Aprende a amar el plástico reúne una serie de crónicas del mexicano Carlos Velázquez, un autor que escribe desde el límite como ser humano, como escritor y como habitante de la urbe
Ciudad de México (N22/Redacción).- «Existe gente que se siente segura cargando una navaja, otros con un escapulario alrededor del cuello y aquellos como yo que pueden salir al mundo sin llaves y sin cartera pero no sin estupefacientes», estas son palabras de Carlos Velázquez, escritor mexicano cuya narrativa no concede espacio de descanso al lector. Velázquez no niega su amor a los estupefacientes y es desde ahí desde donde construye su universo literario; se narra sólo lo que se ha vivido. La escritura como la manifestación de ese instinto de supervivencia. Ediciones Cal y Arena nos comparte un fragmento del título que publican recientemente del autor: Aprende a amar el plástico.
“She works hard for the money”
Las mejores pedas poseen algo de esotéricas. Y las borracheras más memorables son producto del patrocinio. No existe mecenazgo superior.
La Ciudad de México es un monstruo que se caga en ti: en tu tiempo, tu salud, tu dinero, tu paciencia. Te roba, te roba, te roba, no se cansa nunca de robarte, pero en ocasiones retribuye. Un día te acomodan un levantón, un secuestro exprés para obligarte a ordeñar tu cuenta en un atm, y otro, aunque se antoje imposible, la suerte te muestra su chimuela sonrisa.
Me cité con Ike en la cantina La India, Bolívar y República del Salvador. El centro de Ciudad Godínez es como las relaciones enfermizas. Si te atrapa ya te jodiste. Te va a costar escapar. Yo tardé años en desenamorarme. En asumir que existe otra Ciudad de México. Pero si te descuidas te vuelves a enganchar con facilidad. Era mi caso. Atravesaba por un segundo aire con el dowtown.
Una calle antes de aproximarme a La India vi algo destellar en el piso. Era una tarjeta de crédito. Un policía estaba de pie a un lado del plástico. Me agaché sin disimulo, la recogí y me la metí a la bolsa del pantalón. Entré a la cantina y pedí una cerveza. Cuando ocurren este tipo de fenómenos no hay nada escrito. Lo mismo da que te lo tomes con calma que con celeridad. Saqué la tarjeta. La firma era casi infantil. Claudia con la a del final que se confundía con una o. Es un momento mágico. Casi puedes saborear el universo de oportunidades que se expande ante ti. Pero la ilusión no paga los tragos. Lo más probable es que ya estuviera reportada.
Ike apareció acompañado por el Negro Fake, que también se llama Carlos Velázquez. Lo apodamos así porque en el círculo existe otro, el Negro Real. Qué transa, pandilla, vámonos a Old Town, saludó Ike. Old Town es el mote con el que bautizó a la colonia Guerrero, en alusión a Sin City. No es una exageración. La Warrior es un barrio bravo digno de las fantasías de Frank Miller. En contraesquina del estudio de Ike hay un motel acondicionado como fumadero de crack en cuya acera pasean travestis con navajas (como en las canciones de Javier Corcobado). La renta baja y la ubicación lo convierten en una excelente base de operaciones. A unos pasos se encuentran La Lagunilla y Tepito. Cámara, le respondí, deja voy al Oxxo. Y me tomé la chela de hidalgo. Sígueme, le ordené al Negro Fake.
Rumbo a la esquina comencé a invocar al espíritu de El Pájaro, un malandro que era más que un hermano para mí. El güey se ahorcó en 2005 porque no soportó el síndrome de abstinencia que produce la heroína. Siempre que vayas a pagar con una tarjeta ajena necesitas recurrir al más allá. Empecé a repetir el nombre de El Pájaro en voz baja: Gerardo Didier Nava Lozano, Gerardo Didier Nava Lozano, Gerardo Didier Nava Lozano. Entré al Oxxo y pedí una tella de Jack Daniel’s y dos cajetillas de cigarros para el Negro Fake. Los Oxxo son el sitio ideal para defraudar a un tarjetahabiente. Se ahorran la monserga de solicitarte identificación. Les importa un carajo si eres el titular o no. Si le robaste el plástico a tus padres o a tu vieja. No me desampares, Pajarito, Gerardo Didier Nava Lozano, recé mentalmente. El cajero me extendió un ticket. La tarjeta había pasado.
De regreso a la cantina miré al cielo agradecido. Pinche Pajarito nunca me deja morir. Era oficial, la peda esotérica, los juegos del hambre del alcohólico, habían comenzado. Soy un supersticioso por conveniencia. Y si se trata de una peda gratis creo hasta en El Aleph. Me aplasté en la mesa junto a Ike y me abrí de capa (eufemismo que significa confesar). Me encontré tirada esta tarjeta. Ya la pasé en el Oxxo y sí pude pagar. Vamos a ordeñarla.
Dio inicio una carrera contra el tiempo. Cuánto podríamos exprimirle en lo que la dueña la reportaba era el reto. Abandonamos La India y transbordamos hacia otro congal.
