«Los nombres de las constelaciones» (fragmento)

Esta historia se desarrolla entre las antiguas salas de cine, los rollos fotográficos, viejas proyecciones de películas y el comienzo del Internet

Daniel Espartaco Sánchez

UN LEGAJO DE PAPEL FOTOGRÁFICO, las hojas cortadas de manera desigual, con caligrafía gruesa y casi ilegible en el dorso, en la parte con la marca de agua Fujifilm. Un cuaderno Scribe a rayas, como los que usan los estudiantes, con anotaciones hechas de manera dispersa. Fue lo único
que traje conmigo cuando desocupé el departamento de la Moderna, luego de que te fueras a Berlín, pues le regalé al chatarrero la totalidad de nuestros muebles, electrodomésticos y libros. Los encontré en la parte superior del clóset, junto con las carpetas donde guardabas metódicamente, y de manera cronológica, los recibos de la renta y los servicios, los papeles de hacienda, notas de consumo y tickets de librerías, entradas de cine, boletos de avión, etcétera.

Me mudé a un lugar en la Nápoles con una bolsa de dormir Coleman y una estufita de gas para el café, como si volviera a tener veinte años o estuviera de campamento. Mis amigos decían que me había vuelto loco y casi llegué a creer que tenían razón. Compré una libreta barata, un bolígrafo desechable, y una noche, sin darme cuenta, comencé a pasar en limpio lo que estaba escrito en el papel fotográfico y en el cuaderno de estudiante. Eran los últimos días del verano y llovía por las noches. Los ligustros estaban en flor. Un tordo me despertaba de madrugada, aterido entre las ramas oscuras de un árbol. Las muchachas reían en las terrazas de los cafés. Como siempre,
había guerras y revoluciones en varias partes del mundo. Hice muchas caminatas sin ningún sentido. Me alimentaba con cualquier cosa.

Entraba a los bares a mirar aburridos partidos de fútbol…
Era feliz, pero solo me faltaba algo: tú.

Ciudad de México, septiembre de 2017.

LA
MALDICIÓN
DEL
ESCORPIÓN
DORADO
(ESCRITO EN PAPEL
FOTOGRÁFICO DE
LA MARCA FUJIFILM)

SI TUVIERA QUE CONTAR LA HISTORIA DEL ESCORPIÓN DORADO, tendría que remontarme a la mañana en que cumplí once años, cuando mi padre me acompañó durante las tres cuadras de distancia que separaban nuestra casa de la escuela pública donde yo cursaba el quinto año de primaria. Desde aquel cielo inmenso que nos rodeaba —el límpido cielo del desierto de Chihuahua—, no tardaría en caer la primera helada del otoño. Que me acompañara fue algo que me pareció inusual, pues casi siempre yo había
caminado el trayecto a solas desde el primer año. Al despedirnos frente a la puerta, entre el ruido de los autos y el vocerío de mis compañeros, mi padre sacó del bolsillo un paquetito envuelto en papel de regalo, pero sin moño. Era la llave de la casa, me dijo. El llavero tenía la forma de un martillo en miniatura, el mango estaba hecho de plástico, la cabeza de estaño.

—Pero no es un juguete —me explicó, solemne—, sino todo lo contrario. Ya eres un niño grande.

Y agregó que podía utilizar la llave en el remoto caso de que mi madre o él estuvieran ausentes cuando yo regresara de la escuela. Era una gran responsabilidad para mí, recalcó, una prueba de confianza de su parte. Lo más importante era no perder el llavero, no portarme mal cuando
estuviera solo —acercarme a la estufa, por ejemplo, o hurgar en la cómoda de mis padres, como tenía por costumbre, etcétera— y no abrirle la puerta a gente desconocida, mucho menos a los Testigos de Jehová.

—Entiendo —dije, sintiéndome honrado, consciente de que, con la excepción de abrirle la puerta a un desconocido, mucho menos a los Testigos de Jehová, tarde o temprano cometería alguna de las faltas mencionadas.

Lo que el hombre ignoraba es que muchas veces me había saltado la escuela para regresar a casa y entrar por una de las ventanas deslizantes del primer piso, no sin antes quitar el mosquitero con el desarmador que llevaba en la mochila, para mirar durante horas los programas de la
Telesecundaria y comer fruta hasta el hartazgo, sin que nadie pareciera darse cuenta de los faltantes en el refrigerador. Fue así como aprendí toda clase de cosas mucho más interesantes que los temarios de sexto año. Como era un sistema ideado para comunidades rurales, también había programas sobre técnicas agropecuarias. Horticultura, apicultura, porcicultura, etcétera. Cualquier cosa era preferible antes que la escuela. Tal era mi adicción al televisor, que no me importaba lo que transmitieran. Poco
antes de que terminara el turno de mis padres, saltaba de regreso por la ventana para darme una vuelta por un local de videojuegos del barrio. Más tarde aparecería en casa con la mochila en la espalda, haciéndoles creer que había pasado la mañana en clase, preparándome para el futuro,
como rezaban los clichés de la época. Mi capacidad para mentir, robar, etcétera, era algo que incluso me sorprendía a mí mismo. Al tener la llave, evitar la escuela resultó más cómodo y provechoso para lo que consideraba mi educación verdadera: la Telesecundaria.

