La escritora española, que participa en el Festival de las Letras Europeas 2020, cierra su trilogía policiaca con Pequeñas mujeres rojas, donde hace una lectura de las violencias económicas y sociales de la actualidad
Huemanzin Rodríguez / Ciudad de México
En 2010, la escritora española Marta Sanz presentó la novela Black, black, black (Anagrama), con la que se propuso escribir una novela policiaca confrontado, tanto en el autor y como en el lector, las convenciones del género. Así nació el personaje del detective Arturo Zarco. A esa novela le siguió en 2012, Un buen detective no se casa jamás, continuación de las aventuras de Zarco, pero sin su colega Paula Quiñones, cuya figura constante aparece en la mente de Zarco. Para cerrar esta trilogía, este 2020 Sanz presenta Pequeñas mujeres rojas, protagonizada por Paula Quiñones, la historia ocurre en el mismo tiempo que la novela anterior.
«Cuando comencé esta trilogía, mi intención era un poco parodiar las claves recurrentes de género que yo consideraba que estaba altamente codificado y suponía poco riesgo, desde el punto de vista retórico, tanto para quién lo escribe, tanto para quién lo lee; hasta el punto de que todo el peso político que podía tener ese género se neutralizaba por la utilización de los esquemas retóricos y la clientelización del espacio de recepción. Jamás pensé que después de escribir Black, black, black, Jorge Herralde que en ese momento era el editor de Anagrama, la fuera a recibir con tanto entusiasmo y con tanta confianza, y me pidiera continuar con el proyecto. Yo no pude decir que no y entonces trabajé en la segunda novela. Fue con Un buen detective no se casa jamás, cuando tomé la decisión de que qué iba a hacer una trilogía.
»Los personajes principales son Arturo Zarco, Paula Quiñones y Luz Arranz. Tienen tres voces diferenciadas en las tres novelas. En Pequeñas mujeres Rojas yo tenía una deuda pendiente con las voces narrativas de Luz Arranz y Paula Quiñones. He intentado cerrar el ciclo con armonía, desde un punto de vista interno, para seguir siendo coherente con no eternizar la saga hasta el infinito y más allá.»
Lo primero que pensé al comenzar a leer Pequeñas mujeres rojas, fue en El retorno del profesor de baile (2000) y Antes de que hiele (2002), novelas del sueco Henning Mankel que, sin formar parte de su famosa serie dedicada al detective Kurt Wallander, es a través de otros personajes como su hija Linda, que se termina de construir la personalidad del detective; se esclarecen detalles pequeños de ciertas novelas de la serie. Haces un poco lo mismo en Pequeñas mujeres rojas, que tiene al detective Zarco como un personaje secundario, ausente y, además, a través de los capítulos se pueden entender detalles de la novela anterior Un buen detective no se casa jamás.
Es verdad que yo he intentado que las tres novelas tuvieran autonomía, se pudieran leer como obras acabadas en cada una de ellas, pero sí que es cierto que si las lees de manera solapada, como aquellos antiguos metacrilatos que usábamos para dar clase cuando existían los retroproyectores, si tú colocas superpuestas las tres novelas, puedes entender algunas cosas más que tienen que ver con los momentos en los que se están desarrollando las historias.
La segunda y la tercera novelas se producen en el mismo momento del tiempo que es agosto de 2012, pero en diferentes lugares. La segunda se desarrolla en Benidorm, donde Zarco está invitado en una casa maravillosa, entre almendros y el mar, sin enterarse de nada, como es su costumbre; mientras tanto, Paula Quiñones está en un pueblo de la meseta norte española, que podría ser cualquier pueblo y al mismo tiempo no es ninguno específicamente, trabajando como voluntaria para localizar fosas comunes de la Guerra Civil Española. Eso es lo que justifica desde el punto de vista de la verosimilitud, que Zarco sea un personaje ausente, Zarco es un fantasma porque está en otro sitio, no puede estar en dos lugares a la vez, no puede tener el don de la ubicuidad. Al mismo tiempo, Paula tampoco está presente en la segunda novela y, de hecho, Zarco todo el tiempo le echa de menos, la está pensando todo el tiempo, con la mente la busca por los jardines y siente que ella le está hablando al oído para ayudarle a resolver los enigmas y los crímenes.
