«Caballo fantasma» (fragmento)

Una joven arquitecta escribe y lee los diarios que ha acumulado a lo largo de diez años. Hace seiscientos días que su madre murió. Leonora, su madre, siempre ha sido un fantasma

Ciudad de México (N22/Redacción).- Karina Sosa Castañeda es escritora y también editora, fundadora del proyecto Zopilote Rey. Hace unas semanas su primera novela vio la luz bajo el sello Almadía: Caballo fantasma. Que es sí, una novela, pero también una especie de diario, de memoria de lo inasible. Ésta fue escrita mientras trabajaba como bibliotecaria en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca.

A continuación, un fragmento de esta primera novela que nos comparte la editorial Almadía.

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Mi madre murió hace seiscientos días. No he podido llo­rar. Hoy he venido a solas a un hotel que antes fue un convento. Un exconvento donde Italo Calvino escribió: “Huajaca se escribe con h…”, el inicio de “Bajo el sol jaguar”.

Yo pienso en las ausencias. Soy despiadada: en el fondo la muerte de mi madre es un pretexto literario. Un recur­so más para paliar mi angustia. Estoy en este sitio por mi imposibilidad: no tengo con quién llorar y: “¿Qué es la muerte sin lágrimas?”.

En este hotel parezco una turista distraída. Alquilé una habitación en la que pasaré la noche. Tengo un pan­talón negro en la bolsa y unos zapatos de terciopelo azul. Pienso en Miyako Ishiuchi, la japonesa que retrata series de objetos. Podría hacer una serie que reúna los objetos de mi madre ausente. Quizás cada una de sus pertenen­cias se ha evaporado del mundo. Ojalá fuese así. Ojalá con los muertos se esfumaran de la tierra cada uno de los objetos que los acompañaron en vida.

No traje a este hotel un retrato de mamá. Tampoco un libro. Solo los diarios que he escrito durante los últi­mos diez años, a los que llamo Una mujer sin importancia. Hago apuntes:

“Deseo escuchar muy de cerca las voces de esos tu­ristas silenciosos que apenas y forman un rumor que as­ciende desde el balcón hasta mi cama. Deseo beber anís con granos de café. Como lo hacía Onetti.

Onetti fumaba todo el tiempo, y hablaba siempre pau­sado, siempre procurando el silencio. Mamá está muerta y me heredó una idea: la idea de que su vida estuvo ínti­mamente ligada a la vida de los caballos”.

Nunca supe nada de mi madre. Supe apenas su nom­bre. Supe que nos separamos porque era lo mejor. Por su fragilidad, por el temperamento de mi padre, porque yo para mi madre pertenecía a otra vida. A la vida de mi padre.

Pero su ausencia, la ausencia de mi madre, solo me pesó en el momento en que me informaron: Tu madre murió. Nunca antes.

Mamá tenía sus razones. Y mi padre no tuvo nunca ganas de decir nada. Crecimos así: juntos mi padre y yo, sabiendo que una mujer que estaba ausente, como un fan­tasma, me había traído al mundo. Y que eso bastaba.

Quisiera decir que fumaré y colgaré un letrero que diga: No estoy. Pero en este hotel no se permite fumar. Y además nadie me buscaría. Menos aquí. Apunto en mis diarios una frase de Onetti: “Es cierto que no sé escribir, pero escribo sobre mí mismo”.

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Curzio Malaparte, Primera sangre:
“Lo que más me inquietaba, desde que tenía tres o cua­tro años, era sentirme rodeado de hechos misteriosos. De la mañana a la noche, cada vez que abría la boca era para pedir la explicación de algún misterio: «¿Quién ha hecho la pared?, ¿quién ha hecho el caballo?, ¿quién ha hecho el carro?, ¿quién ha hecho el cielo?»”.

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La primera vez que pensé de manera concreta en per­seguir el rastro de los caballos, fue el día en que N se despidió para siempre de mi vida.

Podría decir que N es un fantasma. Lo digo para con­ solarme. Pero sé que estoy mintiendo. Es claro que N existe: tiene un cuerpo, anda por el mundo, como esas imágenes de mi memoria en las que los caballos duer­men, acurrucados en las piedras, con su aliento tibio, así, como en un recuerdo muy lejano, la voz y las manos de N van y vuelven de mi memoria a un vacío.

En mis cuadernos sin importancia hay algunas cosas sobre N. Pero es como si su ausencia pesara más.

En mi diario hay poemas que copié de viejos libros, subrayados de mis lecturas, fotografías, recortes, pala­bras, notas, listas de compras, de pendientes, de deseos, de días de cumpleaños, de números. Direcciones de gente que he dejado de ver.

Mi padre odia las listas. Dice que no cumplen ningún objetivo en el mundo. Yo hago listas para desquiciar a mi padre. Lo desquicio en secreto.

Mi padre, al igual que casi todo el mundo, no sabe nada de mí.

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¿Alguien que te habita brevemente, apenas un segundo, puede existir en ti eternamente?

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Creo que N comparte cumpleaños con Sándor Márai. Leo los diarios de Sándor Márai constantemente. Pienso en sus últimos años, sufriendo la lenta agonía de su mujer, Lola. Pienso en el día en que Sándor Márai decidió sui­cidarse, en cómo se puede llegar a saber que ese día es el día.