Uno de los programas que más me impresionó estuvo dedicado a la revolución inglesa del siglo XVII, por ejemplo. En la escuela habíamos visto una revolución francesa, pero cien años antes, en Inglaterra, le habían cortado la cabeza al rey Carlos I. Se detallaban los acontecimientos
con imágenes. Las dos guerras civiles entre parlamentarios y realistas, la Mancomunidad y el Protectorado de Cromwell. La maestra de sexto grado, la señorita Noemí, se limitaba a dictar el contenido de los libros que yo leía
por mí mismo desde comienzos del año, cuando te los entregaban. Muchas veces nos obligó a leer en voz alta un fragmento de la lección. Algo exasperante, pues la mayor parte de la clase no podía hacerlo con fluidez. Que cualquier error implicara el escarnio provocaba que aquellos sin problemas de lectura tartamudearan o se equivocaran al acentuar las palabras. Durante los dictados yo hacía un esfuerzo más allá de lo humano para no quedarme dormido. El tedio era algo físico, doloroso, podía llegar
a entumecerme las piernas y los brazos. En cambio, los programas de la Telesecundaria eran interesantes a más no poder. Hasta las materias difíciles para mí, aritmética, álgebra, física y química, eran comprensibles. Me gustaba apicultura, sobre todo porque era explicada por un hombrecillo simpático con una tesitura de voz chillona y acento del sur, vestido con pantalón de pechera y sombrero de paja. Aprendí sobre el comportamiento de las abejas, las medidas de seguridad y el equipo de protección necesarios antes de acercarse a una colmena, información que podía salvarme la vida, sobre todo con la amenaza de las abejas africanas, como decían en los noticieros. Porque la otra opción por la mañana era la barra de noticias del
Canal Dos. Thatcher, Castro, el papa Juan Pablo II. Ronald
Reagan quería llenar el espacio de cabezas nucleares —la Guerra de las Galaxias, como le llamaban a eso—, pero tenía largas entrevistas con Mijaíl Gorbachov para firmar un acuerdo de desarme. El orden existente era precario. Portaviones en el Mediterráneo, Muamar el Gadafi, el ayatolá Jomeini. No entendía muy bien todo ese cuento de la Contra y los Sandinistas. El planeta podía estallar en cualquier momento, decía mi madre, pero nunca sucedió por alguna razón.

—¿Entiendes lo que quiero decir? —insistió mi padre aquella mañana de noviembre, entre el vocerío de mis compañeros, después de entregarme el paquetito envuelto como regalo.

Vestía de la manera habitual: pantalones Wrangler de mezclilla, camisa de franela a cuadros rojos, un chaleco de poliéster relleno de algodón, la boina gruesa de pana que usaba a partir del otoño y botas mineras de la marca Berrendo, el único par que el hombre tenía, al parecer indestructible. No me gustaba que usara boina porque lo hacía parecer distinto de otros padres —desde pequeño vivía con la incertidumbre de no pertenecer a una familia normal—, como salido de una película vieja, de las que pasaban en la televisión por la noche. Me avergonzaba sobre todo porque vivíamos en una ciudad tan pequeña en la que cualquier diferencia era mal vista. Mi madre odiaba esas botas mineras, sobre todo cuando el hombre se negaba a
calzar algo más decente en alguna reunión familiar. Asistir a una boda o un bautizo era impensable y una causa habitual de fricciones, pues la familia de mi madre era extensa y aficionada a los festejos. Nada de esto parecía importarle a mi padre. Y por el contrario, la debilidad de mi madre eran las zapatillas de muchos colores, para combinarlas con sus vestidos, pues se esmeraba cada mañana en el arreglo personal. Guardaba los pares al fondo del clóset con mucho cuidado en sus respectivas cajas. Eran zapatillas baratas, con suela de goma, la mayoría compradas en abonos a una compañera del trabajo. No pasaban de la docena, lo que nunca impidió que mi padre la apodara Imelda, por Imelda Romuáldez Marcos.

—¿Entiendes? —me dijo mi padre.

Eran las ocho de la mañana, eso decía el timbre de ingreso. El primero de los muchos que rigen el paso de un individuo por la educación básica, media y media superior.

Contemplé el llavero, aquel pequeño objeto en la palma de mi mano que pretendía imitar la forma de un martillo, como el que mi padre guardaba en la caja de herramientas, pero carente de la dignidad del modelo real, tosco y hermoso como todas las herramientas creadas por el hombre.
Me pareció enternecedor el mango de plástico en miniatura y la cabeza de estaño brillante, al igual que la llave nueva, con los bordes recién afilados por la escofina del cerrajero. Tuve ganas de llorar, sentí un nudo en la garganta. Asentí con un fuerte movimiento de cabeza para meterme el llavero en el bolsillo del pantalón. Fue el día que nos tomaron la inexorable fotografía de grupo, después del receso, donde salí con la camisa blanca manchada de tierra. Me encuentro en la esquina superior derecha,
mofletudo, el mentón pequeño, el cabello de un color pajizo. No era una fotografía de la cual pudiera enorgullecerse nadie, como la mayoría de las fotos grupales de la infancia.