Lo que ocurre en Pequeñas mujeres rojas, esa ausencia de Zarco se convierte en una especie de metáfora política, porque en la tercera novela yo creo que es muy importante la idea de la reivindicación de los individuos desde un punto de vista ético y desde un punto de vista ideológico. A veces tomamos decisiones y participamos activamente en momentos de la Historia que exigen mucha valentía. Mientras que lo que se pone en tela de juicio, son esas mayorías silenciosas que a veces colaboran con el discurso y los esquemas de poder absolutamente injustos. Y con el silencio, son conminentes del dolor, de la injusticia, del mantenimiento del secreto y de todas esas actitudes pasivas que nos han hecho tantísimo daño a lo largo de nuestras historias. Hay veces que se cometen errores por acción, pero en muchas otras veces hay errores por omisión.
Por más increíble que pueda parecernos, en España mucha gente nunca supo de los crímenes durante la Guerra Civil, fue en este siglo hasta hace unos pocos años que en los medios comunicación ibéricos salieron a la luz esas historias. En México sabemos de los republicanos españoles que recibieron asilo en este país, pero en España, cuando comentaba eso, la gente desconocía esa parte de su historia. Gente de mi generación no sabía nada de eso. Una historia, que sigue siendo negada por sectores de la población española. En el planteamiento de la trama de la novela tienes un telón de fondo cargado de política. Aunque no lo dices claramente, ¿la novela pregunta cómo seguir adelante con tantos esqueletos en el clóset?
Comparto desde el punto de vista ideológico tu reflexión en su totalidad y además me agrada mucho el hecho de que tú hayas tenido la suerte de tener una visión de la historia y de la realidad española, que viene de lo que para mí era lo mejor del ambiente intelectual y político español en un momento determinado de la historia, además de mucha gente de a pie a la que México acogió con mucha generosidad. Esa gente se perdió de la historia de España. Por ejemplo, hace poco he descubierto a la escritora Luisa Carnés (1905-1964) y aquí estaba absolutamente olvidada, ella se tuvo que ira a vivir a tu país y ahí escribió cuentos que tenían que ver con su experiencia del exilio y la guerra.
En efecto, Pequeñas mujeres rojas es una novela muy política en una doble dimensión: una retórica y literaria, que la conecta con la realidad. Yo tengo una visión de la literatura en la que, desde mi punto de vista, el texto literario refleja lo real, dibuja los fantasmas de lo real, visibiliza los elementos de esa ideología invisible que suele coincidir con el discurso del poder, pero, al mismo tiempo, la literatura está construyendo discurso, está construyendo realidad.
Esta novela está hablando de cómo se construye torticeramente y de una manera violenta, que a veces tiene que ver con el silencio y la amputación, y a veces tiene que ver con la mentira, nuestro discurso sobre la Historia y concretamente sobre lo que sucedió en España no tanto en la Guerra Civil, como en los cuarenta años de represión franquista que se van dulcificando con el paso del tiempo, hasta el extremo de convertirlos en un eufemismo. Eso yo creo que tiene que ver con algo que a mí me produce mucho dolor y que de alguna manera actuó como catalizador para la escritura de esta novela, que es ese rebrote tremendo de la ultraderecha en España, un rebrote que para mí tiene una doble raíz venenosa: por una parte, entronca con el óxido de una moral nacional-católica de una ideología fascista, de la que creo que todavía no nos hemos desvinculado en su totalidad. Por otra parte, sintoniza muy bien con los nuevos tiempos de neoliberalismo, de las posverdades y de ese individualismo a ultranza. Eso es un discurso político que en la novela tiene que ver con los temas que se tratan, cómo se borra la memoria.
