Hija de Edipo

«Frédéric Gross desmitifica todas nuestras razones para acatar las normas…», un fragmento del libro Desobedecer, publicado por Taurus, que defiende la transgresión y la desobediencia civil como caminos para reafirmar nuestra humanidad

 

«Antígona hace que sintamos ese riesgo de la desobediencia: se desata algo salvaje, incontrolable.»

 

Antígona, la pequeña, la frágil Antígona, delgada, obstinada, ¿no debería precisamente haber dado muestra de esa obediencia de subordinación, de esa docilidad respetuosa a su tío Creonte?

Es imposible pasar por alto a Antígona, no sacar a relucir el icono cultural de la rebelión, el símbolo de la protesta intempestiva, la mujer emblemática y rebelde, el personaje que representa para nosotros la desobediencia orgullosa, pública, insolente.[1] Como tantas veces se ha dicho, escrito, repetido, la historia de Antígona es una pura creación teatral. Los textos mitológicos mencionan a la joven como hija de Edipo, pero solo por encima, sin dar más detalles. Fueron Esquilo (Los siete contra Tebas), Eurípides y sobre todo Sófocles quienes le dieron consistencia. Gracias a ellos se ha convertido para nosotros en la heroína de la desobediencia.

Sófocles escribió su Antígona en 441 a.C., diez años antes que Edipo rey. La tragedia del padre sucede, en el tiempo de la escritura, a la de la hija. En esta obra Sófocles crea una identidad: la joven virgen, enamorada, intransigente, prometida a Hemón, el hijo de Creonte. Y sobre todo cristaliza la trama: Antígona, después de que sus dos hermanos, Eteocles y Polinices, se maten entre ellos al pie de las murallas de Tebas, incumple la prohibición del rey recién nombrado. Creonte, su tío, que reina en la ciudad tras la muerte de los hermanos, ha prohibido que se dé sepultura a Polinices, señalado como el traidor, el renegado, el alborotador —era él quien había asediado la ciudad gobernada por su hermano—. Al otro, Eteocles, se le reservaron honras fúnebres suntuosas, «nacionales».

Tebas, ciudad de polvo y sangre, ciudad de reyes complicados, ciudad asolada a cada poco por la muerte, la enfermedad, la peste, la locura de sus príncipes o de sus reinas, sometida largos años a la Esfinge hasta ser liberada por Edipo. Ciudad maldita, pues, Tebas vio enfrentarse en sus puertas a los hermanos enemigos con sus respectivos ejércitos, les vio morir a ambos, bajo su muralla, cada uno a manos del otro. Creonte toma esta primera medida: prohíbe que el cadáver del hermano maldito (el traidor) se entierre y ante él se pronuncien las oraciones rituales. ¡Que el cadáver se pudra al sol, que alimente a las aves, que sea una herida atroz a la luz del día!

La tragedia comienza con la decisión de Antígona: enterrar a su hermano, como exige la moral familiar, cubrir su cuerpo con tierra, practicar los ritos ancestrales, para que su doble espiritual pueda tener paz en el país de los muertos. O sea, infringir la prohibición. Al menos en dos ocasiones, delante de los soldados que montan guardia junto al cuerpo, la insolente muchacha araña con sus uñas frágiles la tierra árida para arrancarle con qué hacerle a su hermano un manto de polvo. Dos veces hace el gesto prohibido. La criminal, de inmediato descubierta y apresada, es conducida ante el nuevo tirano de Tebas que descubre, con espanto, la traición en su propia parentela: su sobrina, la hija de Edipo.

Creonte le pregunta a Antígona si reconoce la «paternidad» de su gesto. Esta escena de confrontación pública (vv. 444- 525) es la fuente inagotable para la reflexión sobre la desobediencia pública.

