«Kentukis» (fragmento)

Uno de los capítulos que integran la segunda novela de la escritora argentina Samanta Schweblin. Un serie de historias sobre la pertenencia, geografías lejanas y la modificación de las relaciones a través de la tecnología

Ciudad de México (N22/Redacción).- Hace poco tuvimos la oportunidad de charlar, vía mail, con la escritora Samanta Scheweblin sobre Kentukis (2018), su novela más reciente [la entrevista completa se puede leer aquí], en ésta, se abordó el tema de la pertenencia y el poder de conexión de las redes sociales, o desconexión, también, donde nos dijo:

«Sí, supongo que hay necesidad de conexión digital porque nos falta conexión en la vida real. Pero quizá también pensar esto sea un lugar común, no sé. Yo no podría tener la conexión que tengo con Argentina, con los amigos y la familia, si no fuera por las redes. También pienso en los chicos, los que hoy van al colegio y en la tarde siguen conectados con sus amigos de manera digital. Me parece que también se construye una red de pensamientos inmediatos muy potente, todo se juzga en vivo y de manera grupal. Es fuerte, es peligroso, no digo que no, pero también es interesante. Podría ser algo muy poderoso si las nuevas generaciones usaran estas herramientas de maneras inteligentes.»

A continuación compartimos un fragmento de esta novela publicada por Random House.

***

En la pantalla apareció un recuadro. Reclamaba el número de serie y Emilia suspiró y se acomodó en su silla de mimbre. Requerimientos como ese era lo que más la desquiciaba. Al menos su hijo no estaba ahí, marcándole en silencio el paso del tiempo mientras ella buscaba sus anteojos para revisar otra vez las instrucciones. Sentada en el escritorio del pasillo, se enderezó en la silla para aliviar el dolor de espalda. Inspiró profundamente, exhaló y, verificando cada dígito, ingresó el código de la tarjeta. Sabía que su hijo no tenía tiempo para hacer tonterías, y aun así se lo imaginó espiándola desde alguna cámara oculta en el pasillo, padeciendo su ineficiencia desde esa oficina de Hong Kong, tal como lo hubiera hecho su marido si todavía estuviera vivo.
Después de vender el último regalo que su hijo le había mandado, Emilia pagó las expensas atrasadas del departamento. No entendía mucho de relojes, ni de carteras de diseño, ni de zapatillas deportivas, pero había vivido lo suficiente para saber que cualquier cosa envuelta en más de dos texturas de celofán, entregada en cajas afelpadas, y contra firma y documento, valía lo suficiente para saldar sus deudas de jubilada y dejaba muy en claro lo poco que sabía un hijo sobre su madre. Le habían sacado al hijo pródigo en cuanto el chico cumplió los diecinueve años, seduciéndolo con sueldos obscenos y llevándolo de acá para allá. Ya nadie iba a devolvérselo, y Emilia todavía no había decidido a quién echarle la culpa.

La pantalla volvió a parpadear, «Número de serie aceptado». No tenía una computadora último modelo pero le alcanzaba para el uso que le daba. El segundo mensaje decía «conexión de kentuki establecida», y enseguida se abrió un programa nuevo. Emilia frunció el ceño ¿de qué servían esos mensajes si eran indescifrables? La enervaban, y casi siempre estaban relacionados con los dispositivos que le enviaba su hijo. Para qué perder tiempo tratando de entender aparatos que nunca volvería a usar, eso era lo que se preguntaba cada vez. Miró la hora. Ya eran casi las seis. El chico llamaría para preguntar qué le había parecido el regalo así que hizo un último esfuerzo por concentrarse. En la pantalla el programa mostraba ahora un teclado de controles, como cuando jugaba a la batalla naval en el teléfono de su hijo, antes de que esa gente de Hong Kong se lo llevara. Por sobre los controles una alerta proponía la acción «despertar». La seleccionó. Un video ocupó gran parte de la pantalla y el teclado de controles quedó resumido a los lados, simplificado en pequeños íconos. En el video, Emilia vio la cocina de una casa. Se preguntó si podría tratarse del departamento de su hijo, aunque no era su estilo y el chico nunca tendría el lugar tan desordenado ni sobrecargado de cosas. Había revistas en la mesa debajo de algunas cervezas, tazas y platos sucios. Detrás, la cocina abierta a un living pequeño, en iguales condiciones.

