«Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta.» (Fragmento)

Lucía Lijtmaer se pregunta ¿nos invade una ola de neopuritanismos? «La libertad de expresión está constantemente amenazada, pero no por minorías, feministas puritanas u ofendidos moralistas, sino por un poder político y legislativo»

Ciudad de México (N22/Redacción).- Lucía Lijtmaer nació en Buenos Aires en 1977, pero creció en Barcelona. Es escritora y crítica, ha colaborado en diarios como El País; es también autora de la crónica Casi nada que ponerte (2016) y del ensayo pop Yo también soy una chica lista (2017). De ella, editorial Anagrama publica Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta, un ensayo donde la autora ahora en la supuesta «corrección política» y el supuesto «neopuritanismo», para cuestionar ¿dónde están las verdaderas amenazas a la libertad de expresión?

«Publicado por la crítica y escritora argentina radicada en Ofendiditos Sobre la criminalización de la protesta En los últimos tiempos saltan a la prensa noticias como la censura del cartel de una exposición de Egon Schiele, se genera debate en torno a un cuadro de Balthus o a la Lolita de Nabokov… ¿Nos invade una oleada de neopuritanismo? ¿Se instaura el triunfo de la corrección política? ¿Asistimos a un cambio de paradigma moral, al triunfo de la censura y la autocensura? ¿O acaso lo que se está produciendo es una descalificación y hasta criminalización de la protesta? Este libro explora las verdaderas amenazas a la libertad de expresión, que no vienen de minorías, feministas u ofendidos, sino del poder político y legislativo. Porque señalar despectivamente al ofendidito no hace sino criminalizar su derecho, nuestro derecho como sociedad, a la protesta.»

Compartimos un fragmento de este libro a continuación que llegará a México a finales de julio.

PRÓLOGO

La opinión pública ha dado un giro. Al principio era apenas perceptible, pero en los últimos años el viraje ha sido total. Los medios de comunicación se han plagado de nuevas polémicas, con un léxico prácticamente desconocido hace tan solo una década. En una discusión sobre una obra literaria con un personaje misógino, se declara la imposibilidad del debate, la propagación de la censura y la ofensa. Si se pide que una exposición sea contextualizada en su tiempo y espacio, se acusa al público de pirómano y puritano. ¿Quiénes son los ofendiditos, las puritanas y los neocensores de los que se habla ahora en la prensa opinativa sin cesar? O, más bien, ¿quién habla?, ¿por qué ahora?

Este pequeño ensayo pretende analizar y responder a estas cuestiones. Diferentes casos han estallado en los medios de comunicación en los últimos años y han puesto sobre la mesa la responsabilidad en el ejercicio de la opinión y los límites de la libertad de expresión de manera simbólica. La mayoría de estos casos han sido utilizados por firmas muy reconocidas del panorama opinativo español para denostar una supuesta censura, no evidente sino soterrada, y según ellos mucho más peligrosa que la censura legislativa: una autocensura moralista de la que serían responsables diversas minorías y los movimientos feministas.

De la mano de este debate han llegado nuevos vocablos para nombrar a los responsables de esta agitada discusión. Este texto ahonda, por un lado, en la trazabilidad de ese léxico, y, por otro, en su uso interesado para ocultar lo que en realidad pasa y se deja de lado: la libertad de expresión está constantemente amenazada, pero no por minorías, feministas puritanas u ofendidos moralistas, sino por un poder político y legislativo al que los mismos analistas que ponen el grito en el cielo en la prensa no quieren mirar a la cara.

La tesis de este texto es, en definitiva, que el señalamiento al moralista «ofendidito» en realidad no hace otra cosa que ocultar interesadamente la criminalización de su derecho, de nuestro derecho como sociedad, a la protesta.