Ante la determinación agresiva y pública de la virgen, la única salida que le queda a Creonte si quiere mantener su autoridad es una condena capital. Decide un ajusticiamiento paradójico: Antígona deberá agonizar lentamente bajo tierra. La que no había querido que el cadáver de su hermano permaneciera con su frialdad bajo la luz del día es condenada a ser enterrada viva.

El final es conocido: Antígona, secuestrada, se ahorca en su propia tumba. Su prometido Hemón, hijo de Creonte, maldiciendo a su propio padre, se clava un cuchillo en el pecho. Eurídice, su madre —y esposa de Creonte— no tarda en reunírseles en la muerte. Y Creonte, tirano paradójico, acaba solo, solo con su ley, con su decreto irrisorio, con su poder y su desesperación.

La tragedia es inmensa, la trama impecable, todos los personajes están bien perfilados, con una identidad trepidante —también habría que hablar de Ismena, hermana de Antígona, la mesurada, la prudente; de Tiresias, el adivino…—. Inmensa tragedia que no dejaría de motivar copias y versiones: en pleno episodio de las guerras de religión Antigone ou la piété de Robert Garnier (1580), y la de Jean de Rotrou medio siglo después. Y es con ella con la que empieza Racine cuando escribe su primera obra teatral (La Tebaida, 1664). En el siglo XX volvemos a encontrar a «las Antígonas» (según la expresión de George Steiner) de Jean Cocteau (1922), de Bertolt Brecht (1948) y de Jean Anouilh, cuya obra, representada en plena ocupación alemana (1944), lleva a la escena a la que Lacan llamaría «la pequeña fascista».

Reescrituras perpetuas, actualizaciones incesantes: François Ost ha escrito una Antigone voilée. Una y otra vez se vuelve a representar el juicio, el destino, se renueva la identidad de Antígona.

A las incontables versiones escritas hay que añadir un sinfín de comentarios, lecturas, interpretaciones, decisiones conceptuales y montajes teóricos. De Antígona se han ocupado grandes mentes pensantes, espíritus exaltados e intelectuales brillantes, de Hegel a Butler [2], de Hölderlin a Lacan, pasando por Kierkegaard (O lo uno o lo otro), Heidegger, Derrida (Glas), etc.

Pero aquí debemos centrarnos en la escena, la escena de la desobediencia, lo suficiente para analizar sus elementos. Creonte empieza preguntándole a Antígona «si ella sabía», si ella conocía la prohibición. El tirano es astuto, echa un cable: el bando se ha publicado a primera hora de la mañana y es posible que la muchacha no lo haya oído; basta con que ella diga que no para que todo vuelva a estar en orden y entonces Creonte, con buenas, sólidas e hipócritas excusas… Me parece estar oyendo cómo se dice para sus adentros: la pequeña insensata que ha traído ante mí la guardia quería hacerse la lista, pero al oír mi vozarrón ha calibrado el alcance de su infracción, la gravedad de la amenaza, y se echará atrás como una niña culpable: «No lo sabía, querido tío, lo siento, si lo hubiera sabido te aseguro que…».

Pero no, la respuesta es tajante: ¿que si conocía la prohibición? ¿Cómo habría podido desconocerla?, contesta Antígona: era pública, perfectamente clara. Creonte reacciona como un macho herido en su virilidad, como un jefezuelo al que se discute su autoridad. Lo convierte en un asunto personal, todo lo remite a sí mismo: ¡Has osado incumplir mi ley, mi decreto, mi prohibición! Lo sabías y, sin embargo, has osado desafiarme, pequeña insolente, inconsciente y jactanciosa.

Entonces, Antígona pronuncia la réplica que citan a coro los teóricos de la desobediencia civil. Es una respuesta en dos partes. En primer lugar, dice Antígona, tus bandos miserables, tus decretos inmisericordes, politiqueros, oportunistas, carecen de fundamento, están injustificados, no obedecen a ninguna legitimidad fundamental. En segundo lugar, contradicen leyes superiores, leyes no escritas, eternas, entre las que está la obligación de enterrar a los muertos, de dar sepultura a un hermano, para que su espíritu tenga acogida en el mundo de los muertos y encuentre allí reposo.

