Sexto Piso nos comparte un fragmento de: “La canción de los vivos y los muertos”

Un guiño a William Faulkner, Flannery O’Connor o Toni Morrison, en esta novela que aborda los conflictos raciales

 

Ciudad de México (N22/Redacción).- Bajo la traducción de Francisco González López, la editorial Sexto Piso publicó La canción de los vivos y los muertos, novela de la escritora estadounidense Jesmyn Ward, que se ha escrito, nos remite a Faulkner y a esos grandes maestros cuyas obras y su lectura nos convierten en mejores seres humanos frente a un mundo hostil.

“La canción de los vivos y los muertos es a la vez una novela de carretera, una novela de aprendizaje, un retrato del conflicto racial que aún hoy lastra las vidas de la gente corriente, y, ante todo, la pequeña epopeya de una familia y los fantasmas que la acechan.”

Sexto Piso comparte con nosotros un fragmento de esta obra que obtuvo el National Book Award y que fue considerada una de las mejores novelas del 2018.

 

***

CAPÍTULO 1. JOJO

 

Me gusta creer que sé lo que es la muerte. Me gusta creer que es algo a lo que podría mirar de frente. Cuando Pa me dice que necesita mi ayuda y veo ese cuchillo negro deslizarse por el cinturón de sus pantalones, sigo a Pa fuera de la casa, intento mantener la espalda erguida, los hombros rectos como una percha, así camina Pa. Intento que parezca que para mí es algo normal y aburrido para que piense que he aprendido algo en estos trece años, para que Pa sepa que estoy listo, que puedo extraer lo que hay que extraer, separar las tripas del músculo, los órganos de las cavidades. Quiero que Pa sepa que puedo mancharme las manos de sangre. Hoy es mi cumpleaños.

Sujeto la puerta para que no se cierre de golpe, la encajo con suavidad en la jamba. No quiero que Ma o Kayla se despierten y vean que no hay nadie en casa. Es mejor que duerman. Es mejor que mi hermana pequeña, Kayla, duerma, porque las noches en que Leonie está trabajando fuera, se despierta a cada hora, se sienta en la cama y grita. Es mejor que Ma duerma, porque la quimio la ha dejado seca, la ha vaciado igual que el sol y el aire al roble negro. Pa zigzaguea entre los árboles, erguido, delgado y oscuro como un pino joven. Escupe en la tierra roja, reseca, y el viento mece los árboles. Hace frío. Esta primavera es testaruda; casi ningún día le hace hueco al calorcito. El frío se estanca como el agua en una bañera que no desagua bien. Dejo la sudadera en el suelo del cuarto de Leonie, que es donde duermo, y mi camiseta es fina, pero no me froto los brazos. Si dejo que el frío me intimide, sé que al ver a la cabra me encogeré de miedo o arrugaré la cara cuando Pa le corte el pescuezo. Y Pa, sabiendo cómo es, se dará cuenta.

–Mejor dejamos que la niña siga durmiendo –dice Pa.

Pa construyó nuestra casa él solo, estrecha por delante y alargada, cerca de la carretera para no tener que talar los árboles del resto de la finca. Puso la pocilga y el establo para cabras y el gallinero en pequeños claros del bosque. Tenemos que pasar por la pocilga para llegar a las cabras. La tierra es negra y está embarrada de mierda, y desde que Pa me azotó cuando tenía seis años por correr por la pocilga sin zapatos, nunca he vuelto a andar descalzo por aquí. «Puedes pillar lombrices», dijo Pa. Esa noche, más tarde, me contó historias sobre él y sus hermanos de cuando eran jóvenes y jugaban descalzos porque sólo tenían un par de zapatos cada uno y eran para ir a la iglesia. Todos pillaron lombrices, y cuando iban a la letrina, a todos les salían lombrices por el culo. No se lo dije a Pa, pero eso fue más efectivo que los azotes.

Pa elige a la desafortunada cabra, le ata una cuerda al cuello con un nudo como de horca y la saca del establo. Las otras balan y corren tras él, le golpean las piernas, le lamen los pantalones.

–Venga, venga –dice Pa, y las aparta de un puntapié.

