Julio Scherer. La muerte de un siglo en el periodismo


Por Fernando de Ita


Ciudad de México, México, 14/01/15, (N22).- Luego de leer varios
de los 22 libros que escribió don Julio Scherer a lo largo de su vida, tengo la
impresión de que su obsesión  como ser
humano fue desentrañar la naturaleza del poder, encarnado para su generación en
el Tlatoani, el Jefe Máximo, el Presidente de la República. Como la revista Proceso se fundó en 1976, don Julio vio
desde su redacción el surgimiento de un poder alterno, cada lustro más
extendido y salvaje: el poder del narcotráfico, así que primero se fue a
entrevistar a la Reina del Sur y más tarde al Mayo Zambada. Como el instrumento
para cumplir su obsesión fue el periodismo, don Julio se convirtió en el mejor
periodista de su lugar y de su tiempo.

Entre las muchas
cosas que hizo don Julio como director de Excélsior,
una que me concierne fue la de impulsar la difusión de la cultura en el diario
y sus suplementos. Gracias a esa virtud yo pude debutar como cronista en el Diorama de la Cultura en 1970, con un artículo sobre la batalla
literaria que librábamos los estudiantes latinos en la ciudad de Nueva York
para determinar quiénes eran los mejores escritores de habla española. El
diarismo cultural se inició en 1977 con la aparición del unomásuno, pero el antecedente está en el Excélsior dirigido por Scherer, que no tenía un espacio fijo de
cultura pero publicaba grandes entrevistas y esplendidos reportajes en la
primera sección, y diversas noticias y artículos de opinión en la famosa
sección de sociales dirigida por Bambi. Fue Scherer quien sedujo a Octavio Paz
para imprimir la revista Plural en
las rotativas del periódico, y fue Scherer quien les dio a Vicente Leñero y
Armando Ponce carta blanca para hacer en Proceso
las mejores páginas culturales de la semana, que tenían como plus el Inventario de José Emilio Pacheco, en
el que tantos jóvenes sesenteros aprendimos a leer y escribir de otra manera.
Como muchos lectores,
había resentido como propio el ultraje que maquinó Luis Echeverría para sacar a
Scherer de la dirección de Excélsior,
porque leyendo a sus brillantes columnistas, que iban del sabio Daniel Cosío
Villegas al iconoclasta humorista Jorge Ibargüengoitia, habíamos descubierto la
realidad del país, velada por el resto de los medios impresos y electrónicos.
Como  incipiente reportero del diario unomásuno, escuché todo tipo de
historias sobre don Julio Scherer. Vale recordar que tanto Proceso como el diario mencionado tuvieron como pie de cría, por
así decirlo, a los reporteros, redactores y colaboradores que se fueron a la
calle con don Julio. Por ejemplo, el primer jefe de la sección cultural del unomásuno fue Rodolfo Rojas Zea, el
reportero estrella de tal materia en el Excélsior dirigido por Scherer. Ellos
eran los divinos, los bien trajeados, los reporteros con mundo y buenas
relaciones, aunque fuimos los pinches chavos sin pasado ni credenciales
periodísticas quienes nos revelamos en contra de la pirámide invertida y, sin
saberlo, iniciamos el nuevo periodismo cultural en México.
En los años 80 la
verdadera mesa de redacción de los medios impresos estaba en las cantinas, y en
tal confesionario supe del vigor físico e intelectual de don Julio, de su
bonhomía, de su terquedad reporteril, de su visión periodística, de su pasión
por el oficio y de su habilidad para relacionarse con el poder sin darle las
nalgas, con perdón de la expresión tabernaria. Los expulsados de Excélsior reconocían sin cortapisas la
renovación periodística que vivió el periódico con Scherer García, alababan sin
peros la postura crítica de su dirigencia, más a la cuarta cuba comenzaban a
lamentar la imprudencia de su director por rodearse de intelectuales ajenos a
la realidad del oficio, y al final de la copa decían que fue un error salirse del
periódico que les daba fama y fortuna, tan precipitadamente.
Para los lectores de Excélsior metidos a periodistas por
diversos azares del destino, don Julio era el Rey Arturo de nuestra mesa
redonda, el paladín de la libertad de expresión, el paradigma del oficio y la
cara luminosa y afable del campeón de la prensa escrita, mientras nosotros
teníamos como líder al lado oscuro del cuarto poder; al Darth Vader del periodismo,
al temido y fascinante Manuel Becerra Acosta, otro periodista de excepción, así
fuera por los motivos contrarios a la excepcionalidad de Julio Scherer. Por
cierto, estos dos periodistas de lujo eran diferentes en todo pero compartían
una ambición: la literatura.
Sólo tuve una
conversación con don Julio con motivo del Primer Encuentro de Periodismo
Cultural de Iberoamérica que organicé en los años 90 en el puerto de Veracruz.
Naturalmente había invitado a Proceso como
la única revista cultural del encuentro porque para mí resultaba
imprescindible. Pero uno de los platos fuertes de la reunión era la exposición
de los suplementos culturales de los 22 diarios de los 22 países de habla
española que conforman Iberoamérica, así que el diario Excélsior contaba con dos acreditaciones, una de la sección
cultural y otra del suplemento. A pesar de los años trascurridos, la herida de
1976 seguía abierta y don Julio atendió mi llamada al saber que Proceso no acudiría al encuentro
precisamente por ese detalle; le parecía, me dijo por el auricular, que de tal
modo la invitación no era equitativa.
No había sido nada
sencillo convencer a los directivos de los diarios más representativos de
España y Latinoamérica para que acudieran a la reunión, porque en el ejercicio
de la interrogación, la sospecha y la duda son parte del mismo condimento. Pero
lo había logrado parlando cara a cara con el ahora inalcanzable Juan Luis
Cebrián, primer director del diario El
País
, de España, o con el director de la Folha De S. Paulo que tiraba en
ese tiempo un millón de ejemplares. Pero al escuchar a don Julio me quedé
atónito, sin capacidad de respuesta, como si estuviera escuchando la voz del
Santo Padre del periodismo mexicano, sobre todo porque después de la negativa
tuvo palabras amables para mi trabajo como periodista y crítico de teatro.
Mencionó a Vicente Leñero y me deseó éxito en mi empresa.

En el momento de su
muerte, su voz resuena en mi oído como un canto gregoriano, como la voz que
convenció a tantos poderosos y tantos hijos de la chingada para dejarse
entrevistar, para contar su historia. Para un hijo de la segunda mitad del
siglo XX mexicano, para un periodista de la última dinastía de la letra
impresa, para un  lector que se formó
como reportero (sin sospecharlo), en el “Excélsior de Scherer”, para un
admirador de las páginas culturales de Proceso,
la muerte de don Julio es una perdida personal, un fin de siglo, la señal de
que algo estará más podrido en Dinamarca, ya sin la espada de fuego contra el
poder del mejor periodista mexicano de la era moderna.

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