Mi padre tiene dos trabajos. Por la mañana es corrector de estilo en la editorial de la universidad. Algunas veces trae a casa galeras de libros llenas de signos escritos con tinta roja en los márgenes. Su escritorio está cubierto de diccionarios y libros de consulta. Por las tardes se encarga
de proyectar películas en Cinema Futurama, una sala cinematográfica del centro. El turno dura hasta las doce, a veces hasta la una de la mañana. Es el último trabajador en salir y antes de cerrar debe cerciorarse en la oscuridad, con una linterna portátil, de que la sala esté vacía, fila por fila. El turno de la media tarde está a cargo del septuagenario señor Luna, un hombre de pantalones bombachos de pana, siempre en mangas de camisa, zapatos marrones viejos, de brazos arrugados y velludos que alguna vez debieron ser musculosos. Me recuerda a Kirk Douglas.

—Voy a jubilarme cuando me muera —dice cuando alguien menciona el tema de su retiro.

El Futurama es de reciente construcción, donde se estrenan las grandes producciones norteamericanas, a diferencia de las películas mexicanas del Arcadia, por ejemplo, o de los programas dobles con títulos viejos del Varieté. Todavía lo recuerdo como una incipiente estructura de acero sobre la avenida principal. Ya no será tan grande como los viejos, una señal de que el mundo (al menos nuestro mundo) está por cambiar. Cada que pasamos por ahí en el auto, mi padre comenta entusiasmado que aquel
será su próximo lugar de trabajo. Aunque ha trabajado
desde joven en otras salas, en diversos puestos —limpieza, mantenimiento, acomodador, proyección—, nunca lo ha hecho en una de construcción reciente. Conocemos al vigilante de la obra, agremiado del sindicato, y nos damos una vuelta cada tanto para ver los progresos. El piso de mármol, la fuente de sodas, el equipo de sonido, la alfombra de las paredes. Recuerdo el aroma de las butacas nuevas, de un apacible azul marino, sin polvo y sin marcas de cigarro, como las de los cines viejos. La sensación de flotar
dentro de un acuario, aislado del ruido de la avenida. Pocas cosas se comparan con el aspecto de una sala de exhibición nueva. Estoy ahí, sentado, mientras mi padre habla con los técnicos de instalación y se familiariza con dos proyectores completamente nuevos y el equipo Dolby Stereo, de los primeros en la ciudad.

Me gusta el tufillo a aceite de los proyectores, las carcasas de hierro vaciado, su textura, el ruido de las gomas de las puertas al cerrarse, el ligero rechinido de las bisagras, los carretes y los piñones por donde pasa la cinta. He pasado muchas tardes en la caseta de proyección, sentado en un banco, recargado en la pared, mirando por la ventanilla la película; mi padre con un libro en la mano, bajo el calor de una lámpara. En los tiempos muertos, entre una función y otra, mi padre se dedica a leer y a escribir. Estudió derecho, luego filosofía, sin terminar ninguna de las dos carreras. Cada tanto, sin despegar la vista de la página, se lleva la mano a la bolsa de la camisa para sacar un paquete arrugado de Baronets. A veces garrapatea notas en una libreta para sus artículos sobre los obreros siderúrgicos en
huelga. Se toma muy en serio esta huelga —casi como si él mismo fuera un obrero siderúrgico— y cada fin vamos a solidarizarnos con ellos, como dice él. Una tarde los obreros marchan desnudos y mi madre decide que no es buena idea solidarizarnos con ellos aquel día.

Mi padre me regala los fotogramas que sobran de los cortes o los que encuentra en las gavetas de los distintos cines donde trabaja, pues durante un tiempo se dedica también a reemplazar a los operadores de vacaciones
o que piden algún tipo de permiso. Algunos fotogramas son de los años setenta, a juzgar por los peinados de los actores, los bigotes, los automóviles o el tipo de filme. Los colecciono en un sobre y los pongo contra la ventana en el visor de plástico que alguna vez compramos en el circo
con una diapositiva de mi madre y yo sentados en las gradas, junto a un payaso. Me gusta desconocer el contexto, poder imaginar historias, lo que ocurre en la escena, ya sea una de interiores o de exteriores. Un hombre de anteojos gruesos que se baja de un automóvil, de fondo una ciudad,
gente, fachadas de cristal y acero, tal vez el centro de Los Ángeles. Dos mujeres hablan en una mesa, cortinas gruesas con estampados geométricos, grandes peinados a lo Fawcett, suéteres de tortuga, escenas sin música de fondo, ni sonido ambiental, salvo el ruido de un coche que pasa
frente a la casa, en la vida real, o el de una radio a lo lejos.

Uno de mis primeros recuerdos, debo tener uno tres años:

—Papá, ¿de qué se trata la película?

Agradecemos a Dharma Books por permitirnos la publicación de este fragmento.