INTRODUCCIÓN

Este texto iba a empezar de otra manera, pero debe empezar así: hace apenas unos meses, mientras comenzaba a investigar sobre qué entendemos por puritanismo, protagonicé una pequeña anécdota, una nimiedad, una tontería en las redes sociales. En mis redes. Ni siquiera de manera intencionada. Salía del gimnasio, y un amigo y yo comentábamos, con la ligereza y superficialidad que nos habían proporcionado las endorfinas después de correr y sudar, lo atractivo que era el monitor.

Era una charla por WhatsApp, algo común y tonto. Mientras hablábamos de nuestro joven y guapo monitor, mi amigo investigaba por las redes hasta que dio con su perfil de Instagram. Más redes. En sus fotos, nuestro monitor nos daba la información esperable de un veinteañero que se dedica al deporte en su vida profesional: muchas fotos de partidos, entrenamientos y algún selfie con los amigos.

Mi amigo especulaba con las preferencias sexuales de nuestro monitor: en sus redes no había apenas fotos con mujeres. Eso lo entendía él como una posible señal de incitación. Yo argumenté, en tono de broma, que eso no tenía por qué decir nada: al fin y al cabo, a muchos heterosexuales no les gustan realmente las mujeres, dije entre risas. No tienen amigas, no citan a mujeres entre sus preferencias culturales, no hay señal de mujeres en su vida diaria. Esa fue mi chanza, porque eso me parecía que demostraba nuestro monitor en ese diario fotográfico que es Instagram: que era un hetero joven con un universo exclusivamente masculino. Mi amigo acabó dándome la razón, ambos nos reímos por chat y poco más. Hasta que decidió incluir mi superficial aunque –creo yo– divertida reflexión en su muro de Facebook, etiquetándome como autora.

Lo que pasó a continuación sorprenderá –o no– al lector. A los cinco minutos empezaron a aparecer comentarios más o menos graciosos sobre el mundo interior de la heterosexualidad masculina en general. Mi comentario, de índole privada, pronunciado frívolamente al finalizar la actividad física diaria, se había convertido en la típica tertulia momentánea de un grupo de amigos de la red social. Pero Facebook es siempre un muro, así se llama y así lo concebimos, y en un muro uno cuelga y reflexiona (?) sobre lo que mejor le parece. Es también un enemigo de la ironía y puede ser un espejo de la demostración egocéntrica de la inteligencia: «Mira, mamá, sin manos.» Tras diez minutos de comentarios y gracejo, alguien –una mujer–, una escritora de prestigio, se vio impelida a ejercer la crítica: ¿por qué me metía yo con los heterosexuales?, ¿acaso no eran misóginos también los homosexuales? Me pudo el pudor, claro, y no contesté, como no había contestado a ninguno de los otros comentarios jocosos. Pero alguien más, alguien a quien yo conocía personalmente, añadió: ¿no me daba cuenta yo de lo injusto que era mi argumento contra los hombres heterosexuales? Mi primer instinto fue dejarlo estar, pero ellas continuaron. La pregunta era directa: ¿no me daba cuenta de que no todos los hombres, not all men…?

Con cierta pereza, me sentí obligada a defenderme: era una broma privada que se había hecho pública, pero sí, consideraba que a veces la broma tenía algo de verdad. Ambas mujeres siguieron en sus trece, hasta que una de ellas escribió: «Estoy cansada de este feminismo que está lleno de misantropía y oculta una censura soterrada.» Ahí estaba, delante de mis ojos, sin que yo pudiera evitarlo. Sin que sirvieran las aclaraciones, ni el sentido del humor. Me acababan de bautizar: yo era una puritana.

1.Cuando las neopuritanas son las demás

En los últimos tiempos, en menos de una década, hemos experimentado un golpe de timón enorme, un cambio que parecía imposible en la conversación pública de masas en España.[1] No se sabe muy bien cuándo ni cómo llegó el salto en el discurso, pero de repente estaba ahí instalado. El concepto puritanismo empezó a utilizarse, unido a lo que se denomina lo políticamente correcto, y más recientemente a la ofensa, para en ocasiones discutir y en otras oponerse a expresiones propias de movimientos sociales considerados minoritarios o identitarios.