 

CREONTE ¿Sabías que estaba pregonada la prohibición de hacer eso?

ANTÍGONA Los sabía, ¿cómo no iba a saberlo? Era bien clara.

CREONTE Y aun así, ¿te atreviste a transgredir esa ley?

ANTÍGONA No fue Zeus quien dio ese bando, ni la Justicia que comparte su morada con los dioses infernales definió semejantes leyes entre los hombres. Ni tampoco creía yo que tuvieran tal fuerza tus pregones como para poder transgredir, siendo mortal, las leyes no escritas y firmes de los dioses. Pues su vigencia no viene de ayer ni de hoy, sino de siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron. De su incumplimiento no iba yo, por temor al capricho de hombre alguno, a recibir castigo entre los dioses. Que iba a morir, ya lo sabía —¡cómo no!—, aunque tú no lo hubieras prevenido en tu proclama.[3]

 

Legalidad contra legitimidad. El bando de Creonte solo tiene la forma exterior de una ley, pero su contenido le hace perder todo su prestigio. Antígona está en una encrucijada: o bien obedece a Creonte (lo cual la obliga a traicionar los deberes familiares, a mancillar su alma y a insultar la memoria de sus ancestros, exponiéndose a la venganza de los dioses), o bien cumple las reglas sagradas, lo que significa transgredir las órdenes del nuevo rey, despreciar el orden público, exponiéndose al sufrimiento y la muerte. ¿Qué debe temer? ¿El castigo de los hombres o la venganza de los dioses? Antígona elige desobedecer, pero esta desobediencia es la otra cara de una obediencia superior. Se dice a sí misma: obedezco, yo soy realmente respetuosa, sumisa, atenta, pero obedezco las leyes eternas de la familia, las prescripciones inmemoriales.

He aquí una primera estructura: Antígona no desobedece por capricho, por insolencia ni tampoco por locura, interés o cálculo —y bien que intenta Creonte atribuirle esas causas a su rebeldía para quedarse más tranquilo, y por eso pregunta al coro de ciudadanos reunidos: Decidme, ¿está loca o se trata de un ardid suyo para socavar solapadamente mi poder? Mas no. Antígona se limita a obedecer, pero a unas leyes cuya legitimidad eterna está por encima de las pobres leyes frágiles, transitorias, de los hombres.

Creonte ha caído en la trampa de las respuestas de su sobrina. Pero en realidad, ¿qué otra cosa podía hacer? Sorprendida en flagrante delito, apresada por unos guardias que habían sido sospechosos del crimen y, al hallar a la culpable, han podido demostrar su inocencia, Antígona asume orgullosamente su crimen… Creonte no tiene más remedio que ceder y condenarla a muerte. Antígona no cede, ella es la que no cede jamás.[4]

Desde la primera representación, la obra tuvo un enorme éxito popular. Al año siguiente los atenienses eligieron estratega a Sófocles. Antígona se convirtió en la obra maestra de la desobediencia trágica. Pero ¿qué sentido debemos dar al epíteto «trágica»? ¿En qué caja de resonancia vibran las cuerdas de la rebelión de Antígona?

El primer error sería confundir lo «trágico» con el drama patético de la derrota anunciada, en el fondo algo cansina, de la pureza frente al cinismo político. Ingenuidad recurrente: leer Antígona como el drama del ideal moral sacrificado a la política, del impulso generoso que choca con la roca del poder frío, imaginarse a Creonte como un tirano de corazón duro y a Antígona como una virgen fraternal. Y lo trágico, entonces, sería ver cómo la maldad política aplasta la bondad moral.

Las grandes lecturas de Antígona rechazan esta reducción de lo trágico a lo patético. Conciben por lo menos tres enfoques, tres atmósferas que, en cada caso, dan un significado singular al gesto de la joven.

