«Todos los días atrás» (Fragmento)

Una vuelta al primer libro de Antonio Ramos Revillas. Cuentos que apuntalan su voz narrativa y en donde caben Ana Guevara, oficinistas y aspiracionistas

Ciudad de México (N22/Redacción).- En 2013 Antonio Ramos Revillas escribió en una columna en la revista Letras Libres:

«No suelo tomar notas que me sirvan para escribir un relato a futuro y cada cierto tiempo borro de mi computadora cuentos fallidos y novelas inconclusas. Desde que era adolescente le tengo amor al fuego que se produce con los escritos propios. Mis primeros cuentos se volvieron cenizas en el patio de mi casa.»

Editorial Argonáutica nos comparte un fragmento de Todos los días atrás, el que fue el primero libro del escritor regiomontano, que ahora publican en edición bilingüe con la traducción de Kimrey Anna Batts.

Ver las nubes

—Protégeme este día —dijo Perla en voz baja. Quiso ver bien en la penumbra y cuando sus ojos se acostumbraron encontró el calendario con la imagen impresa de unas nubes grises empotrado debajo del altar del san Judas Tadeo.

Cuando se levantó, el frío en la casa se le pegó al cuello.

—Y no me hagas cometer locuras —agregó.

Hoy tocaba visitar a Ignacio. Se calzó las sandalias gastadas, fue hasta el ropero y sacó el vestido verde que tanto le gustaba, uno con el que se veía más bonita y joven porque se le ajustaba perfecto a las caderas, por la caída de las volandas, porque el escote no era tan amplio, pero tampoco tan recatado; porque el vestido casi era nuevo de las pocas veces que lo usaba. De reojo cuidaba el sueño del niño y avistaba hacia la puerta esperando que alguien tocara. Lo vio moverse bajo las sábanas. En otras ocasiones el sueño del hijo la tranquilizaba.

Sacó el vestido del gancho y fue a plancharlo. Después calentó agua en una olla y cuando preparó café el aroma de la vida con Ignacio flotó en el cuarto. Fue a la mesa y sumergió una concha de vainilla en la taza. La dejó ahí hasta que el pan mojado se desprendió del pan seco y desayunó mientras esperaba. Se mecía la madrugada en la calle y el silencio atravesaba los muros de la casa, rompiéndose frente a ella, frente al vestido verde que había adquirido otra tonalidad en la madrugada, un cambio que le sentaba mal y lo volvía pardo, sin vida.

Fue a acomodarlo y lo extendió sobre una silla. Aburrida pero aún sin sueño, caminó a la ventana y deslizó un poco la cortina. Su aliento mojaba el vidrio. En la calle, las farolas encendidas alumbraban a los obreros camino a la fábrica de Axa Yazaki. Pasaban los hombres con rapidez bajo la luz cálida de las farolas y se perdían de nueva cuenta en la madrugada. A veces ladraban los perros y el ladrido se pegaba al aire.

Durante la semana el nombre y la imagen de su esposo la atormentaban. Lo recordaba en momentos insospechados: Ignacio con el niño recién nacido; recostado en la cama mientras veía la televisión; Ignacio esperándola en la mesa, las manos juntas. A veces ella tarareaba una canción cuyas notas silbaban en sus labios contra su deseo. Volvió a la mesa y cuando se sentó quiso escuchar algo distinto, un sonido nuevo; quiso levantarse, irse a la cama; no detenerse en nada ni por nadie; no ir a ningún lado. Luego pensó en el niño. Aún lograba recordar esos primeros días sin Ignacio. La casa se había sumido en un callada sordidez que no encontraba acomodo entre los muebles. Los vecinos habían marcado un cerco frente a ella pero con los días volvieron a hablarle, a preocuparse por el pequeño. Un día, Perla fue a la fábrica a solicitar el trabajo que había abandonado cuando recién había sucedido lo de Ignacio, pero el de recursos humanos se lo negó. «Usted no hizo nada malo —le dijo—, pero preferimos no incluirla en nuestro personal». Ahora sobrevivía con la costura. Los retazos se apilaban junto a la Singer.

