: «Muchas de las luchas personales de Beethoven, por no hablar de las musicales, están vigentes. Por ejemplo, que el músico se gane un lugar de respeto en la sociedad. Eso es algo que hoy nos cuesta mucho a los que nos dedicamos a esto, hacerle entender a los gobernantes, a la sociedad y a las instituciones en general, que somos tan imprescindibles como otros oficios y profesiones. Beethoven se negó a comer en la cocina cuando iba a tocar en un palacio, fue el primer músico que se opuso. Tenía una clara conciencia de su dignidad y de su importancia como artista. Ese es un ejemplo maravilloso que nos legó y tenemos que perpetuar, porque realmente es justo.»

En Beethoven se decanta la idea de música sagrada de Novalis y Wackenroder, pues a través del genio de Bonn, el artista se convierte en un héroe que desafía todo. Beethoven lo mismo se relacionó y apoyó al general Napoléon Bonaparte, como lo señaló y rechazó cuando se coronó emperador. Para Beethoven la música era la «transmisión de lo divino y una revelación más alta que cualquier sabiduría y filosofía». Idea que más tarde, el filósofo Arthur Schopenhauer deducirá: la música como voluntad encarnada.

El poeta y crítico Jomi García Ascot, escribe en Con la música por dentro. (DGE Ediciones/UNAM, 2006), que pocos son los músicos que han tratado hacer de la música algo extramusical donde convergen la poesía, la mística y la filosofía; entre ellos considera a Beethoven, Schumann, Wagner, Liszt, Berlioz, Scriabin y Shostakóvich. Pero, de todos ellos, García Ascot sólo considera que los tres primeros han conseguido hacer, con sus intensiones extra musicales, gran música. Esa intensión extramusical tiene que ver también con una postura del hombre, para Claudio Magris, en La historia no ha terminado. Ética, política y laicidad. (Anagrama, 2006), Beethoven es un héroe, uno de esos necesarios héroes burgueses sin músculos, ni pedestales, de actos cotidianos. Para explicarlo, toma la siguiente frase del compositor, citada en la biografía Tempestad y luz, Beethoven, de Graziano Bianchi: «Dédalo, encerrado en el laberinto, acertó a inventar las alas que le permitieron salir de allí, levantándolo por los aires. Yo también encontraré esas alas.» Magris encuentra en esta frase el pathos “heroico” de Beethoven, y apunta: «Héroe es quien se opone a un mal que parece irresistible y que no admite oposición; quien rompe, a costa de romperse él mismo, cadenas que parecen irrompibles; quien se enfrente a intolerables inequidades e injusticias ante las que los demás se pliegan porque están convencidos de que es imposible oponerse a ellas, de que es imposible salir del laberinto, como si ello fuera un destino insuperable.»

Al igual que otros creadores como Friedrich Schiller (1759-1805), Beethoven es un nuevo tipo de artista, que no se debe más que a su arte, con una fidelidad absoluta a la libertad moral y racional, intensificada con la expresión. No es extraño que un artista así surja en la época en que, el filósofo Immanuel Kant (1724-1803), buscara identificar en la educación, una diferencia entre lo ético y lo estético. Todo esto se puede leer en el rostro del joven compositor, pintado en 1802 por Christian Horneman. Ludwig tenía 22 años.

Sin embargo, esta postura como artista-héroe, no está ajena de la vida cotidiana. Es al leer su correspondencia que uno puede entrar en las rendijas de las ideas. Por ejemplo, cuando las guerras afectaron económicamente a Beethoven, le escribió a Goethe para pedirle su ayuda e intermediación con el Duque, y que éste pagara la Misa solemnis. Beethoven siempre admiró a Goethe, él no le respondió la carta. En algunas conversaciones sobre música en casa de Eusebio Ruvalcaba, el escritor y melómano me comentó que Goethe detestaba la falta de diplomacia del compositor, que incluso, una amiga común, Bettina Brentano, fracasó numerosas ocasiones en reunirles.