Para Hegel, en su Fenomenología [5], lo verdaderamente trágico de Antígona es el conflicto entre dos pretensiones iguales, el choque frontal de dos sistemas de valores legítimos, justos e incluso complementarios. La confrontación crea un equilibrio terrible: no hay modo de tomar partido, de dar la razón a uno de los dos. La tragedia es la necesidad unida a la imposibilidad de elegir. En Antígona el enfrentamiento no es entre unos cálculos politiqueros sórdidos, oscuros, y la transparencia sagrada de las leyes divinas. Es un enfrentamiento entre la familia y la ciudad. A un lado, la luz de la ley pública, el orden visible de la ciudad y sus exigencias; al otro, los imperativos rigurosos de la familia, la sangre y la tierra. En el hogar se alimenta, se protege, se celebran ritos, se tejen vínculos y continuidades. La familia envía a sus hijos varones a vivir bajo la luz pública, donde luchan y mueren. Luego los recupera y, al enterrarlos, vuelve a coserlos en su trama de sombra. La ciudad, por su parte, expone a sus súbditos al aprendizaje de las ambiciones, las rivalidades, los rangos, que convierten al individuo en un personaje público.

El día y la noche; el hombre y la mujer; lo de fuera y lo de dentro; lo público y lo privado… Por un lado, el día resplandeciente de decisiones, cálculos y distinciones. Por otro, la noche cálida y negra de la muerte y el deber. El momento trágico es cuando la noche y el día se equilibran en el enfrentamiento, en la antítesis, en vez de sucederse sin más. Es cuando unos fragmentos de noche cortan y hieren el día, cuando las espadas del día hienden la carne de la noche. Como el cadáver de Polinices, cuerpo muerto recluido en su noche pero expuesto al sol griego, o —figura inversa— el cuerpo virgen y vivo de Antígona enterrada.

Si hay situación trágica es porque esta oposición no simboliza la antinomia de los valores (lo justo y lo injusto, el bien y el mal). Antígona y Creonte representan dos pretensiones equivalentes. Creonte representa el papel del macho y de la luz. Creonte es el hombre maduro, responsable, que tiene a su cargo el orden y la defensa de la ciudad. Realista implacable. Luz de lo público, claridad del día, transparencia del ágora. Creonte es el representante de la ciudad y sus leyes, de la segmentación y la frustración necesarias. Hablar, dar órdenes, hacer distinciones. El día divide, rompe las continuidades, segrega a los seres, recorta formas, separa a los individuos. Por ejemplo: los amigos y los enemigos; los amos y los esclavos; el hombre y la mujer. Creonte siempre tiene en su boca estos pares de contrarios: tú eres la mujer y la sirvienta, yo soy el hombre y el jefe; tú eres la loca y yo soy el hombre razonable; tu primer hermano, Eteocles, era el aliado justo, legítimo, mientras que Polinices era el traidor, el impío, el enemigo. Y hace siempre una pregunta, la única, a los guardias, a Ismena la hermana e incluso a su propio hijo: ¿de qué lado estás? Creonte es el hombre de la separación, del corte, de las antinomias. En su diálogo con Antígona, es el que juzga, el que contrasta. El enemigo es lo contrario del amigo. Creonte es un obseso de las designaciones. El lenguaje, en su caso, no es algo que sirve para gritar, llorar o cantar, sino para poner orden, clasificar y separar. Reinar es hablar, y hablar es separar.

A lo que Antígona replica: ¿esas etiquetas siguen teniendo algún valor con los muertos?

