El académico Pablo Piccato revisa 40 años del siglo XX, para trazar una historia de la injusticia y el crimen en México, parte de la deuda no saldada desde la pos Revolución.
Huemanzin Rodríguez / Ciudad de México
Jorge Luis Borges publicó en 1935 el libro Historia Universal de la Infamia, donde reúne una serie de relatos ficticios basados en crímenes reales. Para describir a este libro fue usada por primera vez la frase “realismo mágico”. Aunque en palabras de su autor el libro es resultado del barroquismo del lenguaje, los relatos fueron inspirados por ese maravilloso libro de Marcel Schwob Vidas imaginarias, de 1896. Ambos textos, décadas después, motivaron la deslumbrante primera novela de Pierre Michon, Vidas minúsculas (1984). Los tres autores pusieron su atención en las biografías de personas comunes y de poca relevancia en el contexto histórico que, pese a todo, sus actos habían dejado una marca en la memoria. A partir de esa idea, el académico Pablo Piccato, egresado de la licenciatura de Historia de la UNAM y profesor en la Universidad de Columbia, escribe el ensayo Historia nacional de la infamia (Grano de Sal, 2020), un intento por explicar la realidad mexicana actual, a través del estudio de la nota roja entre las décadas del veinte al sesenta, del siglo XX. Son estas vidas minúsculas y a veces imaginarias, desde donde se construido la idea del mal y de la infamia en un país violento e impune, que en ocasiones parece la trama de una novela del realismo mágico.
Para entender al crimen también hay que ver lo que pasa con la impartición de justicia. En ese lapso que estudias hay un cambio importante: se pasó de los juicios públicos, donde el juez decidía públicamente, a un ministerio público que hace en privado la lectura de un caso.
Después de la revolución, las prácticas políticas habían cambiado mucho y la violencia se había vuelto una parte cotidiana de la política agraria, religiosa y laboral. Obviamente, su síntoma es el uso de la violencia por los políticos, la clase política tenía sus pistoleros. Después de la Revolución, los ciudadanos de la capital pensaban que el campo los estaba invadiendo con esa violencia. Es una concepción estereotípica del campo, pero sí había algo nuevo que era esta rutina de la violencia. Es cierto eso que señalas, es un cambio importante, pero coincide y no es producto de la posrevolución: el sistema de juicio por jurados es abolido en 1929, y da lugar a una justicia que es opaca, lenta, corruptible y eso genera una percepción de impunidad entre el público. La gente no sabe qué pasa en esas oficinas con los MP y los secretarios. La justicia ocurre cuando a alguien lo meten en prisión preventiva, la sentencia no importa; esa visión de la justicia que entra a una especie de Hoyo negro sin saber a dónde va a salir, correspondió con esos cambios políticos y acentuó la percepción de corrupción que permea a todo el siglo XX y que nos llega hasta el presente. Son dos cambios importantes que se cruzan y causan este déficit de justicia que tenemos ahora, en donde los ciudadanos no esperan del Estado, la verdad.
A veces pienso en la impartición de justicia como la eterna búsqueda de las dietas milagrosas. Si uno sube de peso veinte kilos en un año, ningún régimen alimenticio logrará que bajemos esos veinte kilos en menos tiempo.
En un Estado de derecho, la gente espera que, si ocurre un crimen, la policía va a resolverlo y encontrará al culpable. Al respecto, en México la gente es muy escéptica con toda razón, ha habido una disrupción entre el crimen, la verdad y la justicia. Trato de mostrar que esto no es de ayer, como tampoco es eterno, tiene una historia, va cambiando con relación a condiciones sociales, políticas y legales; y nos deja una herencia que vivimos ahora, el mismo escepticismo pese a que muchas cosas han cambiado.