Todavía en los años setenta, cuando yo era una niña, crecí en una casa con unos padres comprometidos políticamente, y cuando se hablaba de desaparecidos, parecía que se hablaba siempre de Argentina. ¡No comprendíamos todavía la magnitud de la tragedia! ¡Del volumen de las personas desaparecidas en las fosas comunes y el dolor de las familias que aún hoy siguen buscando justicia y reparación! No venganza. Justicia y reparación. No me canso de decir que para alcanzar una sociedad verdaderamente democrática o para vivir en una democracia de calidad, se tienen que cerrar las heridas abiertas, se tiene que intentar suturar esas cuentas pendientes con el pasado, porque al fin y al cabo nuestro presente está hecho de pasado, el pasado nos habita también, está dentro de nosotros, multitud de voces están dentro de nosotros. Sin esa idea del pasado que habita en el presente, será absolutamente imposible proyectarnos en un futuro donde la utopía sea algo realizable. Toda esa dimensión política que tiene que ver con mi manera de entender el mundo está en Pequeñas mujeres Rojas. Igual están los dos grandes demonios con patas y rabos para la ultraderecha española: la recuperación de la memoria, que parece ensuciarles; y la reivindicación de las mujeres feministas, les parece atroz e impresentable que las mujeres hablen de brechas de desigualdad y que hablen de cómo sus diferencias se convierten en desventajas, en un mundo en el que los feminicidios son algo aterrador y espantosamente global. Esos son los sustratos ideológicos de la novela, que por su puesto cristalizan en un estilo que es indisoluble del contenido. Por eso la novela tiene un estilo extremadamente poético, que lo que pretende es inaugurar un pacto de lectura diferente en el que los lectores, lectoras tendrán que leer espeleológicamente, desarrollando su sentido crítico, sin prisa, “lea ha despacio” dice el coro de los niños perdidos y las mujeres muertas desde el interior de la tumba.
Hay una sección de la memoria en la novela, que es poética, relacionada con la bruma, con lo nebuloso, con cómo se mezcla la realidad con la ficción y el relato legendario. Pero como ese relato de la memoria también debemos de tener en cuenta lo tangible. No solamente lo cuantificable, pues en las fosas comunes de la Guerra Civil se han encontrado objetos de historias personales y no refiero solamente a un fémur o una clavícula. Han aparecido objetos como un sonajero que me remite a una madre fusilada que tenía a un bebé, o un anillo a través del cual puedes identificar los restos de un tío lejano. Creo que frente a ese aspecto mítico y brumoso de la memoria, tenemos que hablar también de lo tangible.
¿Cómo es que decidiste el uso del lenguaje de esta novela en donde hay horror y violencia en el cuerpo de las mujeres?