Creo que las cabras se comunican entre ellas; puedo verlo en sus agresivos cabezazos, en cómo muerden los pantalones de Pa y tiran de él. Creo que saben lo que significa esa cuerda atada al cuello. La cabra blanca con mechones negros se mueve de lado a lado, se resiste, como si se oliera lo que va a venir después. Pa la arrastra, pasa por delante de los cerdos, que se acercan a la verja y le gruñen porque quieren comida, y sigue por el camino que conduce al cobertizo, que queda más cerca de la casa. Las hojas me castigan los hombros, me arañan la piel y me dibujan rayas blancas en los brazos.

–¿Por qué no dejas esto más despejado, Pa?

–No hay bastante espacio –responde Pa–. Y nadie tiene que ver lo que tengo aquí detrás.

–Pero si los animales se oyen desde allí. Desde la carretera.

–Y si alguien viene aquí a enredar en mi ganado, yo lo voy a oír a través de esos árboles.

–¿Crees que algún animal dejaría que alguien se lo llevara?

–No. Las cabras tienen muy mala baba y los cerdos son más listos de lo que te crees. Y violentos. Si se acerca un desconocido, seguro que le meten un bocado.

Pa y yo entramos al cobertizo. Ata la cabra a un poste que ha clavado en el suelo y la cabra le gruñe.

–¿Conoces a alguien que tenga los animales sueltos? –dice Pa.

Y Pa tiene razón. No hay nadie en Bois que tenga los animales sueltos por los campos, ni delante de sus casas.

La cabra menea la cabeza de lado a lado, tirando hacia atrás. Intenta deshacerse de la cuerda. Pa se sienta a horcajadas sobre ella y le pone el brazo bajo la quijada.

–Big Joseph –digo.

Quiero mirar fuera del cobertizo cuando lo digo, hacia atrás, al día frío y verde chillón, pero me obligo a mirar a Pa, a la cabra con el pescuezo levantado, lista para morir. Pa resopla. No tenía que haber dicho ese nombre. Big Joseph es mi abuelo blanco, Pa es mi abuelo negro. He vivido con Pa desde que nací. He visto a mi abuelo blanco dos veces. Big Joseph es regordete y alto y no se parece en nada a Pa. Ni siquiera se parece a Michael, mi padre, que es delgado y está lleno de tatuajes. Algunos se los hicieron aspirantes a artistas de Bois; otros, cuando estuvo trabajando en alta mar; y otros, en la cárcel.

–Bueno, vamos al lío –dice Pa.

Pa lucha con la cabra como si fuera un hombre y las patas de la cabra ceden. Cae boca abajo sobre la tierra, gira la cabeza a un lado y se queda mirándome con la mejilla hundida en el suelo del cobertizo, polvoriento y lleno de sangre. Me muestra su ojito, pero yo no aparto la mirada, no pestañeo. Pa la raja. La cabra emite un sonido como de sorpresa, un balido seguido de un gorgoteo, y luego hay sangre y barro por todas partes. Las patas de la cabra se vuelven como de goma, sin fuerza, y Pa ya no tiene que forcejear más. De pronto, se levanta y le ata una cuerda a la cabra por los tobillos y levanta el cuerpo y lo cuelga de un gancho que hay en el techo. Ese ojo… todavía empañado. Me mira como si yo le hubiera cortado el pescuezo, como si yo la estuviera desangrando, como si yo le hubiera teñido de sangre la cara.

–¿Preparado? –pregunta Pa. Y entonces me mira, rápido. Asiento. Frunzo el ceño, tengo el rostro tenso. Intento relajarme mientras Pa corta a la cabra por la patas, como abriéndole costuras de pantalón, de camisa, cortes por todos lados.

–Agarra de aquí –dice Pa. Señala un corte en el estómago de la cabra, así que meto los dedos y agarro. Aún está caliente y húmedo. «Que no se te escurra», me digo a mí mismo. «Que no se te escurra».

–Tira –dice Pa.

Tiro. La cabra está del revés. Todo está viscoso y hay un olor rancio y penetrante por todos lados, como un hombre que lleva días sin bañarse. La piel sale como la cáscara de un plátano. Siempre me sorprende. Lo fácil que sale cuando tiras. Pa está tirando fuerte del otro lado y después corta y arranca el pellejo a la altura de los pies, pero a mí no me sale, así que Pa se encarga de cortarlo y arrancarlo.