Cuando el poeta Vladimir Mayakovski vino a México en 1926 —entró por el puerto de Veracruz desde Cuba—, escribió asombrado que la gente rica paseara con pistolas en sus cinturones mientras que mucha gente pobre caminara en huaraches, dispuesta a bolear los zapatos de los ricos. Él se preguntó si aquí en verdad había ocurrido una Revolución. Pienso en esto porque en tu libro mencionas que la idea de crimen, creció de la mano con la modernización de las ciudades después de la Revolución.
Hay una paradoja: en el siglo XX las ideas de crimen y lo criminal, se produjeron desde las ciudades como parte de la modernización cultural que incluía a la literatura detectivesca, el cine de gángsters, y los centros nocturnos, espacios que son a la vez peligrosos y atractivos, centrales en la cultura del siglo XX. En el libro trato de mostrar cómo se va creando esta imagen del criminal con relación a una noción de la modernidad y urbanización, más o menos de los años 40 a los 60. Obviamente, ahí había una contradicción con la vida rural de México, donde había habido una gran revolución, pero también, un rechazo y restablecimiento de jerarquías sociales con grandes desigualdades y abusos. Lo que digo es, miremos cómo la ciudad, los lectores, la gente que iba al cine, los abogados, trataban de dar cuenta de esas desigualdades y tensiones entre una modernidad que se supone debería de ser pacífica y civilizada, y una realidad que era muy bronca.
La literatura sobre temas rurales era la que tenía más apoyo oficial, era la literatura mexicana por excelencia, desde Mariano Azuela hasta Juan Rulfo. Era la literatura que se debía leer en la escuela. En mi opinión, es una literatura no útil para entender estas concepciones de la gente sobre el crimen y la justicia. Lo que sucede es que, la literatura detectivesca siempre ha sido considerada como un género menor —algo que empezó a cambiar a fines del siglo XX. Yo creo que es una literatura que nos puede decir mucho sobre cómo se percibía la modernidad y cómo se describían los peligros de la modernidad.
Cuando revisamos fotografías del archivo Casasola sobre los juicios de la época, es notorio el cambio posterior que tuvo la gramática visual de la nota roja. ¿Cuál es el papel que jugaron los medios de comunicación para consolidar esa idea del criminal?
Algo que a mí me sorprendió cuando hacía la investigación del libro, es cómo la nota roja, que apareció como un género popular en los años 20, era tan crítica del gobierno y del Estado. Ahí se publicaban cosas que los periódicos “grandes” no se atrevían a publicar. Y eso me llevó a tratar de entender la estructura económica de esa prensa. Lo que uno ve con claridad es que periódicos como La Prensa, Últimas noticias o todos estos periódicos amarillistas que yo llamaría de nota roja o policiales, vendían mucho. Ellos dependían de sus ventas, median constantemente el interés del público y no dependían de los grandes subsidios al gobierno como el del papel. Eso le permitía al periódico de nota roja hacer crítica durante las décadas de los años veinte hasta los cincuenta, cuando empieza a cambiar.
Me parece que tenemos que aprender a leer esa nota roja de la época, de una forma más cuidadosa y tratar de separarla de la nota roja actual, que es mucho más superficial, pornográfica y moralista… En cuanto a los lenguajes visuales que apuntas, eso es muy importante, la nota roja creó una forma de cubrir las noticias policiales, una forma de darle a los lectores toda la información que necesitaban para entender qué había pasado en un crimen. También cambió la forma de visualizar un crimen mediante la fotografía —aunque también, al principio de la nota roja, se utilizaban muchos dibujos o esquemas de la escena del crimen—. Y ahí hay una diferencia entre el presente y lo que yo llamo “la época dorada de la nota roja”: la fotografía de nota roja era fundamentalmente una fotografía forense. Lo que trataba de hacer el fotógrafo era establecer los hechos y la evidencia. Así que los encuadres, el uso del flash, la manera de capturar los rostros y la escena del crimen eran de una fotografía policial, que se incorporaba a la investigación. De hecho, encontré muchas fotografías de la prensa en los archivos y expedientes de la policía. Yo creo que los Casasola y otros fotógrafos de la época, tenían una visión muy cercana a lo policial. Luego eso se desarrolló de una forma diferente y lo que encontramos en otras décadas es que la fotografía de nota roja adquiere un poder muy grande, es una fotografía directa, con bastante calidad técnica, el mejor ejemplo es Enrique Metinides, quien creó un estilo propio que representa la capacidad de los fotógrafos para crear historias. Antes el reportero llegaba, escribía y luego iba el fotógrafo y salía la nota. De los años 60 en adelante, el primero que llegaba era el fotógrafo, llamaba al periódico y luego llegaba el reportero. Y a veces los periódicos ya ni siquiera mandaban los reporteros, hacían la nota a partir de las imágenes de los fotógrafos. Ahí vemos el cambio: al principio de la nota roja vemos mucha narrativa, muchas entrevistas, distintos testigos, columnas con información sobre el caso. En la nota roja tardía, es pura foto y pies de fotos sin una gran investigación.