El niño se movió en la cama y el vestido verde doblado sobre la silla recobró por momentos la luz de siempre. Casi brillaba en las sombras con el recuerdo de una juventud inmortal, con la fuerza de las promesas inalterables. Se quedó mirándolo un momento hasta que el golpe en la puerta la trajo a la realidad. Nerviosa, caminó hasta ella y asomó el rostro por la ventana. Encontró a Marcial.

—Hoy vas, ¿verdad? —dijo el hombre. Vestía el uniforme de la fábrica y debajo del brazo llevaba una bolsa de papel con el almuerzo caliente.

—Sí.

—¿Le dirás? —preguntó Marcial y después su mano hizo un intento por acariciar la piel de Perla a pesar del vidrio de la ventana.

—No sé.

—No volveré a tocar esta puerta. Dime ahorita.

—Si te gusto, volverás.

Cuando el sol salió Perla despertó al niño. Mientras lo vestía, buscó con la mirada el almanaque con ese cielo azul y aquellas nubes gordas, ahora blancas gracias a la luz. El cielo la descorazonó. Nubes tan irreales, gordas, blancas, debían ser falsas. Volvió a ver el altar. La vela se había apagado. Le preparó al niño unos huevos que chisporrotearon en el sartén con aroma alegre. Perla entró al baño mientras el niño almorzaba y cuando salió llevaba puesto el vestido verde, impecable. En el bolso el calendario con las nubes.

Salieron sin prisa y abordaron un camión. La ciudad le produjo hastío. El camión atravesó un terreno descampado y al fondo Perla observó las torres de la fábrica y tras ella la colonia en donde vivía; casas puestas ahí sin orden, siempre a medio construir. En la calle los puestos de tacos; el voceador; los portones de las escuelas, ruidosos entre semana, con gritos infantiles hoy apagados animaban una vida que se le antojó distante.

Perla miró el cielo despejado y por momentos, un instante quizá, Ignacio apareció y desapareció ante el embate de las palabras que Marcial le había dicho antes de irse.

—Ignacio está en la cárcel y no saldrá por mucho tiempo. Le van a dar muchos años por lo que hizo. Vente conmigo. El niño necesita un padre.

—El niño tiene su padre —le contestó—; mejor dime que tú necesitas una mujer.

En el centro abordaron el camión a la penitenciaria. Tras los vidrios sucios el sol calentó el interior del viejo Dina. Perla abrió la ventana y sacó un brazo sin dejar de ver el cielo azul y aquellas nubes blancas que semejaban una colcha lisa a punto de abrigar la tierra.

Bajaron frente a un edificio viejo con una explanada vacía y atrás de ella se erguían las paredes del penal. Coronaban los muros una alambrada y seis torres gruesas como puños. En la puerta principal se arremolinaban las mujeres. Aquí se detiene la vida, le dijeron una vez, en estas puertas. Por un momento le dio pánico imaginarse como una mujer flaca, avejentada, con la ilusión de la libertad y apretó los bordes del vestido para tranquilizarse. No se consideraba una mujer fea. No era alta pero tampoco chaparra. A veces, se sorprendía frente al espejo mirándose. Le alegraba su piel morena, los senos medianos, los pezones chiquitos y cobrizos; sus nalgas firmes y no tan grandes, su cadera líquida para las manos precisas. Le gustaba su vientre un tanto ovalado. Quizá cambiaría la nariz achatada por una más recta. Evocó a Marcial y recordó cómo le gustaba la forma en que la espiaba; sin perder ningún movimiento, ningún paso, recogiendo con los ojos su contoneo cuando estaban en la línea de ensamble, intuyendo su cuerpo a pesar del mono de trabajo café y mecánico.

Le hartaba la rudeza de la inspección. Las manos cicatrizadas por peleas y trabajos, con olor a pistolas y barrotes, examinaban al niño con una rudeza exhaustiva. Pasaron a una sala común donde los familiares aguardaban la salida de los presos. Se movió el labio, se alisó el vestido en cuanto Ignacio atravesó la puerta y Perla soltó al niño quien corrió hacia su padre.

—No viniste el domingo pasado.

—No pude, el niño se enfermó.

—Ah —dijo el hombre y pasó una mano sobre la cabeza del pequeño—. Por eso fue.

—Sí, por eso.

Ignacio apoyó la espalda en la silla y observó el escote del vestido verde.