En esas cartas, también se lee a Beethoven con cierta frustración y dramatismo, en su incapacidad de poder comunicarse mejor con las personas: «¡Ah! No me siento muy orgulloso cuando veo que la música me obedece mejor que las palabras». Y también, sabemos de su temprana sordera y la ansiedad que le provocaba notarlo desde los 18 años, en 1801 escribe: «En los último tres años mi oído ha menguado y menguado… Cuan humillado me siento cuando alguien a mi lado ha escuchado una flauta en la lejanía y yo no he oído nada.» El filólogo George Steiner (1929-2020) asegura que es en la lectura de la correspondencia de Beethoven que descubrimos su obra como resultado de la voluntad del ser.

Arón Britán, considera que es cierto, pero el genio estaba ahí antes: «Es un lugar común hablar de la personalidad atormentada de Beethoven, pero creo que ese espíritu, que nos dio todas estas obras fantásticas del compositor consagrado, ya estaba presente en sus obras de juventud. Esa contradicción entre su enorme amor por la humanidad y su incapacidad de comunicarla y de enamorarse, de transformar ese amor teórico en un amor de carne y hueso, o en un amor al prójimo; esta contradicción entre la ternura tremenda y la desesperación, a mí me parece que ya está presente en sus obras tempranas.»

El compositor Aaron Copland (1900-1990), a lo largo de su libro Cómo escuchar la música (FCE, 1994) ve a Beethoven como el más grande compositor por las diferentes técnicas que usó para escribir, a veces con melodía, otras con texturas pero que siempre crece con el paso de los años y su escucha. Para Beethoven crear una obra estaba antes del sonido, y la forma estaba modulada por la sonoridad de los instrumentos que, como artefactos creados por la humanidad, hoy son más precisos de los que fueron en su tiempo. Sobre su forma de componer Dietrich Schwanitz dice en La cultura. Todo lo que hay que saber (Taurus, 2002): «Él se proponía unir sentimiento y mensaje humanista en una música muy elaborada desde el punto de vista formal. Tal como demuestran sus libros de notas, sus composiciones están siempre precedidas de muchos estudios. En ocasiones trabajaba durante muchos años en una misma pieza: naturalmente, la calidad alcanzada en estos casos es muy superior. Crea la música como un arte autónomo, ignorando lo que espera de ella una cultura aristocrática superficial. Su música está escrita con más exactitud que, por ejemplo, la de Mozart, pues mientras que este último permite a los solistas un margen de improvisación, Beethoven fija sus partituras con precisión absoluta.»

De los diferentes músicos que han tocado a Beethoven, entre los más grandes y/o famosos de la actualidad que han pasado por México, está Anne-Sophie Mutter, quien vino en un viaje relámpago al XXII Festival de Música Miguel Bernal Jiménez, en Morelia, el 15 de noviembre del 2010. Su presencia fue algo deslucida, sin ganas, cumpliendo un compromiso de 24 horas de permanencia en el país a lado de unos menos efusivos y también famosos solistas Yuri Bashmet en la viola, y Lynn Harrell en el violoncelo. Su primera y única presentación en México no reflejó la entrega característica de sus grabaciones en el sello Deutsche Grammophon; como tampoco apareció ese sentido del humor de sus célebres entrevistas en la forzada conferencia de prensa de diez minutos con ella aún sentada en su lugar con su violín en manos y el telón abajo. Sin embargo, dijo algo interesante: «Uno de mis planes, el sueño que tengo es tocar todos los cuartetos de cuerdas de Beethoven, pero para ello, aún me falta un proceso de madurez y compaginación con mis compañeros, para lograr esto.»

