Guillermo Fadanelli: «El hombre mal vestido» (fragmento)

«La realidad más íntima de nuestro mundo es literaria» señala el autor de esta novela que es publicada por Almadía que conjuga el barrio de Tacubaya (CDMX), el crimen y el azar

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Esteban se sentó en el filo de su cama y abrió el sobre que le había entregado unas horas atrás Ángela Benaven­te. Conocía el contenido de aquella carta de memoria, pues la había escrito él mismo una madrugada anterior y luego la había deslizado por el quicio de la puerta de su prima y vecina. Había en la carta un par de faltas de ortografía, pero el desaliño no le iba mal a su letra. Al fin y al cabo, él no era un animal. Y si se encontraba con una redacción perfecta Esteban mismo le añadía algunas faltas ortográficas, de lo contrario se habría sentido un farsante. Lo escribió al pie de página: he añadido algunas faltas de ortografía para ponerle un poco de sal a este triste asunto, idiota y triste.

Esteban recordó el relato de Borges, y el hecho de que a Emma Zunz le notificaran en aquella carta que su padre, Emmanuel Zunz, se había suicidado bebiendo una fuerte dosis de veronal. Tal noticia había desatado en ella, Emma Zunz, una secuencia de actos que la llevarían a asesinar al señor empresario Aarón Loewenthal, el dueño de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, donde ella trabajaba, y vengar de esa forma la muerte de su padre. Bueno, todos conocen esa historia, excepto la gente feliz. Todos saben también que cada vez que muere un rico empresario se especula que su muerte fue producto de la venganza.

Era pedante, oscura y de un decadentismo ridículo la misiva escrita por Esteban. En seguida la transcribo, a mi pesar. Podría resumirla, pero no comprendo su signi­ficado del todo y no sé si al resumirla la destruya todavía más, la transforme o la tergiverse. De modo que aquí va tal como fue escrita:

El sujeto, el yo, la persona, el trozo de carne parlante y cabello, el Esteban Arévalo, el William J., el Pinche W., el don licenciado rojas, no pueden ser totalmen­te conocidos por otros sujetos, sean estos Alfred N., Alicia en el país de las maravillas, o la Puta Ch. Las personas son soledades que vagan o transitan, cogen, mean, trituran, muerden, se relacionan y crean nubes o nebulosas de palabras y de hechos que desaparecen apenas acaban de realizarse. Y esas personas andan por allí sin poder transmitir del todo su sufrimiento. Se lo tienen que tragar. ¿Qué hace pensar a todas estas personas rellenas de intestinos culminados en un ano que ellas son únicas e irrepetibles? Nadie sabe en rea­lidad quién es: una soledad que no puede transmitirse, una partícula que vaga sola en el universo del átomo y que se relaciona con otra tan estúpida como ella: actúa y se queda muda, o al revés, enmudece y actúa. No sé, carajo. Yo sólo puedo actuar. Que se maten unos a otros no es bueno ni es malo. ¿Cómo puedo probar que un hecho es bueno o malo en sí? Con invenciones y regaños, con mitos y patrañas. Haciéndome el ma­món. Existen invenciones que yo prefiero a otras, pero no por ello dejan de ser chifladuras, accidentes, dientes flojos. Se atraen y rechazan, gravitan e irradian ener­gía y voluntad; y no saben por qué. Y los físicos son quienes saben menos que nadie porque están hundidos en sus teorías irrebatibles. ¿Qué físico va a decirnos: “Comprendo su sufrimiento, doña partícula”? El es­critor saboyano, Joseph de Maistre, sabía que la gente quiere autoinmolarse y no conoce las razones, no desea una mejor sociedad, no sabe qué es eso, alguna fuerza mayor los medio organiza para que no se maten entre sí, los malditos cerdos.