–Por el otro lado –dice Pa.

Agarro la costura que está al lado del corazón. La cabra está todavía más caliente aquí y me pregunto si el pánico de su corazón le habrá calentado el pecho, pero luego miro a Pa, que ya está arrancando la piel del extremo de la pata, y sé que mis divagaciones mentales me están retrasando. No quiero que interprete mi lentitud como miedo, como debilidad, que crea que no soy lo bastante mayor para enfrentarme a la muerte como un hombre, así que agarro fuerte y tiro. Pa arranca el pellejo del pie del animal y entonces la cabra se balancea del techo, toda rosa, sólo músculos, absorbiendo la poca luz que hay, brillando en la oscuridad. Lo único que queda de la cabra es la cabeza peluda y, en cierto modo, esta imagen es peor incluso que cuando Pa le cortó el pescuezo.

–Trae el cubo –dice Pa.

Voy a por el cubo de metal que hay en uno de los estantes del cobertizo, al fondo, y lo coloco debajo del animal. Recojo la piel, que ya se está endureciendo, y la echo al cubo. Cuatro trozos de piel.

Pa corta el estómago por la mitad y los intestinos salen fuera y caen al cubo. Sigue cortando y huele fatal, como a mierda podrida. Huele a mendigo muerto, putrefacto, en mitad del bosque, cuando el único rastro que queda de él es el hedor y los buitres merodeando. Huele a comadrejas o armadillos atropellados en la carretera, descomponiéndose en el asfalto bajo el calor. Peor incluso. El olor es peor: es el olor a muerte, a la putrefacción de algo que estaba vivo, algo caliente con sangre y vida. Hago una mueca intentando poner la cara de peste que pone Kayla cuando se enfada o se impacienta; para los demás es como si hubiera olido algo desagradable; sus ojos verdes bizquean, la nariz se vuelve un champiñón, abre la boca y enseña sus doce dientecitos de bebé. Quiero poner esa cara porque cuando arrugas la nariz es como que echas el olor fuera y parece que es menos, igual así consigo cortar esta peste a muerte. Sé que son el estómago y los intestinos, pero lo único que puedo ver es la cara de peste de Kayla y el ojo blandito de la cabra y entonces no puedo quedarme quieto y salgo por la puerta del cobertizo y vomito sobre la hierba. La cara me arde, pero mis brazos están helados.

Pa sale del cobertizo sujetando una ristra de costillas. Me limpio la boca y lo miro, pero él no me está mirando, está mirando a la casa, señalando hacia ella con la cabeza.

–Me parece que la niña está llorando. ¿Por qué no vas a echar un vistazo?

Me meto las manos en los bolsillos.

–¿No hace falta que me quede?

Pa niega con la cabeza.

–Ya me ocupo yo –dice, pero luego me mira por primera vez y su mirada ya no es dura–. Vete, anda.

Después se gira y vuelve al cobertizo.

Pa no debe de haber oído bien, porque Kayla no está despierta. Está tumbada en el suelo con sus braguitas y su camiseta amarilla, con la cabeza ladeada y los brazos extendidos como queriendo abrazar el aire, las piernas abiertas. Tiene una mosca en la rodilla y se la espanto, espero que no lleve ahí todo el rato que he estado con Pa en el cobertizo. Se alimentan de cosas podridas. Cuando era más pequeño, cuando todavía le decía «mamá» a Leonie, me dijo que las moscas comían mierda. Eso era cuando había más cosas buenas que malas. Cuando me empujaba en el columpio que Pa había colgado de una de las pacanas del porche, o cuando se sentaba a mi lado en el sofá y veíamos la tele juntos y me acariciaba la cabeza. Antes de que pasara más tiempo fuera que aquí. Antes de que empezara a esnifar pastillas machacadas. Antes de que todas esas cosas feas que me decía se me empezaran a incrustar como la gravilla en una rodilla huesuda. Entonces todavía le decía «papá» a Michael. Cuando todavía vivía con nosotros antes de mudarse con Big Joseph. Antes de que la policía se lo llevara hace tres años, antes de que Kayla naciera.