Se oyó un murmullo suave, como un canto, y Emilia se acercó a la pantalla para intentar entender. Sus parlantes eran viejos y ruidosos. El sonido se repitió y descubrió que en realidad se trataba de una voz femenina: le estaban hablando en otro idioma y no comprendía ni una palabra. Emilia sabía inglés –si le hablaban despacio–, pero eso no sonaba a inglés para nada. Entonces apareció alguien en la pantalla, era una chica y llevaba el pelo claro y húmedo.

La chica volvió a hablar y el programa preguntó con otro recuadro si debía habilitarse el traductor. Emilia aceptó el recuadro, seleccionó «Spanish» y, cuando la chica le habló, otra vez un subtítulo escribió sobre la imagen:

«¿Me escuchas? ¿Me ves?».

Emilia sonrió. En su pantalla la vio acercarse aún más.
Tenía ojos celestes, un anillo en la nariz que no le quedaba
nada bien, y un gesto concentrado, como si ella también
tuviera dudas sobre lo que estaba pasando.

Yes –dijo Emilia.

Fue todo lo que se animó a decir. Es como hablar por Skype, pensó. Se preguntó si su hijo la conocería y rezó para que no fuera su novia porque, en general, ella no se llevaba bien con las mujeres demasiado escotadas, y no era prejuicio, eran sesenta y cuatro años de experiencia.

–Hola –dijo, solo para comprobar que la chica no podía
oírla.

La chica abrió un manual del tamaño de sus manos, lo acercó mucho a su cara y se quedó leyendo un momento. Quizá usara anteojos pero le diera vergüenza ponérselos frente a la cámara. Emilia todavía no entendía de qué se trataba eso, aunque tenía que aceptar que empezaba a sentir cierta curiosidad. La chica leía y asentía, espiándola cada tanto por sobre el manual. Al fin pareció haber tomado una decisión, bajó el manual y habló en su idioma inentendible. El traductor escribió sobre la pantalla:

«Cierra los ojos».

La orden la sorprendió, Emilia se enderezó en su asiento. Cerró los ojos un momento y contó hasta diez. Cuando los abrió la chica todavía la miraba, como esperando algún tipo de reacción. Entonces vio en la pantalla de su controlador una nueva ventana que, servicial, ofrecía la opción
«dormir». ¿Tendría el programa un detector sonoro de instrucciones? Emilia seleccionó la opción y la pantalla quedó a oscuras. Oyó a la chica festejar y aplaudir, volver a hablarle. El traductor escribió:

«¡Ábrelos! ¡Ábrelos!».

El controlador le ofreció una nueva opción: «despertar». Cuando Emilia la seleccionó el video volvió a encenderse. La chica sonreía a cámara. Es una estupidez, pensó Emilia, aunque reconoció que tenía su gracia. Había algo emocionante y todavía no alcanzaba a entender exactamente qué. Seleccionó «avanzar» y la cámara se movió unos centímetros hacia la chica, que sonrió divertida. La vio acercar el dedo índice despacio, muy despacio hasta casi tocar la pantalla, y la volvió a oír hablar.

«Estoy tocando tu nariz.»

Las letras del traductor eran grandes y amarillas, podía verlas con comodidad. Accionó «retroceder» y la chica repitió el gesto, notablemente intrigada. Era clarísimo que también era la primera vez para ella, y que de ninguna manera estaba juzgándola por su falta de conocimiento. Compartían la sorpresa de una experiencia nueva y eso le gustó. Volvió a retroceder, la cámara se alejó y la chica aplaudió.

«Espera.»

Emilia esperó. La chica se alejó y ella aprovechó para accionar «izquierda». La cámara giró y así vio mejor lo pequeño que era el departamento: un sofá y una puerta al pasillo. La chica volvió a hablar, ya no estaba en cuadro pero el traductor la transcribió de todas formas al español:

«Esta eres tú».

Emilia giró hasta su posición original y ahí estaba otra vez la chica. Sostenía una caja a la altura de la cámara, de unos cuarenta centímetros. La tapa estaba abierta y decía «kentuki». Emilia tardó en entender lo que veía. El frente de la caja era casi todo de celofán transparente, podía verse que estaba vacía, y en los lados había fotos de perfil, de frente y de espaldas de un peluche rosa y negro, un conejo rosa y negro que se parecía más a una sandía que a un conejo. Con sus ojos saltones y dos largas orejas adosadas en la parte superior. Una hebilla con forma de hueso las unía, manteniéndolas erguidas unos pocos centímetros, y luego caían lánguidas, a los lados.

«Eres una linda conejita –dijo la chica–. ¿Te gustan los conejitos?»