De repente, tras una denuncia pública, una queja de contenido social o una mera broma –como me había pasado a mí–, eras una puritana. Adjetivo al que se podía asociar, muy fácilmente, otro: el de censora.

¿Qué características van asociadas a esta acusación de puritanismo? En general, las siguientes: un puritano o puritana en la actualidad es aquel que observa un tipo de moral o visión con respecto a las normas sociales y la impone como única. Ese es el grueso de la definición. Para el puritano o puritana, todo aquello que no forma parte de esa regla moral o social debe quedar fuera del debate público por poco pertinente, cuando no debe ser directamente censurable, o punible por ley. En resumen, esta es la escalada de la censura implícita en el puritanismo contemporáneo:

1. Poco acertado.

2. Censurable y por tanto no apto para el debate público.

3. Castigable por ley.

La gradación varía con el caso, pero en general las opiniones del puritano, por la definición que ha calado en la prensa opinativa conemporánea, suelen atacar aquello que se sitúa entre el primer y segundo escalafón. La tercera categoría es propia de casos muy candentes y no se suele atribuir a la «moral puritana», sino a «la horda» o «la turba», una masa indefinida e indefinible que solamente tiene por objeto el «linchamiento» en las redes.[1]

Por ejemplo: la censura de los anuncios de una exposición de Egon Schiele en el Reino Unido y Alemania fue leída como un caso de puritanismo, pero la acusación al humorista Dani Mateo por delito de ofensa contra la bandera de España no. El primer caso tiene que ver, para quien lo define así, con una cuestión moral, y el segundo con una mala interpretación de la ley por parte de una horda de enfurecidos –léase la organización Alternativa Sindical de Policía–. Aun así, las acusaciones de puritanismo hoy se suelen producir en un ámbito muy concreto: los debates acerca de supuestas conductas inapropiadas, generalmente de tipo sexual, en el mundo de la cultura. De las últimas polémicas culturales que han sido calificadas de puritanas, las más notables son: la relectura de Lolita de Nabokov por parte de ciertas académicas feministas, el revuelo por una exposición del pintor franco-polaco Balthus o el ya citado caso de Egon Schiele.

Todas estas polémicas, curiosamente, han sido tachadas de puritanas alrededor de las mismas fechas, inicios de 2018.

La razón de esta coincidencia temporal no es casual. El término no llegaba ahora por ciencia infusa y no llegaba solo. Para la opinión pública, el epítome de las acusaciones de puritanismo se encuentra en la carta abierta publicada el 9 de enero de 2018 en Le Monde por artistas e intelectuales francesas de la talla de Catherine Deneuve o Catherine Millet. El texto, que aquí extractamos, comenzaba así…

[1] Santiago Gerchunoff, Ironía On. Una defensa de la conversación pública de masas. Barcelona: Anagrama, 2019.

[1] No puedo sino hacer un pequeño inciso sobre el uso metafórico del concepto de linchamiento, históricamente definido como «la ejecución de un sospechoso o reo sin un proceso legal previo, por parte de una multitud, habitualmente precedida de un arresto ciudadano. Normalmente es un acto que está fuera de la ley, y penado para proteger el orden público, ya que el Estado debe defender su monopolio de la fuerza (ius puniendi). Se suele llevar a cabo de forma espontánea por motivos sociológicos concretos, normalmente por la conmoción social producida por un delito concreto. Sin embargo, también puede producirse por motivos racistas, religiosos o políticos». En la actualidad, el término linchamiento ha pasado a definir el oprobio y la condena en las redes sociales, algo poco agradable y desafortunado –si es legítimo o no resulta del todo discutible según el caso–, pero en absoluto similar a perder la vida a manos de una multitud.

Imagen: Balthus, Teresa soñando (1938)