Siempre que Leonie me decía algo feo, Ma le decía que me dejara tranquilo. «Es de broma», decía Leonie, y cada vez que sonreía, se pasaba la mano por la frente para ponerse bien su pelo corto y teñido. «Elijo colores que me resalten la piel», le dijo a Ma. «Que iluminen mi piel oscura». Y luego: «A Michael le encanta».

Le cubro con la manta hasta la tripa y me tumbo junto a ella en el suelo. Noto su piececito caliente en mi mano. Sigue dormida, pero le da una patada a la manta y me agarra del brazo, se lo lleva hasta la tripa, así que la abrazo hasta que llega el momento de ponerme en marcha otra vez. Cuando abre la boca, espanto a la mosca que vuela en círculos y Kayla deja escapar un pequeño ronquido.

Cuando vuelvo al cobertizo, Pa ya lo ha limpiado todo. Ha enterrado los fétidos intestinos en el bosque y ha envuelto en plástico la carne que nos comeremos meses después y que ha metido en un pequeño congelador que hay en la esquina.

Cierra la puerta del cobertizo y cuando pasamos por los corrales, no puedo evitar ignorar a las cabras, que se abalanzan sobre la verja de madera y balan. Sé que están preguntando por su amiga, a la que yo ayudé a matar. Cuyos restos lleva Pa: el hígado, tiernecito, para Ma, que Pa pondrá un momento al fuego para que la sangre no le chorree por la boca cuando ella me pida que se lo dé; las patas, para mí, las hervirá durante horas y después las preparará a la barbacoa para celebrar mi cumpleaños. Algunas de las cabras se alejan para lamer la hierba. Dos machos se escabullen y uno le da un cabezazo al otro y empiezan a pelear. Uno de los machos se retira y el ganador, de color blanco sucio, empieza a acosar a una pequeña hembra gris, intentando montarla, y yo meto las manos por debajo de las mangas. La hembra le da una patada al macho y bala. Pa se detiene junto a mí y sacude la carne fresca en el aire para ahuyentar a las moscas. El macho muerde la oreja de la hembra y la hembra suelta como un gruñido e intenta morderle también.

–¿Siempre es así? –le pregunto a Pa. He visto a caballos encabritarse y montarse unos a otros, a cerdos en celo en el barro, he oído a gatos callejeros por la noche gritando y rugiendo mientras hacen gatitos.

Pa mueve la cabeza y levanta los trozos de carne que lleva hacia mí. Sonríe levemente, y el lado de la boca por el que se le ven los dientes está afilado como un cuchillo, y después la sonrisa desaparece.

–No –responde–. No siempre. A veces es diferente.

La hembra le da un cabezazo al macho en el pescuezo y chilla. El macho se escabulle. Creo a Pa. Sí. Porque he visto cómo trata a Ma. Y, por otro lado, también veo a Leonie y a Michael claramente, como si los tuviera delante, la última pelea que tuvieron antes de que Michael nos dejara y se fuera a casa de Big Joseph, justo antes de que lo metieran en la cárcel: Michael metió sus jerséis y sus pantalones de camuflaje y sus zapatillas deportivas Jordan en grandes bolsas negras de basura y después lo sacó todo fuera. Me dio un abrazo antes de irse y cuando se agachó y se acercó a mi cara, lo único que vi fueron sus ojos, verdes como pinos, y las manchas rojas que se le formaban en la cara: en las mejillas, la boca, los bordes de la nariz, donde las venas eran pequeños arroyos escarlata bajo la piel. Me rodeó con sus brazos y me dio una palmadita, dos, pero eran unas palmaditas tan flojas que no parecía un abrazo, aunque había una tirantez en su cara que no encajaba, como si bajo la piel llevara cinta adhesiva. Como si fuera a llorar. En ese momento Leonie estaba embarazada de Kayla y ya había elegido el nombre y todo y estaba haciendo garabatos con el esmalte de uñas en su asiento del coche, que había sido mi asiento antes. Leonie se estaba poniendo grande; era como si le hubieran metido una pelota de plástico debajo de la camisa. Siguió a Michael hasta el porche, donde yo estaba, aún con el recuerdo de las dos palmaditas en mi espalda, suaves como una brisa ligera, y Leonie lo agarró por el cuello y le tiró y le abofeteó. Sonó fuerte y como mojado. Él se dio la vuelta y la agarró por los brazos, y se pusieron a gritar y respiraban con dificultad y se empujaban y tiraban el uno del otro por el porche. Estaban tan pegados, las caderas, los pechos y las caras, que eran uno solo, moviéndose a toda prisa, torpes, como cangrejos ermitaños por la arena. Y luego se acercaron el uno al otro y empezaron a hablar, pero sus palabras sonaban como gemidos.