No quiero comprender a Sándor Márai. Pienso en él paseando por el parque Vérmező, mientras en la calle el cochero fuma. Márai entraría a un café a leer algún pe­riódico y a quedarse quieto.

Afuera lo esperan el cochero y su caballo. El caballo del cochero apenas y se movería, como una vieja monta­ña de piedras negras aterciopeladas.

Un caballo es también un montón de piedras atercio­peladas que aguardan el movimiento.

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Hace muchos días que mi padre guarda silencio durante la cena. A veces le cuento mentiras. Le digo que casi ten­go el dinero suficiente para irme de este país. Mi padre pone cara de entusiasmo y dice que no hace falta, que po­dré irme a donde yo quiera porque él ha trabajado para eso.

Te mereces todo. Ya verás, eso dice y luego le cuento más mentiras. Le hablo de Kevin. Mi padre es feliz con la idea de que Kevin me acompañe durante el resto de mi vida. Le digo que así será. Repito mentiras para que mi padre sea feliz.

Mi padre no tiene idea de mi búsqueda. No sabe que ando hurgando en cosas de muertos, fantasmas, menti­ras, caballos…

Quiero enunciar una larga sentencia que lo cimbre. Que haga que mi padre reúna algo de valor y me ofrezca una respuesta. Cualquier respuesta.

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¿Te gustan los caballos? Tu madre amaba los caballos.

Me lo dice el hombre que acompañó a mi madre los últimos veinte años de su vida. Pienso en cómo se cono­cieron. Lo pienso en este instante breve. Huele a parafina y estamos en un velatorio demasiado grande, la alfombra es del color de la sangre humana. En otra sala hay panqué de manzana, café y chocolates como regalo para quienes acudieron al velorio. Pienso en el Ganges, en los puestos de comida y en la muerte flotando en el agua. Tengo ga­nas de vomitar allí mismo. Estoy dopada. Antes de venir tomé Lexapro, lo he tomado un par de veces. Ahora mis­mo siento que caeré desvanecida pero algo en mi interior resiste.

Miro a ese hombre, al viudo de mi madre, y sé que no es un fantasma. Arrastra las palabras. Apenas y puede de­cirme algo que yo intento no escuchar. Sus ojos verdes y el cuerpo rígido. ¿Qué los unía? Un actor de televisión y mi madre.

Pienso en las lágrimas de ese hombre. ¿Quién fue mi madre? ¿Qué es un caballo en el mundo? ¿Qué es un ca­ ballo para mí? Un caballo en el mundo…

En el ataúd mi madre parecía una mujer dulce. Tenía los ojos cerrados. Me hubiese gustado que sus ojos me mi­raran ahora. Sus manos entrelazadas me recordaron mis propias manos. El vestido negro parecía el de una anciana solemne.

¿Qué tenía que ver esa mujer pequeña, y siempre en­ferma, siempre con la respiración entrecortada y los ner­vios destrozados, con los caballos?

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Cuando terminé la universidad y volví a casa, papá insis­tió en que yo viviera con él. Lo hice una semana, mien­tras encontraba un nuevo departamento.

El quince de septiembre, me mudé al departamento de la calle Hidalgo. No fue necesario hacer una mudan­za. Regalé los libros que había comprado durante cuatro años de universidad a compañeros, le dejé otros al nue­vo inquilino, según dijeron los caseros un estudiante de odontología. Solo conservé una edición bastante vieja del Decamerón de Boccaccio. Eso y la ropa. Mis viejas botas negras.

¿Cuántos objetos caben en la maleta de vuelta a casa? ¿Qué objetos te llevarías a una isla desierta, en Oaxaca? Un libro, unas botas y un abrigo.

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Septiembre fue bastante lluvioso en Oaxaca. Tres sema­nas y todavía no entendía qué estaba haciendo allí.

Algunas noches, de ese primer mes, me despertaba pensando que estaba en el departamento de la otra ciudad. Pensaba en el espejo antiguo, frente a la cama, ex­trañaba la luz amarilla de la lámpara que compré recién llegada a la ciudad, en una tienda de antigüedades. En aquella época tenía veintitrés años.

Ahí, en ese departamento de estudiante universitaria, me sentía dentro de una caverna. Había humedad en las paredes. Me gustaba mi habitación, y la estrecha sala co­medor con el sofá cama que era nuevo y en el que a veces dormía. A veces Kevin dormía allí. Recuerdo que com­pré, además de la lámpara, un par de almohadas, cucha­ras, platos, un librero de tres divisiones (bastante barato y endeble) y una cortina de plástico azul que dividía la regadera de la taza de baño.

Me gustaba ese lugar en donde yo a veces ponía flores. En donde no estaba prohibido fumar, aunque yo no fumaba.

Me gustaba que era una casa dentro de otra casa: ba­jando las escaleras, al fondo de un pasillo decorado con plantas artificiales, vivían los caseros.

Me gustaba ser otra en esas paredes azules.

En Oaxaca, en el departamento amplio y bien ilumina­do, al que llegaba el olor del limonero del patio por las noches, extrañaba mi caverna, la humedad, ser una ex­tranjera en una ciudad donde eres un fantasma, donde siempre estás solo. Extrañaba eso: no pertenecer.