Tu investigación está delimitada a México en un lapso de más de cuarenta años, sin embargo, la violencia y los códigos de la nota roja, pueden asociarse a otros países de América Latina. Esa historia de la infamia, también nos permite ver cómo se ha detentado el poder y cómo entendemos a la justicia, en una región en donde los conceptos son susceptibles a ser interpretados.
Con relación a los que dices de la justicia, es una característica del caso mexicano. Lo que trato de mostrar en el libro es cómo México, por culpa de la opacidad del sistema judicial y la ineptitud del sistema policial, la gente no confía en los agentes del Estado para saber qué es lo que pasó con un crimen. Si vemos en México, muchos ciudadanos, mucha gente de la sociedad civil pareciera decir: «La justicia no sirve para nada», «Quién sabe quién cometió este crimen», «La impunidad prevalece», «Si lidiamos con el crimen, que sea de una forma directa al margen de las leyes». Entonces, vemos en el libro, cómo se va normalizando la idea de un castigo extrajudicial. Por ejemplo, en México se aceptaba la Ley Fuga, me encontré con varios casos de criminales que eran detenidos, arrestados y señalados, pero nunca llegaban a ser sentenciados porque la policía los ejecutaba, de acuerdo a lo que esa ley decía: «Si se escapan pueden disparar a matar». Un recurso usado desde el siglo XIX contra los bandidos y que vemos claramente en el siglo XX como un castigo extra judicial.
Lo que me pareció impresionante es que no había un rechazo social frente a eso. Y frases como: «Mas vale eso que la farsa de la justicia». También está el uso de la tortura por parte de la policía, una práctica que se utilizó en México desde el principio del siglo XX: se tortura a sospechosos para obligarlos a confesar, el juez aceptaba la confesión y se cerraba el caso. Pero la tortura no era simplemente una forma ilegal de resolver un caso, también era una forma de castigo. Era parte de la realidad y sólo hacia fines del XX vemos que eso se denuncia como violación de los Derechos Humanos. Lo que trato de mostrar es cómo en México hubo una naturalización de esa violencia punitiva que nos ha dejado una violencia muy fuerte en la manera en que se aceptan los grandes números de muertos por causa del crimen organizado. Comparado con otros países, sí, hay mucho en común, por ejemplo la violencia extrajudicial en Colombia, aunque Colombia tiene su propia trayectoria, su propia condición, hay un periodismo judicial que tiene las mismas aspiraciones que el de Argentina o Brasil, que se parecen un poco a los tabloides estadounidenses y a los periódicos franceses, sí hay una serie de aspectos comunes de estas visiones de la justicia pero, me interesaba enfatizar esta particularidad del caso mexicano, en donde el escepticismo hacia la justicia y la violencia se combinan de una forma específica en el contexto histórico.
En México se reacciona más en esa lógica del escepticismo, al tiempo de que hay muy poca noción del derecho mexicano. Poca gente sabe de sus derechos y responsabilidades.