–Lo sé –dijo Michael.

–Tú qué vas a saber –dijo Leonie.

–¿Por qué insistes tanto?

–Vete adonde te dé la gana –respondió Leonie.

Y entonces se echó a llorar y se besaron y no se separaron hasta que Big Joseph condujo la camioneta hasta el camino de acceso y se detuvo, con media camioneta asomando por la calle. No tocó el claxon ni hizo señas ni nada, simplemente se quedó ahí parado, esperando a Michael. Y entonces Leonie se alejó de él, entró en la casa dando un portazo y desapareció, y Michael se quedó cabizbajo, mirándose los pies. Había olvidado ponerse los zapatos y tenía los dedos rojos. Le costaba respirar. Agarró las bolsas, y los tatuajes de su espalda blanca comenzaron a moverse: el dragón del hombro, la guadaña del brazo. Un ángel de la muerte entre las escápulas, mi nombre, «Joseph», en la base del cuello entre marcas de tinta con las huellas de mis pies de cuando era bebé.

–Volveré –dijo.

Entonces bajó del porche, hizo un gesto con la cabeza, se llevó las bolsas de basura al hombro y se dirigió a la camioneta, donde lo esperaba su papá, Big Joseph, el hombre que nunca jamás pronunció mi nombre. Parte de mí quería hacerle la peineta cuando se pusieron en marcha, pero la mayor parte de mí tenía miedo de que Michael se bajara de la camioneta y me pegara, así que no hice nada. Por aquel entonces no me daba cuenta de que Michael a veces estaba presente y otras veces no, a veces me veía y otras veces, días enteros, semanas enteras, no. De que en aquel momento yo no le importaba nada. Michael salió del porche y no volvió a mirar atrás, ni siquiera después de echar las bolsas en la parte trasera de la camioneta y sentarse en el asiento delantero. Parecía que seguía concentrado en sus pies rojos y descalzos. Pa dice que un hombre debe mirar a la cara a otro hombre, así que me quedé allí, mirando a Big Joseph dando marcha atrás, a Michael cabizbajo, hasta que salieron del camino de acceso y se metieron en la calle. Y entonces escupí como escupe Pa, me bajé del porche y salí corriendo en busca de los animales, a sus cuartos secretos del bosque.

–Venga, hijo –dice Pa.

Cuando empieza a caminar hacia la casa, yo lo sigo, e intento apartar el recuerdo de Leonie y Michael peleándose, flotando como niebla en un día húmedo y frío. Pero el recuerdo me sigue, a pesar de que yo estoy siguiendo el rastro de sangre de los órganos que Pa ha dejado en la tierra, un rastro que señaliza el amor tan claramente como las migas de pan que Hansel esparció por el bosque.

El olor del hígado en la sartén se queda pegado en el fondo de mi garganta a pesar de que Pa le ha echado antes grasa de tocino. Cuando Pa lo sirve, el hígado huele, pero la salsa que ha hecho para acompañarlo forma un pequeño corazón alrededor de la carne, y me pregunto si Pa lo habrá hecho a posta. Lo llevo a la habitación de Ma, pero no entro porque sigue dormida, así que regreso con la comida a la cocina, y Pa le pone encima una servilleta de papel para que se mantenga caliente y después lo veo trocear la carne y aliñarla con ajo y apio y pimiento morrón y cebolla, que hace que me piquen los ojos, y lo pone todo a hervir.