Antígona es la mujer y la virgen. Representa las continuidades familiares. Un solo hilo une a dos seres irrefutables en una sola noche: noche de la muerte, noche de la sangre, noche del amor. Antígona es la pasión por las equivalencias: un hermano es un hermano. Guardiana de las transmisiones, celebra ritos, entrega a la tierra como otras dan a luz. Pasión por las fusiones. Antígona grita con la misma vehemencia que está hecha para amar y está hecha para morir.[6] Cada palabra suya es un clamor. Lo que lleva en sí, lo que defiende, son leyes eternas, definitivas, sin memoria ni edad. No es el orden público, no es lo jurídico con sus distinciones minuciosas, sino lo religioso familiar estructurado por prohibiciones inmemoriales, tabúes imprescriptibles, deberes sagrados.

Ahora bien: según esta primera interpretación, conviene recordar que Antígona obedece. Lo que la enfrenta a Creonte no es el ardor de una provocación ni el prurito de las transgresiones insolentes, sino su subordinación, su respeto a las leyes de la noche y la continuidad. Si solo hubiera sido una chiquilla insolente que jugaba con la autoridad de su tío… Pero no, es otra cosa: ella alega su deber, su sentido de lo sagrado, su piedad.

Hölderlin hace una lectura diferente de la obra de Sófocles.[7] Lo que él llama «trágico» no es el choque de legitimidades, sino algo que designa poéticamente como el «alejamiento de los dioses». Lo que plantea Hölderlin es la tragedia del «ateísmo» en un sentido particular: el ateo no es el que niega a Dios o el que no cree en él. El ateo es más bien el que ya no cree en Dios, el que está privado de su presencia, de su respaldo. A-theos: se ha quedado sin Dios. Esa es la condición trágica de Antígona: a riesgo de su vida, de su aliento, asegura a su hermano los rituales obligatorios, las prescripciones sagradas. Pero ¿quién sabe si los dioses se lo agradecen? ¿Quién sabe si no se han apartado de esa familia maldita, convirtiendo sus invocaciones en gritos estériles, sus ritos en gestos inútiles? Las convicciones de Antígona se tambalean. Cuando entra en el vientre de piedra preparado para que muera, le asalta la duda.[8] Lo trágico es enfrentarse con una convicción frágil a un cielo vacío («¿por qué he de poner, desdichada de mí, mi vista aún en los dioses?»[9] ), no el vacío de la ausencia, del no-ser, sino el vacío que han dejado los que han partido. Entonces la desobediencia es la expresión de una desesperación, una provocación sin respuesta.

Por último, en su seminario sobre La ética del psicoanálisis [10], Lacan plantea otro sentido de lo trágico que remodela el gesto de Antígona, convertida en protagonista del deseo profundamente humano, es decir, el deseo de muerte a la vez que de un objeto imposible, un objeto que satura, que hace gozar al sujeto hasta arrebatarlo. Solo se ama de verdad hasta la muerte.

Fluctuación de los sentidos de lo trágico, a la que cabe añadir la ambigüedad del contenido mismo de las leyes «no escritas». ¿A qué se refiere Antígona cuando cuestiona la prohibición de su tío? A las leyes de la sangre, a las divinidades «subterráneas». Ella es la que opone a las razones de Estado la superioridad definitiva de las prohibiciones familiares y las prescripciones religiosas. Barrès, en El viaje a Esparta, la convierte en su heroína: «No puedo apartarme de Antígona, cuando ella se va, de noche en la llanura de los muertos». Para Maurras, Antígona es la Virgen-madre del orden y Creonte el anarquista, el politiquero irresponsable que se cree con derecho a derogar las leyes sagradas de la sangre, a someter las tradiciones ancestrales a la sinrazón de su poder tiránico. Barrès, de nuevo: «Todos nosotros debemos recoger los muertos en los campos de batalla de la historia» (Antígona en el teatro de Dionisos). Al fin y al cabo, Antígona defiende los deberes sagrados de la Patria contra los derechos políticos de los estados. La Patria contra el Estado. Antígona defiende las continuidades sagradas, los lazos creados por los muertos y la sangre, las convicciones contra los juegos inmanentes, cínicos, circunstanciados, del poder. La Comunidad contra el Estado.