El avorazamiento es el mal de nuestra era. Hay que actuar con cautela. El plan era hacer un corte cada vez que la cuenta alcanzara los mil pesos, de los que disponía en la cartera, para pagar en caso de que el plástico no pasara y salir del lance inmaculados. En el Dos Naciones, un lupanar mítico, de gran tradición, con más de cien años de longevidad, bastión del Centro Histórico, brindamos por Claudia. No lo sabíamos, pero en los siguientes meses la cantina se vería forzada a cerrar. Le elevarían la renta debido a la gentrificación. Putos hipsters. Confieso que no le tenía mucha fe al plástico. No era la primera vez que me encontraba en tal situación. Cada cierto tiempo me topo con tarjetas huérfanas.
Consumidos los mil pesos repetí mi ritual. Elevé la plegaria: Gerardo Didier Nava Lozano. La propietaria seguía sin darse cuenta de la ausencia de su tarjeta. Y la peda seguía. La conciencia es un estorbo. Innecesariamente pensé en Claudia, nuestra patrocinadora. Me mordió la astilla del remordimiento. ¿Y si esta mujer necesita pagar la renta? Pinche moral traidora, arremetí. Pero no me doblegué, no me dejé amedrentar por el Pepe Grillo que todos llevamos dentro.
Pocas veces se puede tomar revancha sobre la ciudad. Era mi oportunidad. Y no la desperdiciaría. Claudia podría ser godínez y trabajar muy duro por el dinero, como en la canción de Donna Summer. Decidí que la mejor manera de ofrecerle tributo era haciendo sonar su soundtrack. Fui hasta la rocola y programé “She Works Hard for the Money”. Vertí un chorro de cerveza en el piso a propósito, como hacía El Pájaro, como ofrenda al diablo.
Pasé la tarjeta dos o tres ocasiones más. A costillas de Claudia. No hubo problema. Seguía escurriendo. Nos movimos al Río de la Plata. La mecánica era la misma. Pedir tragos, rezarle al Pájaro y pagar la cuenta. Y volver a empezar. Nunca nos defraudó Gerardo Didier Nava Lozano. Pudimos quedarnos en el Río de la Plata hasta que cerraran. Pero aun ebrio uno tiende a superarse. Era acomodaticio permanecer en un sitio de bajo perfil. Pero Ike, el Negro Fake y yo coincidimos en que debíamos apuntar más alto. Lo más indicado hubiera sido meternos al Men’s Club y sentarnos unas ucranianas en las piernas, pero no, nos fuimos a Garibaldi. La meca del reviente en la capital. Y dónde nos metimos. Of all places, en el meritito Tenampa.
Entonces comencé a considerar que las cosas podrían salir mal. Por primera vez en la noche estábamos corriendo riesgo. En el Tenampa me pedirían identificación al momento de pagar. Y ya muy briago para salir corriendo. Pero era demasiado tarde para echarse para atrás. Yo no lo advertí, pero la codicia había incubado en el Negro Fake y le salía como un alien del pecho. Ike y yo continuábamos sin tomarnos demasiado en serio. Lo único que lamentaba era que con el plástico no se pudiera comprar cocaína. Nunca me empedo en el Tenampa, no con mi dinero. Es un lugar para turistas. Pero aquella noche era como si viviera una vida prestada. Total, Claudia invitaba.
Nos sentamos en una mesa cerca de la salida, por si acaso. El Negro Fake, como buen niño de la calle, desató su codicia como si destapara una caguama bien sediento. Pidió tres rondas de ron Zacapa nomás para él, y seis tacos. Ike y yo pura chela. Es increíble el cambio que una tarjeta de crédito que no te pertenece produce en ti. No éramos unos habituales. Tampoco extranjeros. Ni foráneos. Pero nos sentíamos con el arrojo para ejercer de conquistadores.
El Tenampa sería el último lugar del mundo al que iría a ligar. Sin embargo, a la segunda ronda comenzamos a hacerle ojitos a unas gordas que estaban en otra mesa. Maldito licor, maldito veneno, en los problemas que lo mete a uno. En un arranque de abundancia, pinche don billetes, el Negro Fake intentó contratar mariachis. Pero se lo impedimos.
Después de tragar como hacendados y beber hasta el desquicio pedí la cuenta. El momento de la verdad. Todo lo ocurrido antes había sido un ensayo. Una travesura. Gerardo Didier Nava Lozano, Gerardo Didier Nava Lozano, Gerardo Didier Nava Lozano. La pinche tarjeta pasó sin pedos. Habíamos llegado demasiado lejos. Póngame un ron pa llevar, exigió el Negro Fake. Pinche pendejo, le bramé. Estás loco. No voy a volver a pagar aquí con la tarjeta. Ya, cámara, Charly, me apaciguó. Esta noche somos los Mambo Kings. Saqué un billete de mi cartera y pagué el ron en efectivo. Abandoné el Tenampa con la sensación de habernos salvado de la cárcel, tarareando “She Works Hard for the Money”.