En 2014 el afamado pianista austríaco Rudolf Buchbinder, entonces de 68 años de edad, participó en el Festival Internacional Cervantino para tocar una serie de siete recitales en donde interpretaría todas las 32 sonatas de Beethoven. Me acerqué para conversar con él y me pidió que la entrevista fuera cuando yo hubiera escuchado los siete recitales. Fue absolutamente maravilloso verlo y sentirlo, ensimismado siendo sólo el vehículo para la música. Buchbinder ha grabado en tres ocasiones todas las sonatas para piano de Beethoven, la primera grabación cuando era joven; desde hace años descatalogada por él mismo. La segunda, ya un poco mayor; y la última, hace pocos años. Cuando finalmente pude conversar con él, me agradó su simpleza y empatía. Le pregunté por qué había tenido que grabar tres veces las sonatas: «La primera vez las grabé porque era joven y pensé que sabía lo que tocaba. Cuando pasaron los años descubrí que no sabía nada, así que decidí volver a grabarlas y sacar del mercado esa primera grabación. Finalmente había entendido a Beethoven, pero con el paso de los años descubro que lo que toqué en la segunda grabación era mi idea de lo que yo pensaba de Beethoven. Ahora, veo que tengo que despojarme del ego para poder tocarlo, y cuando lo hago no estoy aquí en este planeta, soy en otra parte que podría ser, por ejemplo, la Luna. Es lo que puedo decirle de lo que he aprendido para poder tocar a Beethoven.»

Este 2020 el Cuarteto Latinoamericano se ha animado a tocar por primera vez a Beethoven y le cuento a Arón Bitrán esta anécdota del pianista con el que alguna vez tocaron, entonces responde: «Personalmente, en mis primeros veinte años, cuando estaba en la orquesta del conservatorio, tocaba las sinfonías de Beethoven probablemente sin entenderlas mucho, no le veía particular interés; después, de los veinte a los cuarenta años, me interesó mucho Beethoven como escucha, me sentía intimidado para abordarlo como intérprete; y es a partir del tercer tercio de mi vida, de los cuarenta hasta el día de hoy, que finalmente me atrevo a tocar Beethoven con convicción, esto tiene que ver con que he descubierto que mucho de la profundidad de su discurso musical está escondido en los pequeños detalles en su partitura, pero que con muchísima frecuencia los intérpretes no vemos con atención: los crescendi hasta un pianísimo súbito, los acentos o los diminuendos hasta casi desaparecer, o los pequeños cambios de tiempo. Todo ese arsenal de herramientas que tiene el compositor para meterle su intensión a esos puntitos negros que están en el pentagrama, que en realidad no dicen nada, creo que particularmente en Beethoven son muy relevantes si uno quiere encontrar el drama que está oculto en su música. Cuando trabajo Beethoven con mis alumnos, me he vuelto obsesivo en insistir en una lectura realmente meticulosa, más que con otros compositores, porque realmente su música cobra otro sentido si uno presta atención a cada una de sus indicaciones. ¡Ver sus manuscritos es apasionante! Porque uno ve toda esta lucha por llevar al papel una idea musical que era clarísima en su mente. Hay borrones, tachones, a veces muchos intentos para llegar a una solución. A diferencia de Mozart, cuyos manuscritos son perfectos desde la primera nota, la lucha de Beethoven por encontrar una manera de poner en el papel sus ideas, las plasmó con mucho detalle y creo que ahí hay una posible respuesta en cómo abordarlo.»

El impacto que hoy provoca Beethoven lo tuvo siempre, por ello tuvo tantos seguidores como Liszt, Schubert, Wagner o Berlioz, entre tantos. De Franz Liszt, adalid de Beethoven y creador del recital de piano moderno, Eusebio Ruvalcaba cuenta en El silencio me despertó (Almaqui Editores, 2011): «Se dice que Liszt y su señor padre se presentaron en la casa de Beethoven para que el niño tocara ante el viejo sordo. Que tocó y que Beethoven lo corrió de su casa, pero la invitación para el concierto que el niño prodigio daría esa noche quedó asentada. Pues bien, luego de que el niño Liszt hubo tocado, Beethoven salió de la nada, se subió al escenario, cargó a Liszt y le dio un beso en la frente.»

Y sobre el talentoso y prolífico Franz Schubert (1797-1828), Ruvalcaba escribe en el mismo libro: «Beethoven, ¿habrá tenido que ver él en Schubert, en esa capacidad suya de hacernos uno con la música, de transformar nuestros sentimientos belicosos en remansos de paz? Schubert solía espiar a cincuenta metros de distancia al viejo sordo Beethoven en las caminatas que solía dar por el bosque […] Schubert murió a los 31 años en 1828, un año después de Beethoven, que era un dios para él. Lo seguía cuando viejo, sordo, caminaba contra la tormenta. Fue uno de los que cargó su féretro.»

