Jilotepec es un sitio donde todos los tiempos convergen

Por Rafael Cervantes

JILOTEPEC, Estado de México, 30/10/12, (N22).- Una especie de oasis en medio del
desierto, eso es Jilotepec para la zona noroeste del Estado de México. ¿Por
qué? Pues se trata de uno de los asentamientos urbanos más grandes en esa
región de la entidad, y por ende, una especie de “ciudad-capital” junto con
Atlacomulco. Cualquier persona de los municipios aledaños como Chapa de Mota o
Aculco, ha dicho “voy a ir a Jilo”, a comprar tal o cual cosa; ahí es
donde están los bachilleratos y las escuelas técnicas para quienes desean
continuar sus estudios luego de la secundaria.

Pero ésta es una de tantas cosas
en las que radica su importancia. Jilotepec existe desde tiempos prehispánicos
y era conocido como Xilotepec en
lengua náhuatl, “en el cerro de los jilotes (que es el elote cuando está
tierno)”. Sobre la autopista a Querétaro hay una desviación hacia la cabecera
municipal, carretera de doble sentido que se convierte en avenida para luego ir
a morir a manos de los semáforos como una calle más de la cabecera municipal.

Ya en el corazón del jilote, un
pequeño parque con su kiosco distrae la atención de quien va por primera vez y
no toma en cuenta el palacio municipal, cuyos arcos más bien remiten a una zona
comercial; pero también ahí queda el recuerdo del origen de la mexicanidad y de
quienes fueron ombligo del mundo alguna vez: los mexicas, que a través de un
águila y una serpiente han trascendido generaciones, guerras, invasiones y
hasta devaluaciones, además de recordar que en la época prehispánica Xilotepec
fue provincia tributaria de México-Tenochtitlan.

Otro “parque” más, delimitado por
una barda, da la bienvenida a los curiosos que luego de unos pasos perciben que
están en el atrio del Templo de San Pedro y San Pablo –construido en el siglo
XVI–, donde una solitaria cruz, apoyada sobre una base octagonal de rosetas de piedra
y tezontle, recuerda con sus relieves la Pasión de Cristo.

Aquí, también fungió como párroco
Ángel María Garibay Kintana, estudioso del náhuatl que en 1928, junto con Jesús
García González dio a conocer la existencia del Códice de Jilotepec, manuscrito elaborado a finales del siglo XVI y
principios del XVII, en el archivo parroquial. En él se narra la historia del
pueblo ähñü (otomí) que habitó en esta
región, la dominación de los mexicas y la llegada de los españoles con los
primeros frailes, entre otros acontecimientos.

Por las tardes, sobre la
carretera  hacia Villa del Carbón, la presa
Danxhó se pinta de color ámbar, que poco a poco se convierte en un tono sangre;
se traga al sol para que al otro día resucite y con su resplandor pueda volver a
alumbrar al mundo. Más temprano, en ella, puede verse a gente pescando o
simplemente disfrutando de sus aguas frescas.

Para llegar hay dos formas: la
primera, sencilla, por la autopista México-Querétaro, alrededor de hora y media
de camino, en autobuses que salen de la Terminal del Norte o del metro Rosario,
con un camino recto y custodiado a los lejos por cerros; la segunda, toda una
odisea, en camiones urbanos, viajando tres horas por serpientes emplumadas de
asfalto que zigzagean entre los montes de Villa Nicolás Romero, Villa del
Carbón y Chapa de Mota, aunque el color esmeralda es la constante. Los gigantes
que custodian el camino son tan obstinados que con sus brazos alcanzan a cubrir
la carretera y apenas dejan escapar la luz del astro rey.
12MAG 

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