Si Pa y Ma hubieran estado aquí aquel día, habrían evitado que Leonie y Michael se pelearan. «El niño no tiene que ver esas cosas», habría dicho Pa. «No querrás que tu hijo piense que así es como se trata a las personas», habría dicho posiblemente Ma. Pero no estaban aquí. Y eso no suele ocurrir. No estaban aquí porque se habían enterado de que Ma tenía cáncer y Pa tuvo que llevarla al médico. Era la primera vez que recuerdo que dependían de Leonie para cuidarme. Después de que Michael se fuera con Big Joseph, se me hacía raro sentarme a la mesa con Leonie y hacerme un sandwich de patatas fritas mientras ella miraba a la nada y cruzaba las piernas y se golpeaba los pies y dejaba que el humo del cigarro le saliera de entre sus labios y le rodeara la cabeza como un velo, a pesar de que Pa y Ma odiaban que fumara en casa. Se me hacía raro estar a solas con ella. Había apagado los cigarrillos en una Coca-Cola vacía que se había bebido, y cuando le di un mordisco al sándwich, me dijo:

–Qué pinta más asquerosa.

Se había limpiado las lágrimas después de la pelea con Michael, pero aún le quedaban restos en la cara, un brillo reseco por donde habían caído.

–Pa se los come así.

–¿Qué pasa, qué haces todo lo que haga Pa?

Negué con la cabeza porque parecía que eso era lo que esperaba de mí. Pero me gustaba casi todo lo que hacía Pa: la postura que ponía cuando hablaba; la forma en que se peinaba el pelo hacia atrás y se lo engominaba y parecía un indio de esos que salen en los libros del colegio sobre los choctaw y los creek; me gustaba cuando me dejaba sentarme en su regazo y conducir el tractor por la parte de atrás de la casa; me gustaba cómo comía, de forma uniforme, rápida, ordenada; me gustaban las historias que me contaba antes de dormir. Cuando yo tenía nueve años, Pa era bueno en todo.

–Pues no lo parece.

En vez de responder, engullí la comida. Las patatas estaban saladas y eran gruesas, apenas tenían mayonesa y kétchup, y se me quedaron un poco atascadas en la garganta. –Hasta el ruido es asqueroso –dijo Leonie. Dejó caer el cigarrillo en la lata y la puso a mi lado–. Tira eso. Salió de la cocina, fue al salón y cogió una de las gorras de béisbol que Michael había dejado en el sofá y se la puso con la visera baja, tapándole la cara.

–Volveré –dijo.

Con el sándwich en la mano, la seguí. La puerta se cerró de golpe y yo la empujé. «¿Vas a dejarme aquí solo?», quería preguntarle, pero el sándwich se me hizo una bola en la garganta, inmovilizada por el pánico que me subía desde el estómago; nunca había estado solo en casa.

–Mamá y Pa llegan ya mismo –dijo, y cerró el coche de un portazo.

Quedarme solo en la casa, tan tranquila, me daba como miedo, así que me senté un momento en el porche, pero entonces oí a un hombre cantar en voz alta, cantaba fatal y repetía las mismas palabras una y otra vez.

Oh, Stag-o-lee, why can’t you be true?*

Era Stag, el hermano mayor de Pa, con un bastón largo en la mano. La ropa que llevaba estaba grasienta, hecha jirones, y movía el bastón como si fuera un hacha. Nunca conseguía entender nada de lo que decía; era como si hablara una lengua extranjera, aunque sé que hablaba inglés: se pasaba los días dando vueltas por Bois Sauvage, moviendo el bastón. Andaba erguido igual que Pa, orgulloso igual que Pa. Tenía la misma nariz que Pa. Pero en todo lo demás, no tenía nada que ver con Pa. Era como si hubieran estrujado a Pa como un paño mojado y después, al secarse, hubiera cogido la forma equivocada. Ése era Stag. Una vez le pregunté a Ma qué le pasaba, por qué olía siempre a armadillo, y ella frunció el ceño y me dijo: «Está malito de la cabeza, Jojo». Y añadió: «No le vayas a preguntar a Pa por él».

