La escritora entrerriana ha delineado una narrativa desde el universo de la provincia argentina donde el peso del paisaje asola a cada uno de sus personajes; es, sin duda, una de las narradoras argentinas que marca el rumbo de la literatura latinoamericana actual
Ciudad de México (N22/Ana León).- Dos libros tengo a la mano de Selva Almada, El desapego es una manera de querernos (Random House, 2015) y El viento que arrasa (Mardulce, 2013), un factor común en ellos y en muchos otros de los textos de esta escritora entrerriana, es el paisaje de provincia; el peso que tiene el clima en la vida de aquellas personas que tienen una relación muy estrecha con éste. En El viento que arrasa son la tierra seca, cuarteada, una carretera donde el calor del Chaco no da tregua y una lluvia torrencial casi infinita los que acompañan la narración en una especie de tiempo sin tiempo, porque de alguna manera así sigue siendo en provincia, donde los días parecen ser más largos y donde el cambio de las estaciones y sus matices, se revelan de formas más contundentes, un poco definiendo lo que somos.
«Como los universos de los relatos transcurren en geografías no urbanas, ahí el paisaje me parece que tiene una impronta mucho más fuerte en el mundo de esos personajes o en la vida de esos personajes. Yo misma nací y crecí en la provincia, en un pueblo muy pequeño [Entre Ríos, 1973] del interior de la Argentina; mi experiencia con el paisaje de chica ha sido muy estrecha. Ese paisaje era también el terreno de los juegos, el lugar donde nos movíamos, donde vivíamos, donde de alguna manera también íbamos descubriendo el mundo en los animales, en la muerte de los animales; en las plantas, cómo iban cambiando los árboles de acuerdo a las estaciones, sobre todo en los primeros años de mi vida, porque terminando la adolescencia me mudé a una ciudad y ahí fue cuando tuve una experiencia un poco más urbana de vida, pero hasta los 17 años que viví en un pueblo, esa experiencia con el paisaje siempre fue muy estrecha y estuvo muy entramada con mis propias vivencias y con mi propia autobiografía», me cuenta Almada en una entrevista que ocurrió en el marco de la pasada Feria Internacional del Libro de Oaxaca, donde ella junto con Cristina Rivera Garza y Juan Pablo Villalobos, inauguraron la edición de este año.
En la ciudad no pasa eso. En la ciudad el tiempo nunca alcanza y el clima, a veces, parece un mero accesorio. En El desapego es una manera de querernos, ese paisaje da forma a varias vidas adolescentes y también las acompaña. Pero en el centro de esa postal del interior, en la convivencia con esa naturaleza indómita y a veces olvidada, hay algo que flota, una especie de bruma que enrarece la vida y sus acciones. Esa atmósfera enrarecida que se cuela tanto en su trabajo de ficción, como de no ficción, y que no llega a ser un género como tal, pero es parte de lo que hace que el lector siga dando vuelta a las páginas.
No es la única que da un peso relevante al paisaje en sus relatos. Almada pertenece a una generación de escritoras estupendas argentinas como Ariana Harwicz o Mariana Enriquez, en cuyos textos también hay un énfasis intencional y calculado para delinear a sus personajes y a sus historias muy apegadas al paisaje. Al clima del interior. También lo hace Leila Guerriero en algunas de sus crónicas; argentina también, ella pertenece a una generación anterior. Pero igual que en Chicas muertas de Almada, en Los suicidas del fin del mundo, de Guerriero, ambos trabajos de no ficción, la geografía tiene peso.
«Uno de mis primeros libros es una serie de relatos autobiográficos que se llama Una chica de provincia (2007), entonces ahí el paisaje aparecía un poco naturalmente casi como un anécdota más, como algo que estaba muy vinculado a estas experiencias que yo narraba en estos cuentos.
»Después cuando empecé a escribir ficción, que mi primer novela es El viento que arrasa, ahí vuelve a aparecer el paisaje pero no como un escenario donde simplemente se mueven los personajes, sino que empieza a tener también acción e interacción con esos personajes. Y bueno, aparece un poco de una manera espontánea, pero cuando me di cuenta, ese paisaje ya había casi tomado un rango de personaje. En las otras novelas, sobre todo en la última [No es un río], eso está trabajado mucho más a conciencia; la presencia del río y del monte realmente tiene casi como visos antropomórficos. El monte como una especie de animal o como una humanidad enorme; el río lo mismo. Creo que tiene que ver con dónde se sitúan estas historias y con que yo trabajo con la geografía del interior de Argentina. Y que ahí el paisaje no diría que es determinante, pero sí que tiene una gran influencia en la vida, en el lenguaje, en la filosofía de vida de esos personajes […] el tiempo en la provincia es mucho más laxo, a veces hasta parece detenido. Yo a veces pienso o siento cuando vuelvo, que hay lugares en los que parece que es una década antes de lo que es en la ciudad. Y eso trato también que sea parte del tiempo del relato. Como que en los relatos también hay algo suspendido, como una atmósfera que por momentos justamente se vuelve enrarecida por lo lenta, por tratar un poco de apropiarme en los relatos del tiempo real de las provincias.»
Hay investigación periodística en los tres relatos que constituyen Chicas muertas (Random House, 2014), una narración sobre tres femicidios en la provincia Argentina; hay referencias a otras plumas en ficciones como en esa especie de trilogía masculina que constituyen El viento que arrasa, Ladrilleros y No es un río —ésta última recientemente publicada por Random House, pero que aún no llega a México—, entre ellas Flannery O’Connor; pero también hay en todos y cada uno de esos textos, una idea del mundo filtrada por el feminismo que lo cruza todo sin caer en lo panfletario. Por este tipo de temas y por la forma en la que trata la masculinidad en varias obras [en específico en la trilogía antes mencionada], su obra ha sido calificada tanto feminista como masculina.