Había algo que yo llamo “alfabetismo criminal”, un conocimiento empírico de la gente sobre los conocimientos del crimen, la justicia, la corrupción; todo lo que no te enseñaban en la escuela pero que tú tenías que saber para sobrevivir en la ciudad. En Argentina, Lila Caimari lo llama “saberes profanos”. Había un conocimiento popular sobre la realidad del crimen y del castigo, que no estaba en la ley ni en el discurso oficial, pero nos explica mucho la relación entre los ciudadanos y el Estado.
Es un saber empírico, pero también es pragmático, es muy práctico. Cuando te enfrentas a una situación en donde tú eres víctima o a donde llega la policía no puedes decir: “La ley dice esto…” Eso no te va a sacar del problema. Se aprende de manera informal, con la experiencia; pero también esa información circula con la nota roja y el cine. Están basado en la realidad no en la legalidad.
Tú que eres amante de la literatura de Borges, él fue uno de los escritores que valoró a la literatura policial. Al final de tu libro tienes referencias literarias, nos hablas de William Burroughs, pones el ojo en obras de Rodolfo Usigli y Rafael Bernal. ¿Qué te permitió visualizar la novela negra para cerrar tu propuesta?
Normalmente los historiadores no utilizan a la literatura como una fuente, la miran como algo ajeno. Naturalmente, lo que se lee en la literatura no se puede tomar como realidad. Pero me di cuenta que si no leíamos esa literatura con seriedad, con cuidado, poniéndola en su contexto, nunca íbamos a entender completamente cómo los ciudadanos mexicanos entendían el problema del crimen y cómo se construía la verdad. Eso es lo que trato de explicar en el libro. La verdad no está ahí nada más, hay que investigarla, hay que interrogarla, hay que seguir distintos caminos para llegar a ella.
En varios países la verdad sobre el crimen se puede llegar a través de la ciencia, la violencia física la analizas en un laboratorio y te dice quién fue. En el caso de México no funciona así, o por lo menos no funcionaba así. La evidencia física no formaba parte de la construcción del camino a la verdad. Así que, leyendo la forma en que los detectives de las novelas mexicanas resolvían sus casos, me ayudó a entender cómo los lectores de esas historias de detectives, construían su propia realidad. Era una literatura en donde los detectives nunca eran parte de la policía. Para que un lector mexicano se tomara en serio lo que tú estabas escribiendo, tu héroe no podía ser un policía. Porque los lectores iban a asumir que los policías eran ineptos y corruptos. La gran mayoría de los detectives en la narrativa mexicana policial son aficionados, son civiles, pueden ser periodistas. Rafael Bernal en un principio escribe sobre un detective que era un arqueólogo, y en otras novelas hay distintos estudiantes que eran detectives. Eso era lo que tenían que escribir para que los lectores creyeran se podía llegar a la verdad. Eso es algo que me dejó claro lo que la gente pensaba sobre el Estado y la policía; porque conocer la ley y seguir al pie de la letra los dictados del código de procedimientos, no sirve para nada. Hay que usar trucos, hay que disfrazarse, hay que engañar, hay que hacer cualquier cosa con tal de llegar a esa verdad. Uno de los más populares detectives de novela era Máximo Roldán, un ladrón que resolvía homicidios y que de paso se robaba algo. Era un personaje creíble como también una parodia del género. Pero poseía algo que los lectores debieron haber entendido muy bien. Máximo Roldán no opera conforme a la ley, es inteligente, es perceptivo, es pragmático y resuelve los casos. Eso fue lo que me llevó a la literatura policial. Así descubrí toda una serie de novelas de las aventuras de Chucho Cárdenas, que se publicaban en la prensa los domingos, por un autor que firmaba como Leo Dolmo, que nadie sabe quién es. Es un misterio. Publicó como 200 de esas novelitas. Se ve que tenía muchos lectores, yo como otros investigadores no hemos llegado a descifrar quién era Leo Dolmo, probablemente hayan sido varias personas que trabajaron juntos.