No quería que Stag me viera, así que me bajé del porche de un salto y me fui corriendo a la parte de atrás, hacia el bosque. Me sentía bien allí, oyendo comer a los cerdos y a las cabras, a los pollos picotear y escarbar. No me sentía tan pequeño, ni solo. Me puse en cuclillas sobre el césped y me quedé observándolos, pensando en que casi podía oír lo que decían, entenderlos. A veces el cerdo gordo de manchas negras en los costados se ponía a gruñir y a mover las orejas, y yo entendía: «Ráscame aquí, niño». Cuando las cabras me chupaban la mano y me daban cabezazos mientras me mordisqueaban los dedos y balaban, yo escuchaba: «La sal es tan fina y está tan rica… Más sal». Cuando el caballo que tiene Pa bajaba la cabeza y brillaba y corcoveaba y sus costados relucían como el barro rojo del Misisipi, yo entendía: «Podría saltar por encima de tu cabeza, niño, y echaría a correr y correr y no verías nada más que eso. Podría hacerte temblar». Pero me daba miedo entenderlos, oírlos. Porque a Stag también le pasaba; a veces Stag se ponía en mitad de la calle y mantenía largas conversaciones con Casper, el perro negro y peludo del barrio.

Pero era imposible no oír a los animales, porque los miraba y los entendía al instante, era como leer una frase y entender las palabras, así, todo de golpe. Entonces, cuando Leonie se fue, me senté en el patio de atrás un rato y estuve escuchando a los cerdos y a los caballos y a Stag cantando, hundiéndose en el silencio como un viento que te azota y luego para. Fui de corral en corral, observando el sol; quería calcular el tiempo que Leonie llevaba fuera, el tiempo que Pa y Ma llevaban fuera, cuándo estarían de vuelta para poder entrar de nuevo en la casa. Iba andando con la cabeza alta, pendiente por si oía las ruedas de algún coche, y por eso no vi la tapa dentada de una lata que asomaba de la tierra, no la vi cuando puse el pie encima, cuando la pisé siguiendo el instinto de caminar. Se clavó hondo. Grité y me caí, sujetándome la pierna, y supe que los animales también me entendían en aquel momento: «¡Déjame ir, diente gigante! ¡Suéltame!»

En vez de eso, el pie me ardía y sangraba, me senté en el suelo cerca del caballo y lloré y me vino un regusto a kétchup y a ácido y me agarré el tobillo. Tenía demasiado miedo para sacarme la tapa, entonces oí como se cerraba la puerta de un coche y nada más hasta que Pa me llamó y yo respondí y me encontró sentado en el suelo, resollando, con la respiración entrecortada, y sin importarme que mi cara estuviera mojada. Pa se puso a mi lado y me tocó la pierna igual que hace con los caballos cuando les revisa la herradura. En menos de un segundo, la sacó y yo grité. Era la primera vez que pensaba que Pa no había hecho algo bien.

Cuando Leonie llegó a casa aquella noche, no dijo nada. Creo que no se fijó en mi pie hasta que Pa se puso a darle voces, una y otra vez: «Maldita sea, Leonie». Yo estaba medio dormido por los calmantes, nervioso por los antibióticos, con todo el pie vendado de blanco, muy apretado, y vi que Pa le daba un golpe a la pared para enfatizar: «¡Leonie!». Ella se acobardó, se apartó de él y luego dijo en voz baja: «Tú a su edad estabas cogiendo ostras en el muelle, y mamá cambiando pañales». Y añadió: «Ya es mayorcito». Dijo: «¿Estás bien, verdad, Jojo?». Y yo la miré y dije: «No, Leonie». Fue algo nuevo, cuando la vi frotarse las manos y hablar con sus dientes torcidos, no oí «mamá» en la cabeza, sino su nombre: Leonie.

Cuando lo dije, se rio. El sonido salió de su interior como si se lo hubieran sacado con una pala. Pa la miró como con ganas de darle un guantazo, pero después reculó y se puso a resoplar como cuando se le echan a perder las cosechas o cuando una de las cerdas pare una camada medio muerta: decepcionado. Se sentó conmigo en uno de los dos sofás del salón. Ésa fue la primera noche que dejó a Ma dormir sola en la cama. Yo dormí en el sofá de dos plazas, y él en el otro, en el que, como Ma estaba cada vez más enferma, acabó quedándose.