—Le dije a Néstor, y su mamá nos puede cuidar al niño un ratito. Ya separé un lugar. Perla inclinó el rostro y extrajo el almanaque con la imagen del cielo. Lo extendió sobre la mesa.

—Te traje esto —le dijo y le acercó el papel—, ya no quiero ver más nubes.

Las nubes rabiosamente blancas iluminaron sus ojos. Pegados a ese cielo en el calendario, Ignacio contó los domingos marcados con rojo desde octubre hasta diciembre.

—A lo mejor a ti te da confianza ese cielo. A mí ya no —dijo ella.

—Ah. Ignacio devolvió el papel al centro de la mesa.

—Marcial quiere que me vaya con él. La tensión se volvió irrespirable mientras el bullicio en la sala inundaba los oídos de ambos como un clamor lejano, de otras vidas chocando contra ellos, traídas, llevadas igual a las palomas que se posaban en el ventanal enrejado.

—Dice que vas a estar aquí por mucho tiempo y él quiere ser el papá del niño. Me pregunta cómo puedo seguir contigo después de lo que hiciste.

Las nubes en el papel excedían los bordes e invadían la mesa, caían por las faldas, resbalaban hasta las bastillas. Ignacio estaba rojo, su respiración se había vuelto agitada. Había cerrado los puños conforme escuchaba a Perla pero no hizo nada aunque todo él semejaba un toro a punto de dar una embestida. Solo tomó la mano de Perla entre las suyas y la dejó ahí. Las manos la quemaban. El niño se mantuvo serio.

—Vino un abogado a verme. Me puede sacar en unos meses. Los cargos pueden disminuir. Dice que tengo una oportunidad y el patrón no me va a dejar morir solo. Nada más hay que tener una ilusión. Acá adentro tengo quien me cuide. ¿Aún tienes el san Judas Tadeo?

Inoportunas, las palabras comenzaron a derrumbar los argumentos de Perla. ¿Y si sale? ¿Y si Marcial se cansa? ¿Y si me vuelvo fea, gorda? ¿Y si Marcial no trata bien a mi hijo? Se sintió minúscula frente al hombre y recordó que era una mujer sola con un niño a quien alimentar, con un esposo que no tardaría en salir de la cárcel.

—Me acuerdo de ti todos los días —dijo Ignacio.

Luego le recordó el nacimiento del niño, la noche cuando la vio por primera vez en la fábrica, aquel viaje a Tampico. La esperanza dentro de ella comenzó a abarcarla, extendiéndose como el cielo y las nubes del almanaque.

El niño tenía a su padre. Ella tenía a su marido.

—¿Y qué bronca con Marcial? —preguntó Ignacio con aplomo cuando la visita terminó.

—Vine a verte ¿no? —y ella apretó las manos de él, confiada.

—Se te ve muy bonito ese vestido. El calendario volvió con ella y se sintió tranquila al tenerlo otra vez a su resguardo. Camino a casa, el cielo grabado en el papel desbordaba la bolsa del vestido. Cuando entró al vecindario con el sol del atardecer en la espalda y cerró la puerta toda la fe desapareció. El calendario regresó a su sitio con los domingos faltantes del mes y del año rodeados por un halo rojo. Contó las fechas restantes y se dijo que debía comprar el próximo calendario y conforme añadía domingo tras domingo el fastidio la anegó. Esto nunca va a acabar, se dijo. Bajó con lentitud el cierre y recordó que con ese vestido siempre se veía bonita. Iba a mudarse de ropa cuando tocaron a la puerta. Se quedó inmóvil mientras los golpes se volvían insistentes, como latidos desbocados. El santo permanecía escondido. El niño jugaba debajo del nicho con una grúa y la miró sin decirle nada, esperando una indicación. Cuando dejaron de tocar sintió que perdía algo. Iba a sentarse, luego a encender la vela a san Judas cuando gritaron:

—¡Perla! —y la voz venía desde el fondo del cielo, desde las noches con insomnio, desde el periódico donde aparecía Ignacio cuando lo capturaron y le alborotaba la sangre.

—¿Abro, mamá? —le dijo el pequeño. Aún sin saber qué responder Perla bajó la vista y se encontró ante el espejo largo de la cómoda: en realidad se le veía bien ese vestido.