También eso me llevó al libro Ensayo de un crimen (1944) de Rodolfo Usigli, y El complot mongol (1969) de Rafael Bernal, que son grandes libros más allá del valor que tienen históricamente, son grandes novelas negras.
Esa segunda parte del libro me permitió combinar el trabajo de historiador con el placer del lector.
¿Entre tus referentes no ha estado El libro rojo de Manuel Payno y Vicente Riva Palacio?
Hay toda una tradición desde el siglo XIX —a veces eran hojas sueltas, otras, libros por entrega—, sobre crímenes horrorosísimos o historias que mezclaban la maldad y el espanto. Eran muy leídas. Pero creo que lo que cambió en el siglo XX es que la lectura y las mismas historias que antes eran eventos pavorosos como los que retrataba José Guadalupe Posada, se convirtieron en problemas, en enigmas a resolver. Pasó de lo que yo llamaría una visión gótica del crimen a una visión de la maldad, de la oscuridad, de una especie de fuerzas negativas que son imposibles de explicar, que caracterizaban de cierta forma la literatura estadounidense. Se pasó a una visión detectivesca, racionalista del crimen. Tanto en el estilo de Sherlock Holmes, como en los libros de Agatha Christie, o la novela negra de Raymond Chandler o Dashiel Hammet. La tradición decimonónica del crimen espantoso y en cierta forma misteriosa, dio lugar a una idea de que se podía explicar el crimen y se podía entender a los criminales, más allá de que fueran monstruos, como eran representados en el siglo XIX: un loco que mata. En el siglo XX, se empieza a mirar al criminal como un ser racional que tiene sus objetivos e intereses. Ese es el gran cambio. Sin embargo, mucho de los lenguajes visuales, mucho de los estilos desde El libro rojo hasta la nota roja, continuaron, sin duda hay una rica tradición de ello en México.
Cuando te leía también pensé en G. K. Chesterton (1874-1936), tanto por sus novelas policiales como por el libro Lo que está mal en el mundo, donde hace una crítica dura a la “investigación social moderna” y de cómo los Estados buscan dar “soluciones” desde una perspectiva médica, pues miran al Estado como un cuerpo que tiene partes “enfermas”. Pensé en cómo la sociedad mexicana de ese momento veía al crimen, como algo que ocurría en las “partes enfermas” de la sociedad.
Sí, Chesterton me sirvió a mí para entender algunas cosas. Obviamente era un crítico del positivismo, de esa idea del Gobierno/Estado como una especie de maquinaria racional que perfecciona el funcionamiento de la sociedad. Él era un católico, y su visión de la sociedad y la redención era claramente determinadas por su religión. El protagonista de las novelas policiales de Chesterton era el Padre Brown, un sacerdote. Y lo que me sirvió mucho para entender a la novela mexicana es que, en las obras policiales de Chesterton está la parte detectivesca, la intuición, pero también hay una trama moral en las historias. Sí hay una evolución de los personajes y la resolución del caso, no es solamente una resolución intelectual, también lo es moral, donde se trata de reestablecer el bien o de redimir a los malos. Hay un arco que no es sólo intelectual, también moral. Y eso, en la literatura mexicana también es muy importante, había detectives que resolvían el caso, pero no le decían a la policía quién era el culpable porque les parecía que era un crimen justificado. Hay una trama intelectual donde se resuelve el caso y otra moral que otorga un juicio. Eso me llevó a entender a Rafael Bernal, que era un católico y que, en toda su narrativa, tanto en sus cuentos policiales hasta El complot mongol, tiene una especie de historia de redención y culpa, en este caso un pistolero muy malvado pero que siente que sus manos están sucias de sangre. Yo creo que podemos leer a Bernal no sólo como un cínico; como la mayoría de los autores de la novela negra mexicana, también cree que es posible la redención.
Y estoy seguro, que esa generación leyó mucho a Chesterton, por ejemplo, Juan Bustillo Oro (1904-1989), escritor y director de cine, tiene cuentos inspirados en Chesterton.