Si los filósofos, las únicas personas en las que se pue­de confiar, sospechan que la historia o el pasado mítico, firme y sólido se acabaron, y que la ética es sólo un re­miendo apresurado, una pócima vendida por merolicos, una invención piadosa y eficaz, entonces yo me permi­tiría matar sin ningún remordimiento, acaso como una forma elegante de convivencia y de experiencia con otras partículas; no precisamente matar a causa de ad­ministrar una dosis de veronal, difícil de conseguir, al menos para mí, pero sí de estricnina: 20 miligramos son suficientes para causar la asfixia de un hombre. Tal vez la ebriedad en la víctima podría, en el momento de su asfixia, ayudarla a comprender algo que yo no com­prendo. ¡Qué afortunado cabrón! Él no entendía por qué era alguien, y quizás aquella experiencia necrófila vivida en ebriedad podría ayudarlo. Sé que soy yo unos instantes antes de morir. El hombre que tuvo que ser ase­sinado para comprender debió de ser como un pingüino, no se me ocurre otra cosa, un pingüino que habitó en el pasado en aquella isla famosa descrita en la novela de Anatole France: La isla de los pingüinos. ¿He matado a un pingüino? Yo le decía: niño, tómate tu estricni­na, un trago más de esta anforita, y ya, duérmete niño, duérmete ya… El problema es que estoy agotado y no sé si me encontré con el cadáver o fui yo quien lo hizo ingerir el veneno que convirtió a ese hombre en un ca­dáver. Yo ni siquiera sé pronunciar estricnina y digo estrinina. Lo que sí sé es que le di un empujón al muer­to para ver si reaccionaba, lo ajetreé y le dije algo así como: Eras una partícula ebria y a la deriva, ya no tienes historia ni palabras que te justifiquen, por eso estás allí, derribado como una cosa. ¿Ahora quién va a ser tú? Algo así le dije. Fui muy amable con él.

Esteban Arévalo: el hombre mal vestido.

Yo, Blaise Rodríguez, he leído esta carta meses des­pués de haber sido escrita, sí, pero tuvo que ser redacta­da días después del asesinato narrado y luego de que los vecinos del barrio inventaran lo del envenenamiento y comenzaran a enumerar los más recientes asesinatos co­metidos en las cercanías (reales unos, fantasiosos otros).

Yo me rehúso a pensar que Esteban, ese hombre noble, el hombre mal vestido haya envenenado a ese otro hombre –probablemente también noble– que salía de una modes­ta cantina de la calle de Benjamín Franklin: La Impor­tadora. La carta estaba firmada por Esteban, pero acaso alguien más la había escrito. tal vez él sólo intentaba edificar una vida imaginaria. Sí, era evidente que alguna vez leyó libros de filosofía y literatura, y podría haber alcanzado un tono tan pedante y gratuito como el de un profesor que dicta normas y especula acerca de temas que sólo les interesan a unos cuantos.

“Mmmm… esto es un juego absurdo, ¿a quién le inte­resaría justificar su existencia o el sabor del cordero? Es un juego mentecato y pueril, ¿qué otra cosa? te entre­go este escrito porque quizás tú sí lo comprendas. Léelo mientras te chutas un buen vino”, me dijo Esteban cuando me entregó el escrito, a mí, a Blaise Rodríguez, por aquel tiempo en que le despertaba yo una abierta simpatía lue­go de conocernos en la vinatería de Humpty Dumpty, no sé si amistad, pero sí conveniencia, ¿qué juego en verdad respetable posee una finalidad? Los pacatos juegan para triunfar; ¿y los demás? Las competencias y las apuestas poseen un propósito (aniquilar, sobajar, aplastar, pisotear a los demás), pero el juego no. Y cuando se le adjudica una meta al juego entonces este ya no tiene sentido, se degrada, se llena del hedor que parece expeler todo lo organizado, inventado y puesto a funcionar. El futbol, para mí, Blaise, es un juego vital y trascendental; para otros es una competencia y una manera de vender mitos, cervezas y la voz y opinión de algunos pobres hombres puestos a razonar frente a la pantalla. La cuestión es que si uno se halla decidido a jugar es sabio pensar que va a perder, como lo sabían bien los rusos en El jugador, la no­vela de Dostoyevski, y también en los arrabales de Tacu­baya. Y lo tendría que haber sabido hasta el empresario remontel cuando algunos soldados del general Santa Anna se comieron sin pagar una tonelada de pasteles en su restaurante de Tacubaya y sus reclamaciones desata­ron a la postre una guerra entre su país y México en 1838… en México, el país que siempre gana porque no tiene nada que perder.

Este fragmento se publica con la autorización de Editorial Almadía

Imagen tomada de http://www.franksteinhofer.com/