Tengo una concepción de la literatura en general, y específicamente de la literatura que tiene algún tipo de pretensión política, en la que el fondo y la formas son absolutamente indisolubles. Los estilos, las palabras que eliges, el barroquismo, la sensualidad, las referencias al género de terror, todos esos elementos que construyen lo que se puede llamar el estilo de una novela, que no tiene por qué coincidir con tú estilo —el oficio de la escritura tiene mucho que ver con buscar las palabras adecuadas para cada pregunta o para cada historia que quieres contar, desbordando los límites de tu personalidad o de una marca personal. En esta novela yo tenía unos cuantos empeños, parto de la base de que la literatura es un modo de representar la realidad y me interesaba mucho cuales habían sido los modos de representación de la memoria, y los modos de representación de la violencia contra el cuerpo de las mujeres. Eso me hizo elegir algunas palabras, por ejemplo, en el ámbito de la memoria decidí depurar el discurso de solemnidad, sentimentalismo y utilizar una voz coral polifónica que estuviera caracterizada por su sentido del humor, un sentido del humor negro, yo creo que un poco mexicano en algunos sentidos, porque además hay algunas referencias a Pedro Páramo, como no podía ser de otra manera. Y en el caso de la representación de la violencia, lo que intenté es que la descripción del cuerpo de las mujeres en sus magulladuras, en su dolor, en sus acciones a las que se las somete, no fuera nunca objeto de deseo, que no fuera nunca algo que pudiera resultar atractivo o hermoso para quién está leyendo. Porque creo que esa manera de presentar la violencia contra los cuerpos de las mujeres, desde la hermosura y la estilización, ha fomentado maneras de querer, maneras de desear, maneras de pensar, nos han hecho mucho daño tanto a las mujeres como a los hombres. Hay un capítulo en Pequeñas mujeres rojas en donde uno de los personajes está sometido un proceso de bestialización, de deshumanización por las vejaciones a las que está siendo sometido, y en lugar del cuerpo de ese personaje, describo el artefacto con el que se le somete, es suficiente, y se repite, y se repite como un mantra o como una oración. Porque quería criticar ciertas formas de religiosidad nacional-católica, que también nos hicieron mucho daño. Con esa descripción de la máquina de estabular, ves que el artefacto es una representación simbólica de todos los artefactos culturales, sociales y económicos; que se ceban de una manera muy particular en el cuerpo de las mujeres.
Todas son miradas y preguntas sobre la realidad, en las que me estoy reflejando como que humano, en las que yo estoy mostrando, como dice Francis Bacon en una entrevista que se recoge en la novela, mi sistema nervioso personal que se hace a través de un estilo, a través de decisiones artísticas. No se hace a través del panfleto, no se hace a través de un lenguaje directo, sino que siempre hay analogías, metáforas, filtros, referencias culturales, juegos de espejos que son los que, de alguna manera, inducen a los lectores y a las lecturas a leer despacio, y a tener que interpretar y llevarse a su propia vida ese lenguaje que yo he querido utilizar.
Nos hemos olvidado de que la literatura, las películas no son sólo prisa, no son sólo llegar al desenlace rápidamente para consumir cada vez más libros que olvidamos rápidamente como hemos leído. Cuando la gente dice: «Este libro es buenísimo porque me lo he leído en una noche», puede ser un argumento válido o no. Yo intento construir un tipo de literatura en el que haya paciencia en el trabajo con el lenguaje, paciencia en como unas palabras se combinan con otras para crear efectos expresivos y reflejar el mundo de una manera que nos ayude a ver. Creo que la literatura es también un instrumento óptico. Y también, de algún modo, a mí me gustaría resignificar muchas palabras relativas a la literatura y el arte: ¿de qué hablamos cuando hablamos de entretenimiento?, ¿de qué hablamos cuando hablamos de placer?, ¿qué es lo que nos da placer en un texto literario? Creo que ahí tenemos que volver a ligar la idea de lo cultural y educativo sin renunciar a lo espectacular, pero no dejando que sólo lo espectacular tenga todo el peso de la comunicación literaria.
Y especialmente cuando ahora pareciera que si las cosas no son divertidas, fáciles y espectaculares, entonces no valen la pena. Eso nos lleva a las constantes formas de explicar al mundo desde el hoy y el yo soy, eso nos aleja de cualquier complejidad, vista ahora al igual que el ocio, como un lastre de la productividad. Me gusta cuando alertas: Léase lento. ¿Las palabras también se metabolizan?
Pienso que la ficción es verdad, precisamente en la medida en la que la metabolizamos y termina formando parte de nuestro propio cuerpo, terminar por formar parte de nuestras sinapsis, de nuestras representaciones, de nuestras insatisfacciones, de nuestros complejos, de nuestros traumas, de nuestros deseos. La ficción es verdad porque forma parte del cuerpo. Leer para mí es una actividad intensa y es una actividad física igual que como decía Marguerite Duras: «Escribir es encarnizarse», que tu carne cristalice en el texto y tener la idea de que tu cuerpo es un texto, al mismo tiempo de que el texto es un cuerpo.