Alberto Askenazi recuerda en Los compositores. Anécdotas y algunos datos curiosos (Plaza y Valdés, 2012), que era mucha la gente que lo buscaba, que le admiraba o que quería conocerle, como el poeta sueco Daniel Atterbom (1890-1855) quien fue a la casa del “español negro” (como algunos le decían a Beethoven) y tocó a la puerta, que estaba emparejada, al no responder nadie después de insistir se atrevió a abrirla y entrar, y encontró a Ludwig, quien no sintió su presencia, de pie en su bata de dormir concentrado en corregir varias partituras que estaban pegadas en la pared de su habitación. Atterbom, decidió que eso era suficiente y que no debía interrumpirle.

En la carta Heiligenstadt, que escribió a sus hermanos en 1802, y pidió que no se diera a conocer hasta su muerte, Beethoven dice que la sordera lo llevó a pensar incluso en el suicidio, pero ha sido por la música que no lo hizo. George Steiner cuenta en Necesidad de música (Grano de sal, 2019) que «el movimiento coral de la Novena sinfonía de Beethoven salvó a Wittgenstein de la desesperación total cuando el filósofo tenía poco más de veinte años.»

Pero, así como Beethoven salvó a Wittgenstein, endureció a Lenin. En ese mismo libro, Steiner recuerda que, a la muerte de Máximo Gorki, Lenin evocó la noche en que ambos escucharon la Apassionata, de Beethoven. Lenin decía que podía escuchar esa música todos los días, la llamó música impresionante, sobrehumana, pero decía que no podía escuchar música todos los días porque le daban ganas de decir boberías y de frotar cabezas a quienes «viviendo en este sucio infierno, podían crear verdaderas bellezas.» No, no eran tiempo para eso, pensaba Lenin, «cuando se deben golpear inmisericorde algunas cabezas, por más que no se quiera usar la violencia mi deber es espantoso.»

Steiner continúa su reflexión con el impacto de la Novena sinfonía, que entre sus frases está: «Toda la humanidad en un abrazo», pues ha sido usada por el poder y los gobiernos. Para Hitler formó parte de su programa cultural en la Alemania Nazi. También fue usada por los comunistas como un himno de la liberación del proletariado. Ha formado parte de las celebraciones en la Plaza Roja de Moscú en la conmemoración de la rendición de Berlín ante el Ejército Rojo. Lo mismo suena en las playas de Dunkerque en la conmemoración de la evacuación de los británicos. Hoy la Novena es tanto el himno oficial de las Naciones Unidas como de la Unión Europea. Y se interpretó ante la caída del Muro de Berlín.

En febrero de 1827, Beethoven le escribe a su amigo Karl Holz: «Me han confinado a la cama con hidropesía, una enfermedad extremadamente engorrosa, y nadie puede decir aún cuánto tiempo tomará el recuperarme … por el momento no puedo pensar en componer.» Un mes más tarde, murió. Alberto Askenazi dice que fue en esa cama con olor a enfermedad, donde el genio de Bonn, revisó el manuscrito de la Novena, encargo de la Sociedad Filarmónica de Londres, que a sabiendas del penar del compositor, le adelantó cien libras con las que Beethoven pidió le compraran cerezas en almíbar y pudín de almendra. Y que, antes de caer en coma, dijo: «Amigos, la comedia ha acabado.»

Ludwig van Beethoven por Christian Horneman, 1802.

A 250 años de su natalicio, veo el retrato de 1802 de Christian Horneman, me conmueve ese joven músico/filósofo de 22 años que, sin saberlo, sabía lo que quería. Es el retrato de uno de los hijos del sturm und drang, la Revolución Francesa y la Ilustración, y todos sus valores, bien sabía de la utopía que resultaba ello tanto en su actualidad como la nuestra, plagadas de fuerzas retráctiles. Pero su obra ahí está, clara y compleja para cualquiera que la busque y le permita hablarle. Libre, incluso, del uso que el poder y los gobiernos han querido darle.