La otra tradición es la Antígona de los ideales revolucionarios. Las «leyes no escritas» son los derechos fundamentales de la humanidad, los principios de justicia universal. Prueba de ello es el grito que se le escapa en su altercado con Creonte: «No he nacido para compartir el odio, sino el amor» (v. 523), justo cuando Creonte establece la diferencia entre los hermanos, recalcando la idea de que uno es el enemigo y el otro el aliado, uno el impuro y el otro el puro, de que hay que odiar al uno y honrar al otro. Antígona replica que un hermano es un hermano: ley de la hospitalidad universal, ley del amor incondicional.

 

CREONTE Pero [el primero] tratando de destruir esta tierra; el otro murió, en cambio, enfrentándose con él en su defensa.

ANTÍGONA A pesar de todo, Hades quiere la igualdad ante la ley.

CREONTE Pero el bueno no está en igual situación que el malo para obtenerla. ANTÍGONA ¿Quién sabe si eso es lo piadoso abajo?

CREONTE Jamás, ni aun después de muerto, será amigo el enemigo.

ANTÍGONA No he nacido para compartir el odio, sino el amor.

CREONTE Desciende, pues, abajo, si has de amar, y ámalos. A mí, mientras esté con vida, no habrá de mandarme una mujer. [11]

 

Puede que esta «familia», cuya indivisibilidad defiende la chiquilla Antígona, no sea la de los Labdácidas, con su particularidad maldita. Un hermano es un hermano: es toda la humanidad. Negativa a hacer distingos que siempre tienen el mismo objeto: exponer al enemigo, al infame, al extranjero, a la vindicta pública; fomentar el odio para consolidar el poder. Antígona opone la ley irrazonable y justa del amor a los cálculos políticos. La humanidad es una inmensa familia y no se hará distinción entre extranjeros buenos y malos, migrantes buenos y malos, pobres buenos y malos, fracasados buenos y malos. Todos tenemos deberes para con ellos.

Más allá de la alternativa entre una Antígona conservadora, incluso fanática, y la Antígona amante de la familia humana, hay un resto. No he hecho más que separar aquí dos registros de fidelidad: las convicciones religiosas y los ideales revolucionarios. Nos apresuramos a creer que la verdadera cuestión sería: ¿a qué mandato supremo obedece Antígona cuando desobedece a Creonte? ¿Musa revolucionaria o tradicionalista fanática?

Pero ella es la hija de Edipo y, como tal, estricta y locamente la hermana de su padre, la hija de su hermano. La obra teatral muestra todos los juegos subversivos, las piruetas entre la vida y la muerte, la luz y la noche, el hombre y la mujer: Antígona, condenada a ser enterrada viva por haber querido cubrir de tierra un cuerpo muerto que se dejaba expuesto a la luz del día; Antígona, la joven virgen que le habla a su tío con la franqueza y el valor de un hombre, etcétera. Antígona subversiva: su rebelión, su negativa, hacen que se tambalee la idea misma de un orden. El desorden en la filiación que representa se traduce en una desobediencia que perturba de manera definitiva las jerarquías y los valores.

Con su desobediencia, no defiende un orden enfrentándolo a otro: perturba la posibilidad misma del orden. Al portar los valores de la noche, al defender el papel de las mujeres, Antígona se enfrenta a los hombres mostrándose más viril que ellos. Joven virgen frágil, se encara con el macho de la ciudad; ella, la chiquilla de la casa, no tiene miedo de hablar en público. Antígona hace que sintamos ese riesgo de la desobediencia: se desata algo salvaje, incontrolable.

Desobedecer no es solo apelar a una legitimidad superior, afirmar que se obedecen otras leyes. Es cuestionar el principio mismo de una legitimidad. En la desobediencia puede entrar una parte de transgresión pura: ese es el escándalo de Antígona.