Al final del prólogo, agradeces a tus colegas, familia y alumnos, con quienes compartiste el manuscrito del libro. ¿Qué te ayudaron a ver?
Como todos los proyectos, el manuscrito fue muy distinto al resultado final. Yo pretendía escribir un libro sobre todo el siglo XX y que llegara hasta el presente. En un momento, me di cuenta, que lo que había sucedido en la década de los años 20, había sido muy interesante. Y que teníamos que tratar de entenderlo en sus propios términos y no con relación a nuestro presente. ¡Es tan terrible lo que está pasando ahora! Por eso decidí no llegar hasta el presente. Pero como señalas, en parte no fue mi decisión, tuvo que ver la conversación con la gente que iba leyendo los avances, mis alumnos, mis colegas en Columbia y México, escuchándolos, entendí mucho. Otra cosa, siempre pensé en este libro en español, pero como trabajo en Estados Unidos tengo que producir en inglés. Así que lo escribí en inglés pensando en publicarlo en mis términos en la editorial de la Universidad de California, y luego tener una traducción que tenga valor por sí misma. Y gracias a la traductora Claudia Itzkowich, quedó muy bien el libro, pues mejoró mucho para los lectores en español lo que yo decía en inglés. La colaboración con ella y la de Tomás Granados de La editorial Grano de Sal, me parece que definió mejor al texto. Un libro no se escribe solo, se escribe en conversación con mucha gente. Este libro me tomó muchos años porque fue una larga conversación.
Cuando te habla de América Latina, pensaba también en Operación masacre (1957) de Rodolfo Walsh, es inevitable devorar ese libro sin pensar en Ayotzinapa. Somos países jóvenes cuyas independencias y guerras civiles ocurrieron en las últimas dos centurias.
Hay un legado común, el colonialismo y las formas en la que se obtuvieron las independencias. Una sincronía muy significativa. Sin embargo, me parece que los países latinoamericanos nos hemos olvidamos, desde Argentina hasta México, que fueron las primeras naciones que se formaron en el sentido moderno. Europa todavía tenía reinos que se estaban unificando o separando —Francia era algo complicado, Inglaterra tenía varios reyes—, cuando en Latinoamérica surgen las primeras entidades modernas del Estados-Nación. Son los Estados Latinoamericanos donde se declaran independencias y se crean Estados constitucionales, obviamente con grandes imperfecciones y desigualdades. Algo que tuve muy presente en el libro es que, en México y diría que también en Argentina, siempre ha existido la idea de que los ciudadanos tenemos derechos, desde la fundación del país hay una promesa de justicia, desde la declaración de la independencia la justicia era un punto central en términos de igualdad. Y las constituciones, en su mayor parte liberales del siglo XIX, eran constituciones que escribían los derechos que tenía la gente: Derecho a elegir, derecho a ser elegido, derecho a la libertad de expresión, derecho a la ciudadanía. En varios aspectos, América Latina estaba delante de todo el mundo, incluso de Estados Unidos. Esos derechos siguen con nosotros. Parte de la historia que quiero mostrar en el libro es que la sociedad civil mexicana desde los años 20, ha luchado por reivindicar su derecho a la verdad, es un derecho que no está en la constitución pero que está implícito en el derecho a la justicia. Es decir, nosotros como ciudadanos tenemos el derecho de que nos digan la verdad y tenemos derecho a buscar la verdad. Es un derecho que se ha hecho más importante en América Latina después de las dictadoras en los años 70. Si habremos de pasar a la democracia, debería de haber una verdad histórica revelada e investigada. Ese derecho a saber lo que ha pasado, cada vez se vuelve más importante. En México está en la necesidad de saber qué pasó con los desaparecidos en Ayotzinapa, con las víctimas de la guerra contra las drogas y las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Este derecho a la verdad no es una cosa nueva, tiene su historia, y mi libro es un pequeño capítulo de esa historia.
Imagen de portada: Salón México (1948), Emilio «El indio» Fernández. Fotografía de Gabriel Figueroa.