La cabra huele a ternera cocida. Incluso tiene el mismo aspecto, oscura y fibrosa, en la olla. Pa la toca con una cuchara para ver si está tierna, y coloca la tapa dejando una rejilla para que el vapor haga nubes en el aire.

–Pa, ¿por qué no me cuentas otra vez lo de tu historia con Stag?

–¿Que te cuente qué? –pregunta Pa.

–Lo de la cárcel de Parchman –respondo.

Pa se cruza de brazos. Se inclina para oler la cabra. –¿No te la he contado ya? –pregunta. Me encojo de hombros. A veces creo que me parezco a Stag en la nariz y en la boca. A Stag y a Pa. Me gusta saber en qué cosas son diferentes. En qué cosas somos todos diferentes.

–Ya, pero quiero oírla otra vez –le digo.

Esto es lo que hace Pa cuando estamos solos, nos sentamos hasta tarde en el salón o fuera, en el patio o en el bosque. Me cuenta historias. Historias de cuando comían espadañas que recogía su padre del pantano. O de cuando su madre y la familia de su madre recogían barba de viejo para rellenar los colchones. A veces me cuenta la misma historia hasta tres y cuatro veces. Cuando las cuenta, siento como si su voz fuera una mano que me quiere alcanzar, que me acaricia la espalda, y yo puedo liberarme de lo que sea que siento, como que nunca llegaré a ser tan alto como Pa, tener la misma seguridad que él. Me hace sudar y quedarme clavado a la silla de la cocina, que se ha caldeado tanto por la cabra hirviendo en el fogón que se han empañado las ventanas, y el mundo queda reducido a esta habitación, conmigo y con Pa.

–Por favor –le digo. Pa golpea la carne que le queda por hervir para ponerla tierna y se aclara la garganta. Pongo los codos en la mesa y escucho:

–Stag y yo somos del mismo padre. Mis otros hermanos y hermanas son de otros padres porque mi padre murió joven. Tendría cuarenta y poco. No sé qué edad tenía porque él no sabía qué edad tenía. Por lo visto sus padres no querían saber nada de los trabajadores del censo, nunca respondían bien a sus preguntas, cambiaban el número de hijos que tenían, nunca registraron ninguno de los nacimientos. Decían que la gente venía a sacar esa información para tenerlos controlados, para enjaularlos como si fueran ganado. Así que nunca rellenaron ninguna información oficial; preferían hacer las cosas a la vieja usanza. Mi padre nos enseñó algunas cosas antes de morir: cazar, rastrear, trabajar con animales, cosas sobre el equilibrio, sobre la vida. Yo lo escuchaba. Siempre lo escuchaba. Pero Stag nunca le prestaba atención. Incluso cuando éramos pequeños, Stag siempre andaba con los perros o en el lago, se sentaba y se quedaba escuchando. Y cuando se hizo mayor, no había quien lo sacara del juke joint.** Mi padre decía que era demasiado guapo, decía que nació con belleza de mujer y que por eso se metió en tantos problemas. Porque a la gente le gustan las cosas bonitas, y todo le resultaba muy fácil. Mi madre mandaba callar a mi padre cuando decía eso, decía que Stag era demasiado sensible, eso era todo. Y que por eso le costaba quedarse tranquilo y pensar. Nunca se lo llegué a decir, pero yo creo que ninguno de los dos tenía razón. Creo que Stag se sentía muerto por dentro y que por eso no podía quedarse tranquilo y pensar, por eso tenía que subirse a la roca más alta cuando íbamos a nadar al río y tirarse…

* Referencia a la canción «Maybellene», de Chuck Berrie, cuyo primer verso reza: «Maybellene, why can’t you be true?». A su vez, «Stag-o-lee», «Stagolee» o «Stagger Lee» son variaciones del nombre de un tema popular del Folk norteamericano, que narra la historia del asesinato de Billy Lyons por «Stag» Lee Shelton en Misuri en las Navidades de 1895. [N. del T.]

 

** Juke joint: establecimiento habitual en el Sur de Estados Unidos donde se sirve bebida, comida, se puede bailar y apostar. [N. del T.]

 

 

Este fragmento es publicado con el permiso de editorial Sexto Piso