Haber salido ileso me produjo un gran vacío. Estaba aburrido. El Negro Fake tenía razón: que chingara a su madre el mundo. Me estaba empedando gratis, ok, pero aquella noche era distinta, era don Charly.
Caminamos por el eje. Mi plan era que nos metiéramos al 33, pero se nos atravesó el Tropicana. Decidí aventarme el último volado de la noche. Ya sin pudor, a la descarada le pregunté al mesero si aceptaban pago con tarjeta. El lugar estaba vacío. Era un salón de baile. Apenas si había un par de parejas. Pedimos una botella de Smirnoff. Estaba adulterada. Yo no me voy a tomar esta chingadera, les dije. Pedí la cuenta, abusé de la generosidad de Gerardo Didier Nava Lozano. No sé cuántas veces le había pedido ya el favor en la noche. Pagamos y salimos a la madrugada de la Ciudad de México.
No podíamos más. Alcanzamos a comprar unas cervezas en un Oxxo y nos refugiamos en Old Town. Abrí una lata de Indio Pilsner y no me la terminé. Me desmayé de borracho. Era el broche de oro para una jornada memorable. En otra dimensión seguro alguien estaba haciendo lo mismo con una tarjeta mía. Y en otra vida yo seré Claudia. Y en otra Homero y escribiré La Odisea. Pero mientras tanto dormía apretando un bote de chela con la mano. Lo sé porque desperté a las nueve de la mañana aferrado a él. Le di un trago. Ike se había ido a trabajar. El Negro Fake yacía en un sillón. Moría de hambre. Me atacaba una de esas crudas que no aceptan un no como respuesta. Y me exigía unos mariscos.
Falté a una regla dorada. No destruí la tarjeta. Pateé al Negro Fake. Vamos a curarnos. Se enderezó y me cuestionó por el paradero del plástico. Aquí lo traigo, pero apuesto a que ya lo reportaron. No creo, malició el Negro Fake. Vamos a la New Balance. Tas loco, le respondí. No sentía deseos de pasarla una vez más. Estaba convencido de que es gracias a ese tipo de pendejadas por las que lo agarran a uno. Le sacamos lo que quisimos durante la noche, era momento de dejar el asunto por la paz. Pero la pinche codicia del Negro Fake no descansaba nunca. Y me insistió más de una hora. Me dejé convencer y nos subimos al metrobús.
En la New Balance nos medimos un par de tenis cada uno. Nos aproximamos a la caja y le imploré a Gerardo Didier Nava Lozano que nos socorriera. Y se produjo el milagro. La tarjeta pasó sin rechistar. No podía creerlo. Claudia continuaba sin sospechar que el plástico no se encontraba en su bolsa o en su cartera o donde fuera que la guardara. Quizá confiaba en que la tenía bien escondida en su clóset. Y en un brusco giro del destino la codicia me atacó a mí. Vamos a una tienda de discos, le dije al Negro. Qué metro ni qué metrobús, tomé un taxi. En el camino nos pusimos los tenis nuevos. No me vi en un espejo, pero estoy seguro que los ojos me brillaban de avaricia. Estaba urgido, desesperado por llegar.
Desde la puerta lo vi. Resplandecía como la imagen de un santo. El box set de Quadrophenia de los Who. Cuánto vale, pregunté. Tres mil 500, me respondieron con desdén. Cuántos como yo no habían realizado la misma pregunta para finalizar con un gracias. Pero yo no era un pobre diablo. Yo era don Charly y traía unos New Balance nuevecitos.
Me lo llevo, dije. Ceremonioso, el dependiente de la tienda bajó el box set de la repisa donde descansaba. Saqué la tarjeta y se la entregué en la mano al vendedor. La insertó en la terminal. Las manos me sudaban de ansiedad. Era mío. Pero el cargo no fue autorizado. Nooo. Había olvidado invocar el nombre de El Pájaro. Mi conexión con el otro mundo. Había olvidado pedirle su intervención divina. O maléfica. Más bien maléfica, no creo que se haya ido al cielo. Pronuncié mi mantra: Gerardo Didier Nava Lozano. Cómo dice, me preguntó el dependiente. Que la pase otra vez, contesté. Pero fue inútil. Claudia por fin había reportado la tarjeta.
Salí de la tienda cabizbajo, derrotado y triste. Comencé a recriminarme. Qué pendejo eres. Ayer, en lugar de irte de peda debiste venir directamente a la tienda de discos. El Negro Fake trató de consolarme. Aliviánate, Charly, la pasamos bien chido. Era cierto. Había sido una noche inolvidable. Una anécdota de la que te vas a seguir acordando cinco años después. Me pasé el día apachurrado.
Me dormí temprano. Al día siguiente me fui al aeropuerto. Tenía que tomar un vuelo que me regresara a casa. Como no traía efectivo fui al cajero a retirar. Y ahí estaba. Otra tarjeta. Bendita Ciudad de México, cuánto te quiero. Caminé de prisa al Seven Eleven, tomé una botella de agua y un Gatorade y me planté en la caja. Gerardo Didier Nava Lozano, pronuncié en voz baja, pero la tarjeta no pasó.
Julio de 2017