En Pequeñas mujeres Rojas, además de las sombras al estilo Juan Rulfo, y del “sistema nervioso” de Francis Bacon, tienes referencias a Dashiell Hammett y Graham Greene
Graham Greene está ahí porque es un escritor que habla de la resurrección de la carne. Yo acababa de leer una novela de Greene que se llama El final del affaire, que habla del milagro de la resurrección de la carne de uno de los personajes, pero lo que le interesa más allá de la resurrección católica, es que resucitar no solo tiene que ver con el espíritu, tiene que ver con la piel, tiene que ver con la carne, tiene que ver con la posibilidad del disfrute erótico y tiene que ver con esas cosas tangibles que antes mencionaba al hablar de la memoria. Entonces, esa corporeidad, esa sensorialidad es lo que a mí me hace remitirme a las narraciones de Graham Greene.
En el caso de Dashiell Hammett, la novela negra que a mí más me gusta y de la que yo he aprendido más cosas es Cosecha roja. Ahí Hammett cuenta la historia de una localidad que se llama Personville, que acaba cambiando su nombre por Poisonville, como consejo de la putrefacción y de la corrupción de un capitalismo salvaje que convierte a todos habitantes en seres mezquinos y depredadores. De la misma manera hay un guiño cómico y un homenaje en Pequeñas mujeres rojas, porque ese pueblo de la meseta Norte Castellana, que podría ser cualquier pueblo aunque no sea ninguno, un espacio mítico a la manera de Comala, se llama Azafrán, esa especia maravillosa con la que se hacen guisos sensacionales, se convierte en Azufrón, en referencia a ese azufre infernal, a esa boca del infierno en la que el silencio y la memoria mal digerida han convertido a el lugar. Y al fin y al cabo, es al centro del centro del infierno a dónde se dirige Paula Quiñones, la protagonista de la historia, la forastera que llega a al pueblo desconocido cuando va de cabeza al único lugar del pueblo adonde no debería ir, que es el hostal.
Alguna vez alguien me dijo que todo escritor tiene en su mesa de noche algunas obsesiones y un puñado de traumas y complejos con los que se la pasa el resto de su vida escribiendo.
Como todo ser humano, tengo mis fantasmas particulares. Y esos fantasmas se te van colando de unas novelas a otras. Es verdad que en Pequeñas mujeres rojas reconozco ciertos conflictos que vivía cuando era una niña, que he vivido de adolescente y que ahora en mi madurez me acompañan. Igual que en todas las novelas, yo aprecio que hay un proceso, por una parte una especie de introspección, de reflexión sobre lo que pienso de la realidad, de la literatura, de la conexión de la realidad con la literatura, de tu propia vida, de lo que te duele; pero al mismo tiempo hay una enajenación, porque a través de los personajes y esas ficciones que son verdad, porque las vamos metabolizando, tienes la capacidad para ver la realidad a través de otros ojos que no son exactamente los tuyos y aprender cosas. Yo creo que quiénes escribimos, también estamos inmersos en un proceso constante de aprendizaje y que eso lo nota quién lee. Ese estímulo, esa curiosidad, al final, pasan de quién escribe a quién lee.
Ahora me siento feliz y, al mismo tiempo, me siento muy cansada, porque la escritura de este libro ha sido muy exigente, de verdad. Por el esfuerzo hecho desde el punto de vista físico y personal, para hacer un ejercicio de memoria en el que he tenido que posicionarme frente a la realidad que ahora estamos viviendo en España. Me siento muy cansada, pero al mismo tiempo estoy contenta, porque he recibido lecturas muy gratificantes y eso me hace muy feliz.