«Yo soy feminista», dice, «y trato como autora y como persona bastante pública que soy, de activar y de opinar sobre temas de feminismo y sobre temas que involucran la vida de las mujeres y no sólo de las mujeres, porque también aquí en Argentina el índice de travesticidios es muy alto; temas que tiene que ver con políticas de género en los que siempre estoy tratanto de entrometerme y de opinar y de decir algo al respecto y de colabrorar desde donde puedo.
»En Chicas muertas, creo que aparece claramente porque además era un libro donde yo quería hablar de la violencia de género, donde el objeto del libro son esos tres femicidios, pero también es un poco narrar cómo yo como mujer, me fui formando a lo largo de la vida y, sobre todo, en esos años que son tan importantes como la infancia y la adolescencia, donde también estás muy sola y muy indefensa y muy vulnerable, donde tampoco tenés mucha gente con la cua hablar de las cosas que te preocupan. Cómo los mandatos, las obligaciones, las cosas que se “suponía” que nos correspondía hacer a la mujeres terminan de manera muy negativa en tu vida. Toda una serie de cosas que la Argentina están cambiando actualmente gracia a los feminismos y gracias a que muchas chicas adolescentes también se volcaron al activismo y están súper atentas y leen y reflexionan sobre el tema. En ese libro concretamente eso está muy expuesto, muy presente y muy en primer plano.
»Después en las novelas, en vez de centrarme en el mundo de las mujeres, me centro en el mundo de los varones, que es un poco lo mismo, porque es ver el tema desde otro lado. Es ver, bueno, estos varones que se creen con el derecho de operar sobre la vida de las mujeres, de matar, de violar, ¿qué pasa entre ellos?, ¿cómo se relacionan entre ellos?, ¿por qué se tejen esas alianzas varoniles para la violencia que no se tejen entre las mujeres? Las mujeres no nos agrupamos para violentar, nos podemos agrupar, como se ha demostrado en los últimos años, para reclamar, para pensar cómo romper con la violencia de género, pero no para ejercer violencia sobre alguien más vulnerable. Las mujeres no nos juntamos para violar, en cambio en los hombres es una práctica bastante común, desgraciadamente. Un poco es también una especie de curiosidad que yo siento de por qué, ¿por qué ocurre eso con los varones que no ocurre con las mujeres? Trato de encontrar, de indagar en estas cuestiones desde la literatura, por supuesto, yo no soy socióloga, no soy una académica, ni estudiosa del tema en el sentido cabal de la palabra; me acerco con una curiosidad humana y con una curiosidad que tiene más que ver con la ficción y con la literatura y con cómo yo me imagino que se construyen esas relaciones. Me las imagino y otro poco las sé porque he tenido toda mi vida contacto con los varones y más o menos he podido ver cómo se construyen esos universos.»
Y en la construcción de esos universos, volvamos al paisaje, pues a través de estas postales y atmósferas, Almada establece un diálogo no intencional con otra de sus contemporáneas, Mariana Enriquez, en ambas, la naturaleza, la provincia y lo cotidiano devienen escenarios donde habita la maldad. La naturaleza como ese espacio idílico que deviene espacio donde aquello malo asociado sólo a la ciudad, también sucede. La casa como ese espacio seguro por antonomasia, pero donde por el contrario, el mal inicia, la violencia se arraiga o las personas desaparecen. Y ese cotidiano donde el horror se hace visible.
«Me parece que hay una fantasía a veces, desde la visión urbana o de las grandes ciudades sobre las provincias. Hay una idea de que no hay violencia, de que la ciudades son mucho más peligrosas que los pueblos del interior. Y un poco lo que yo trato de narrar en las novelas, y bueno en Chicas muertas, que es una no ficción con una investigación de femicidio ocurrido en pueblos de provincias justamente, es que no es que no exista violencia fuera de las ciudades, es que es otro tipo de violencia y una violencia que se da de otra manera. En los relatos, sobre todo, en los relatos de ficción, siempre aparece como algo contenido, como algo subterráneo que en algún momento de la trama estalla y cuando eso estalla, suele tener proporciones bíblicas. Cuando realmente esa violencia que está como aquietada, en realidad no sé si aquietada sea la palabra, pero que no está tan expuesta como en las ciudades, es una violencia que está latente. Latente creo que es la palabra exacta. Como algo que se siente todo el tiempo, la atmósfera de las tramas que se siente en el interior de los personajes y que está tratando de salir y que cuando sale, es un estallido.
»Creo que Mariana lo lleva mucho más allá, porque lo suyo es más de género que lo mío. En mis relatos que por ahí son más realistas, esto aparece como una niebla, como algo que de repente enrarece las situaciones, pero que no está completamente trabajado como un género. Pero yo creo que también tiene que ver con que la vida en las provincias es así. Vivimos mucho a partir de las leyendas que siempre son relatos fantásticos, de seres, de metamorfosis de plantas y de animales, y para explicar cada animal hay una leyenda; hay mucha mitología que circula todo el tiempo en nuestros relatos pueblerinos. La convivencia con el curanderismo, con lo esotérico y con lo realista, es casi como parte de la vida normal de las personas.»
Imagen de portada: El Clarín / Juan Manuel Foglia